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Notre époque est celle des incertitudes sur nombre de sujets et nous sommes de plus en plus à percevoir que nos sociétés progressistes sonnent le glas quant au promesses qui furent les leurs. Nous assistons à une danse macabre en laquelle telles des

INICIACIÓN Y REALIZACIÓN ESPIRITUAL-René Guénon

INICIACIÓN Y REALIZACIÓN ESPIRITUAL

René Guénon

 

 

Prólogo

Capítulo I.- Contra la vulgarización

Capítulo II.- Metafísica y dialéctica

Capítulo III.- La enfermedad de la angustia

Capítulo IV.- La costumbre contra la tradición

Capítulo V.- A propósito de la vinculación iniciática

Capítulo VI.- Influencia espiritual y egrégoras

Capítulo VII.- Necesidad del exoterismo tradicional

Capítulo VIII.- Salvación y Liberación

Capítulo IX.- Punto de vista ritual y punto de vista moral

Capítulo X.- Sobre la "glorificación del trabajo"

Capítulo XI.- Lo sagrado y lo profano

Capítulo XII.- A propósito de conversiones

Capítulo XIII.- Ceremonialismo y esteticismo

Capítulo XIV.- Nuevas confusiones

Capítulo XV.- Sobre el pretendido "orgullo intelectual"

Capítulo XVI.- Contemplación directa y contemplación por reflejo

Capítulo XVII.- Doctrina y método

Capítulo XVIIII.- Las 3 vías y las formas iniciáticas

Capítulo XIX.- Ascesis y ascetismo

Capítulo XX.- Gurú y upagurú

Capítulo XXI.- Verdaderos y falsos instructores espirituales

Capítulo XXII.- Sabiduría innata y sabiduría adquirida

Capítulo XXIII.- Trabajo iniciático colectivo y presencia espiritual

Capítulo XXIV.- Sobre la función del gurú

Capítulo XXV.- Sobre los grados iniciáticos

Capítulo XXVI.- Contra el quietismo

Capítulo XXVII.- Locura aparente y sabiduría oculta

Capítulo XXVIII.- La máscara "popular"

Capítulo XXIX.- La unión de los extremos

Capítulo XXX.- ¿El espíritu está en el cuerpo o el cuerpo en el espíritu?

Capítulo XXXI.- Las dos noches

Capítulo XXXII.- Realización ascendente y realización descendente

Apéndices

 

 

 

 

 

INITIATION ET RÉALISATION SPIRITUELLE, Chacornac- Ed. Traditionnelles, París, 1952, 1964, 1967, 1973, 1983, 1989, 1994 (280 pp.), con prólogo de Jean Reyor, 1998.

 

Traducción italiana: Iniziazione e realizzazione spirituale, Studi Tradizionali, Turín, 1966. Luni, Milán, 1997 (trad. de Pietro Nutrizio).

 

En castellano se han publicado los siguientes capítulos: "Ascesis y ascetismo", "Gurú y upagurú", "A propósito de la vinculación iniciática" y "Trabajo iniciático colectivo y presencia espiritual", en la revista Symbolos, Guatemala, números 2, 5, 6 y 7.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

PRÓLOGO

 

Presintiendo quizá próximo su fin, René Guénon, en los meses que precedieron inmediatamente a su muerte, nos había dado algunas indicaciones con vistas a la conclusión de su obra cuando él hubiera desaparecido. En las cartas fechadas entre el 30 de Agosto y el 24 de septiembre de 1.950, nos expresaba, entre otras cosas, el deseo de que fueran reunidos en volúmenes los artículos que todavía no había utilizado en sus libros ya existentes. "Solamente estaría, nos escribía, la dificultad de saber de qué manera ordenarlos para formar conjuntos tan coherentes como fuera posible, lo cual yo sería incapaz actualmente de decidir por mí mismo... Si pudiera llegar a preparar algo, de lo cual desgraciadamente dudo cada vez más, preferiría ordenar ante todo uno o dos volúmenes de artículos sobre el simbolismo, y quizá también una continuación a los "Aperçus sur l'Initiation", pues creo que pronto habrá bastantes artículos relativos a este tema como para poder formar un segundo volumen".

La obra que presentamos hoy es la primera realización del deseo formulado por René Guénon. La hemos escogido para inaugurar la serie de libros póstumos porque se prestaba a ser más rápidamente puesta a punto que las obras sobre el simbolismo a las que René Guénon consideraba en primer lugar, y también porque el tema tratado nos parecía tener un interés más acuciante.

Tras un primer examen de los artículos dejados por René Guénon, pensamos que las obras póstumas no comprenderán menos de siete volúmenes, incluido el presente. El largo y delicado trabajo de clasificación y de coordinación de los textos no está aún lo demasiado avanzado como para que podamos indicar ahora los títulos definitivos y la fecha probable de publicación de las diferentes obras, pero esperamos que las circunstancias nos permitan no hacer esperar durante demasiado tiempo a los numerosos admiradores de aquel que ha vuelto a sacar a la luz la doctrina tradicional durante tanto tiempo olvidada en Occidente.

 

Debemos decir ahora algunas palabras sobre la composición de la presente obra. Tal como se ha visto más arriba, René Guénon no nos había dejado ninguna indicación acerca de la distribución de las materias a publicar, así que hemos debido asumir la responsabilidad de ello. El texto que presentamos es todo, completa y exclusivamente, de la mano de René Guénon. No hemos aportado añadidos, ni modificaciones, ni supresiones, salvo aquellas, muy raras, que eran necesarias para la presentación en volumen de artículos aislados cuyo orden de publicación, a menudo motivado por una circunstancia de actualidad, no coincide exactamente con el orden adoptado por nosotros para los capítulos, porque nos parecía lo más lógico y corresponde mejor al desarrollo del pensamiento del autor. Sobre este orden, debemos al lector algunas explicaciones.

En Aperçus sur l'Initiation, René Guénon se aplica a definir la naturaleza de la iniciación, que es esencialmente la transmisión, mediante los ritos apropiados, de una influencia espiritual destinada a permitir al ser que es hoy un hombre alcanzar el estado espiritual que diversas tradiciones designan como el "estado edénico", para después elevarse a los estados superiores del ser y obtener, en fin, lo que puede denominarse indiferentemente la "Liberación" o el estado de "Identidad Suprema". René Guénon ha precisado las condiciones de la iniciación y las características de las organizaciones que están habilitadas para transmitirla, y, abriendo camino, ha marcado por una parte la distinción que debe establecerse entre el conocimiento iniciático y la cultura profana, y por otra, aquella no menos importante entre la vía iniciática y la vía mística.

La presente obra precisa, completa y aclara la anterior de muchos modos. Los artículos que la componen se dejan muy bien agrupar en cuatro partes.

En la primera parte, al autor trata de los obstáculos mentales y psicológicos que pueden oponerse a la comprensión del punto de vista iniciático y a la búsqueda de una iniciación; estos son: la creencia en la posibilidad de "vulgarizar" todo conocimiento, la confusión entre la metafísica y la dialéctica, que es su expresión necesaria e imperfecta, el miedo y la preocupación por la opinión pública.

La segunda parte precisa y desarrolla ciertos puntos muy importantes concernientes a la naturaleza de la iniciación y a algunas de las condiciones de su búsqueda. En "Aperçus sur l'Initiation", el autor había más bien afirmado que demostrado la necesidad de la vinculación iniciática. Es esta demostración la que constituye el objeto del primer capítulo de la segunda parte, en el cual se considera además el caso en que la iniciación es obtenida fuera de los medios ordinarios y normales. El capítulo siguiente distingue claramente la influencia espiritual propiamente dicha de las influencias psíquicas que son como su "vestidura". Formuladas estas precisiones, se aborda una cuestión totalmente capital que René Guénon no había creído deber tratar hasta aquí de una manera especial, pues le parecía resuelta de principio por todo el conjunto de su obra anterior: es la de la necesidad de un exoterismo tradicional para todo aspirante a la iniciación. Este capítulo se completa naturalmente con el estudio sobre "Salvación y Liberación", que constituye la "justificación" metafísica del exoterismo. Relacionándose directamente con el tema anterior, los capítulos IX, X y XI exponen cómo la "vida ordinaria" puede ser "sacralizada" de forma que pierda todo carácter "profano" y permita al individuo una participación constante con la Tradición, lo cual es una de las condiciones requeridas para el paso de la iniciación virtual a la iniciación efectiva. Pero es preciso reconocer que el mundo occidental, incluso entre algunos representantes del espíritu religioso que subsiste aún, tiende a una laicización cada vez más acentuada de la vida social, lo cual acusa una inquietante pérdida de vitalidad de la tradición cristiana. No es ciertamente imposible para un occidental buscar una vía de realización iniciática en una tradición ajena, y el capítulo XII muestra en qué condiciones puede ser considerado como legítimo lo que comúnmente es llamado una "conversión". No obstante, el paso a una tradición extraña no es aceptable más que si es independiente de toda preocupación de "esteticismo" y de "exotismo"... y el autor hace observar que hay occidentales que, debido a su constitución psíquica especial, no podrán jamás dejar de serlo y harían mucho mejor en permanecer así entera y francamente.

Sin embargo, estos deben guardarse de todos los pseudo-esoterismos, se trate de los de los ocultistas y teosofistas o de las fantasías más seductoras quizás que, reclamando para sí un Cristianismo auténtico, tendrían más bien como objetivo dar una apariencia de satisfacción a aquellos cristianos que piensan no poder contentarse con la enseñanza exotérica corriente (capítulo XIV). En el capítulo XV, René Guénon demuestra la inanidad del reproche de "orgullo intelectual" tan a menudo formulado en relación con el esoterismo en ciertos medios religiosos. En fin, esta segunda parte termina con nuevas precisiones sobre las diferencias esenciales que existen entre la realización iniciática y la realización mística.

 

Los temas tratados en la tercera parte son enteramente nuevos con respecto a los "Aperçus sur l'Initiation". Se trata principalmente del método y de las diferentes vías de realización iniciática, así como de la cuestión del "Maestro espiritual". Un capítulo particularmente importante para aquellos que están vinculados a lo que subsiste aún de las iniciaciones artesanales del mundo occidental es aquel sobre "Trabajo iniciático colectivo y presencia espiritual", donde el autor demuestra que la presencia de un Maestro humano en tales organizaciones no presenta el mismo carácter de absoluta necesidad que en la mayor parte de las demás formas de iniciación.

La última parte y, en numerosos aspectos, la más importante, considera ciertos grados de esa realización espiritual de la cual todo lo anterior tiene por objetivo facilitar su comprensión y, en cierta medida, los medios de acceso (capítulos XXVI y XXIX). Los tres últimos capítulos, en fin, que son verdaderamente la clave de los "Aperçus sur l'Initiation" y del presente libro, aportan la exposición metafísica que permite la comprensión intelectual de la posibilidad, a partir de nuestro estado corporal, de una realización espiritual total, así como de la naturaleza y la función de los Enviados divinos que las diversas tradiciones designan con los nombres de Profeta, Rasûl, Bodhisattwa y Avatâra.

Para facilitar la comprensión de los capítulos V y XXVIII, hemos creído útil reproducir en un apéndice los textos a los cuales reenvía el autor relativos a los Afrâd y a los Malâmatiyah que designan grados de iniciación efectiva en el esoterismo islámico.

 

Jean Reyor

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Capítulo I: CONTRA LA VULGARIZACIÓN

 

La necedad de un gran número e incluso de la mayoría de los hombres, especialmente en nuestra época, y cada vez más a medida que se generaliza y se acentúa la decadencia intelectual característica del último período cíclico, es quizá lo más difícil de soportar que hay en este mundo. Es preciso añadir a este respecto la ignorancia, o, más precisamente, una determinada clase de ignorancia que le está por lo demás estrechamente ligada, aquella que no es en absoluto consciente de sí misma, que se permite afirmar tanto más audazmente cuanto que sabe poco y comprende menos, y que es por ello mismo, en aquellos que la sufren, un mal irremediable (1). Necedad e ignorancia pueden en suma estar unidas bajo el nombre común de incomprensión; pero debe quedar claro que soportar esta incomprensión no implica en modo alguno que se deba hacer ninguna concesión, ni tampoco abstenerse de señalar los errores a los cuales da nacimiento y hacer todo lo posible para impedir su expansión, lo que por lo demás a menudo es una tarea muy poco grata, sobre todo cuando uno se encuentra obligado, en presencia de la obstinación de algunos, a repetir muchas veces cosas que normalmente debería bastar con ser dichas una sola vez. Esta obstinación con la cual se tropieza no siempre está exenta de mala fe; y, a decir verdad, la mala fe implica forzosamente una estrechez de miras que no es en definitiva sino la consecuencia de una incomprensión más o menos completa, y así ocurre que la incomprensión real y la mala fe, como la necedad y la maldad, se mezclan de tal manera que a veces es muy difícil determinar exactamente la parte de una y de otra.

 

Al hablar de concesiones hechas a la incomprensión, pensamos especialmente en la vulgarización bajo todas sus formas; querer "poner al alcance de todo el mundo" cualquier verdad, o lo que se considera al menos como verdad, cuando ese "todo el mundo" comprende necesariamente una gran mayoría de necios y de ignorantes, ¿puede en efecto ser algo en realidad distinto? La vulgarización procede además de una preocupación eminentemente profana, y, como toda propaganda, supone en quien se entrega a ella cierto grado de incomprensión, relativamente menor sin duda que aquella del "gran público" al cual se dirige, pero tanto más grande cuanto que lo que pretende exponer sobrepasa en mucho el nivel mental de éste. Ésta es la razón de que los inconvenientes de la vulgarización sean más limitados cuando lo que se difunde es igualmente de un orden profano, como las concepciones filosóficas y científicas modernas, que, incluso en la parte de verdad que pueden llegar a contener, no tienen con seguridad nada de profundo ni de trascendente. Tal caso es, por lo demás, el más frecuente, pues es esto sobre todo lo que le interesa al "gran público" debido a la educación que ha recibido, y también lo que más fácilmente le da la agradable impresión de un "saber" adquirido con poco esfuerzo; el vulgarizador deforma siempre las cosas por simplificación, y también afirmando perentoriamente lo que los propios sabios no consideran sino como simples hipótesis, pero, adoptando tal actitud, no hacen en suma sino continuar los procedimientos en uso en la enseñanza rudimentaria que es impuesta a todos en el mundo moderno, y que, en el fondo, no es otra cosa que vulgarización, y quizá la peor de todas en un sentido, pues ofrece a la mentalidad de quienes la reciben una impronta "cientifista" de la cual muy pocos son capaces de deshacerse después, y que el trabajo de los vulgarizadores propiamente dicho no hace apenas sino mantener y aún reforzar, lo cual atenúa en cierta medida su responsabilidad.

 

Hay actualmente una especie distinta de vulgarización que, a pesar de no alcanzar más que a un público muy restringido, nos parece presentar peligros más graves, aunque no sea sino por las confusiones que amenaza provocar voluntaria o involuntariamente, y que apunta a lo que, por su naturaleza, debería estar lo más completamente posible al abrigo de semejantes tentativas, es decir, a las doctrinas tradicionales y más particularmente a las doctrinas orientales. A decir verdad, los ocultistas y los teosofistas ya habían emprendido algo de este género, pero no habían llegado sino a producir groseras imitaciones; esto de lo que se trata ahora reviste apariencias más serias, diríamos incluso más "respetables", que pueden imponerse a mucha gente que no habría sido seducida por deformaciones demasiado visiblemente caricaturescas. Hay por otra parte, entre los vulgarizadores, una distinción que hacer en lo que concierne a sus intenciones, si no a los resultados en los cuales desembocan; naturalmente, todos desean igualmente difundir lo máximo posible las ideas que exponen, pero pueden ser planteadas por motivos muy diferentes. Por un lado, están los propagandistas cuya sinceridad no es ciertamente dudosa, pero cuya actitud misma prueba que su comprensión doctrinal no podría llegar muy lejos; además, incluso dentro de los límites de lo que comprenden, las necesidades de la propaganda les inducen forzosamente a acomodarse siempre a la mentalidad de aquellos a quienes se dirigen, lo que, especialmente cuando se trata de un público occidental "medio", no puede hacerse sino en detrimento de la verdad; y lo más curioso es que la necesidad de ello es tal que sería completamente injusto acusarles de alterar voluntariamente esta verdad. Por otro lado, hay quienes, en el fondo, no se interesan sino muy mediocremente en las doctrinas, pero que, habiendo comprobado el éxito que tienen estas cosas en un medio bastante extenso, encuentran bueno aprovecharse de esta "moda" y han realizado una verdadera maniobra comercial; éstos son por otra parte mucho más "eclécticos" que los primeros, y difunden indistintamente todo lo que les parece propio para satisfacer los gustos de cierta "clientela", lo que evidentemente es su principal preocupación, incluso cuando creen deber hacer alarde de algunas pretensiones a la "espiritualidad". Por supuesto, no queremos citar ningún nombre, pero pensamos que muchos de nuestros lectores podrán fácilmente encontrar por sí mismos algunos ejemplos de uno y otro caso; y no hablamos de simples charlatanes, como se encuentran sobre todo entre los pseudo-esoteristas, que engañan a sabiendas al público presentándole sus propias invenciones bajo la etiqueta de doctrinas de las cuales ignoran casi todo, contribuyendo así a aumentar aún más la confusión en el espíritu de ese desgraciado público.

 

Lo que hay de más molesto en todo esto, aparte de las ideas falsas o "simplistas" que son difundidas así acerca de las doctrinas tradicionales, es que mucha gente no sabe siquiera hacer la distinción entre la obra de los vulgarizadores de toda especie y una exposición hecha por el contrario fuera de toda preocupación por agradar al público o por ponerse a su altura; colocan todo sobre el mismo plano, y llegan incluso a atribuir las mismas intenciones a todo, incluido lo que está en realidad más alejado de ello. Hasta aquí, nos hemos ocupado de la necedad pura y simple, y a veces también de la mala fe, o más probablemente de una mezcla de ambas; en efecto, por tomar un ejemplo que nos concierne directamente, después de que hemos explicado claramente, cada vez que la ocasión se ha presentado, cómo y por qué razones somos resueltamente opuestos a toda propaganda, así como a toda vulgarización, puesto que hemos protestado numerosas veces contra las afirmaciones de algunos que, a pesar de ello, no dejaban de pretender atribuirnos estas intenciones propagandísticas, cuando vemos a estas mismas gentes o a otras que se les parecen repetir indefinidamente la misma calumnia, ¿cómo sería posible admitir que actúen realmente de buena fe? Si al menos, incluso a falta de toda comprehensión, poseyeran un mínimo de espíritu lógico, les pediríamos que nos explicaran qué interés podríamos tener en pretender convencer a alguien de la verdad de tal o cual idea, y estamos seguros de que jamás podrían dar a esta cuestión la menor respuesta un poco plausible. En efecto, entre los propagandistas y los vulgarizadores, unos son tales por el efecto de un sentimentalismo fuera de lugar, y los otros porque encuentran un provecho material; ahora bien, es evidente, incluso por la forma en la cual exponemos las doctrinas, que ninguno de estos motivos nos concierne siquiera mínimamente, y que, por otra parte, suponiendo que nos hubiéramos propuesto hacer una propaganda cualquiera, habríamos entonces adoptado necesariamente una actitud totalmente opuesta a la de la rigurosa intransigencia doctrinal que ha sido constantemente la nuestra. No deseamos insistir más, pero, comprobando desde diversos sectores, durante algún tiempo, una extraña recrudescencia de los ataques más injustos e injustificados, nos ha parecido necesario, aún a riesgo de atraer sobre nosotros el reproche de repetirnos demasiado, situar una vez más las cosas en su justo lugar.

 

NOTAS:

 

(1). En la tradición islámica, es en tolerar la necedad y la ignorancia humanas en lo que consiste haqiqatus-zakâh, la "verdad" de la limosna, es decir, su aspecto interior y más real (haqiqah se opone aquí a muzâherah, que es solamente su manifestación exterior, o el cumplimiento del precepto tomado en sentido estrictamente literal); esto deriva naturalmente de la virtud de "paciencia" (eç-çabr), a la cual está unida una importancia muy particular, como lo prueba el hecho de que es mencionada 72 veces en el Corán.

 

 

Publicado en "Etudes Traditionnelles", octubre-noviembre de 1949.

 

 

 

Capítulo II: METAFÍSICA Y DIALÉCTICA

 

Hemos tenido últimamente conocimiento de un artículo que nos ha parecido digno de retener un poco nuestra atención, puesto que ciertos errores aparecen tanto más claramente cuanto que la incomprensión es llevada más lejos (1). Ciertamente, es lícito sonreír al leer que aquellos que tienen "alguna experiencia del conocimiento metafísico" (entre los cuales manifiestamente se incluye el autor, mientras que nos la niega con una notable audacia, como si le fuera posible saber lo que ésta es) no encontrarán en nuestra obra sino "distinciones conceptuales singularmente precisas", pero "de orden puramente dialéctico", y "representaciones que pueden ser preliminarmente útiles, pero que, desde el punto de vista práctico y metodológico, no hacen avanzar ni un solo paso más allá del mundo de las palabras hacia lo universal". Sin embargo, nuestros contemporáneos están de tal modo acostumbrados a detenerse en las apariencias exteriores que es muy de temer que muchos de ellos cometan semejantes errores: cuando se comprueba que efectivamente los cometen incluso en lo que concierne a autoridades tradicionales tales como Shankarâchârya por ejemplo, no habría seguramente lugar para asombrarse de que, con más razón, hagan lo mismo con respecto a nosotros, tomando así la "corteza" por el "núcleo". Sea como fuere, nos gustaría saber cómo la expresión de una verdad de cualquier orden podría ser realizada de otro modo que a través de palabras (salvo en el caso de figuraciones puramente simbólicas que no se plantea aquí) y bajo la forma "dialéctica", es decir, en suma, discursiva, que imponen las propias necesidades de todo lenguaje humano, y también cómo una exposición verbal cualquiera, escrita o incluso oral, podría, con vistas a lo que se trata, ser algo más que "preliminarmente útil"; nos parece no obstante haber insistido suficientemente sobre el carácter esencialmente preparatorio de todo conocimiento teórico, que es evidentemente el único que puede ser alcanzado por el estudio de una tal exposición, lo cual no quiere decir en absoluto que, a este titulo y en sus límites, ésta no sea rigurosamente indispensable para todos aquellos que quieran después ir más lejos. Añadamos a continuación, para descartar todo equívoco, que, contrariamente a lo que se dice a propósito de un pasaje de nuestros Aperçus sur l'Initiation, jamás hemos pretendido expresar nada acerca de "nuestra experiencia interior", que a nadie importa ni puede interesar, ni tampoco de la "experiencia interior" de cualquiera, siendo esto siempre estrictamente incomunicable por su propia naturaleza.

 

El autor no parece apenas comprender, en el fondo, qué sentido tiene para nosotros el término mismo de "metafísica", y aún menos cómo entendemos la "intelectualidad pura", a la cual él parece incluso querer negar todo carácter "trascendente", lo cual lleva implícita la confusión vulgar entre el intelecto y la razón, y no deja de tener relación con el error cometido en lo concerniente al papel de la "dialéctica" en nuestros escritos (y podríamos decir también en todo escrito que se refiera al mismo dominio).

Éste se advierte cuando afirma que el "sentido último de nuestra obra", de la cual habla con una seguridad que su comprensión apenas justifica, reside en "una transparencia mental no reconocida como tal, y con límites todavía humanos, que se ve funcionar cuando nosotros tomamos esta transparencia por la iniciación efectiva". Ante semejantes afirmaciones, debemos decir una vez más, tan claramente como sea posible, que no hay absolutamente ninguna diferencia entre el conocimiento intelectual puro y trascendente (que como tal no tiene, al contrario que el conocimiento racional, nada de "mental" ni de "humano"), o el conocimiento metafísico efectivo (y no simplemente teórico), y la realización iniciática, no más por otra parte que entre la intelectualidad pura y la verdadera espiritualidad.

 

Se explica entonces por qué motivo el autor ha creído deber hablar, incluso con insistencia, sobre nuestro "pensamiento", es decir, sobre algo que con todo rigor debería ser tenido por inexistente, o al menos no contar para nada cuando se trata de nuestra obra, puesto que no es de ello de lo que hemos tratado en ésta, que es exclusivamente una exposición de datos tradicionales en la cual sólo la expresión es nuestra; además, estos mismos datos no son en modo alguno el producto de un "pensamiento" cualquiera, en razón de su carácter tradicional, que implica esencialmente un origen supra-individual y "no-humano". Donde su error a este respecto aparece quizá más claramente es cuando pretende que hemos "alcanzado mentalmente" la idea del Infinito, lo que es por lo demás una imposibilidad; a decir verdad, no la hemos "alcanzado" ni mentalmente ni de ninguna otra manera, pues esta idea (y aún esta palabra no puede ser empleada en semejante caso sino a condición de vaciarla de la acepción únicamente "psicológica" que le han dado los modernos) no puede ser realmente entendida sino de una forma directa por una intuición inmediata que pertenece, digámoslo de nuevo, al dominio de la intelectualidad pura; todo lo demás no son sino medios destinados a preparar esta intuición en quienes son capaces de ello, y debe quedar claro que, en tanto que no hagan sino "pensar" a través de estos medios, no habrán obtenido aún ningún resultado efectivo, al igual que aquel que razona o reflexiona acerca de lo que se ha convenido en llamar comúnmente las "pruebas de la existencia de Dios" no ha llegado a un conocimiento efectivo de la Divinidad. Lo que es preciso que se comprenda es que los "conceptos" en sí mismos, y sobre todo las "abstracciones", no nos interesan en absoluto (y, cuando decimos "nos", es evidente que esto se aplica también a todos aquellos que, como nosotros, pretenden situarse en un punto de vista estricta e integralmente tradicional), y que dejamos con gusto todas estas elaboraciones mentales a los filósofos y otros "pensadores" (2). Sólo que, cuando uno se encuentra obligado a exponer cosas que son en realidad de un orden totalmente distinto, y sobre todo en una lengua occidental, no vemos verdaderamente cómo se podría dispensar del empleo de palabras cuya mayor parte, en su uso corriente, no expresa de hecho sino simples conceptos, puesto que no se tienen otros a disposición (3); si algunos son incapaces de comprender la transposición que debe efectuarse en semejante caso para penetrar el "sentido último", nosotros no podemos hacer lamentablemente nada. En cuanto a querer descubrir en nuestra obra las señales del "limite de nuestro propio conocimiento", no vale la pena siquiera que nos detengamos en ello, pues, además de que no es de "nosotros" de lo que se trata, siendo nuestra exposición rigurosamente impersonal por cuanto que se refiere enteramente a verdades de orden tradicional (y, si no siempre hemos logrado hacer perfectamente evidente este carácter, ello no podría ser imputado sino a las dificultades de la expresión) (4), esto nos recuerda mucho el caso de quienes se imaginan que no se conoce o no se comprende todo aquello de lo uno se abstiene voluntariamente de hablar.

 

En cuanto a la "dialéctica esoterista", esta expresión no puede tener un sentido aceptable más que si se entiende por ello una dialéctica puesta al servicio del esoterismo, como medio exterior empleado para comunicar lo que es susceptible de ser expresado verbalmente, y siempre con la reserva de que tal expresión es forzosamente inadecuada, sobre todo en el orden metafísico puro, al estar formulada en términos "humanos". La dialéctica no es en suma nada más que la puesta en marcha o la aplicación práctica de la lógica (5); ahora bien, es evidente que, desde el momento en que se quiere decir algo, no se puede hacer de otra manera que conformándose a las leyes de la lógica, lo que ciertamente no quiere decir que se crea que, en sí mismas, las verdades que se expresan estén bajo la dependencia de estas leyes, al igual que el hecho de que un dibujante esté obligado a trazar la imagen de un objeto de tres dimensiones sobre una superficie que no tiene sino dos no prueba que ignore la existencia de la tercera. La lógica domina realmente todo lo que no es sino resultado de la razón, y, como su nombre indica, éste es su dominio propio; pero, por el contrario, todo lo que es de orden supraindividual, luego supra-racional, escapa evidentemente por ello a este dominio, y lo superior no podría ser sometido a lo inferior; con respecto a las verdades de este orden, la lógica no puede pues intervenir sino de una manera totalmente accidental, y en tanto que su expresión en modo discursivo, o "dialéctico" si se quiere, constituye una especie de "descenso" en el nivel individual, a falta de lo cual estas verdades permanecerían totalmente incomunicables (6).

Por una singular inconsecuencia, el autor, al mismo tiempo que nos reprocha, por otra parte por pura y simple incomprensión, detenernos en la "mente" sin darnos cuenta, parece estar particularmente molesto por el hecho de que hayamos hablado de "renuncia a la mente". Lo que dice a este respecto es muy confuso, pero, en el fondo, parece que se niegue a considerar que los límites de la individualidad puedan ser superados, y que, en el hecho de la realización, todo se limita para él a una especie de "exaltación" de ésta, si se permite la expresión, puesto que pretende que "el individuo, por sí mismo, tiende a reencontrar la fuente original", lo cual es precisamente una imposibilidad para el individuo como tal, pues evidentemente no puede superarse a sí mismo por sus propios medios, y, si esta "fuente original" fuera de orden individual, sería algo todavía muy relativo. Si el ser que es un individuo humano en un determinado estado de manifestación no fuera verdaderamente sino esto, no habría para él ningún medio de escapar de las condiciones de ese estado, y, en tanto que efectivamente no ha escapado, es decir, en tanto que no es aún sino un individuo según las apariencias (y no debe olvidarse que, para su conciencia actual, estas apariencias se confunden entonces con la propia realidad, puesto que son todo lo que puede alcanzar), todo lo que es necesario para permitirle superarlas no puede presentarse para él sino como algo "exterior" (7); todavía no ha llegado al estadio donde una distinción como la existente entre lo "interior" y lo "exterior" deja de ser válida. Toda concepción que tienda a negar estas verdades indudables no puede ser nada más que una manifestación del individualismo moderno, sean cuales sean las ilusiones que puedan hacerse a este respecto aquellos que las admiten (8); y, en el caso del que nos ocupamos actualmente, las conclusiones a las cuales se llega finalmente, y que equivalen de hecho a una negación de la tradición y de la iniciación, bajo el pretexto de rechazar todo recurso a medios "exteriores" de realización, no demuestran sino muy completamente que esto es así.

Son estas conclusiones lo que nos queda aún por examinar ahora, y hay un pasaje al menos que debemos citar íntegramente: "En la constitución interior del hombre moderno, existe una fractura que le hace aparecer la tradición como un corpus doctrinal y ritual exterior, y no como una corriente de vida supra-humana en la cual le es dado sumergirse para revivir; en el hombre moderno vive el error que separa la trascendencia del mundo de los sentidos, de manera que percibe a éste como privado de lo Divino; por consiguiente, la reunión, la reintegración, no puede llegar por medio de una forma de iniciación que precede a la época en la cual tal error se ha convertido en un hecho consumado". Somos completamente del parecer, también, de que éste es en efecto uno de los errores más graves, y también de que este error, que constituye propiamente el punto de vista profano, es de tal manera característico del espíritu moderno que es verdaderamente inseparable de él, si bien, para aquellos que están dominados por este espíritu, no hay ninguna esperanza de liberarse del mismo; es evidente que el error de que se trata es, desde el punto de vista iniciático, una "descualificación" insuperable, y ésta es la razón de que el "hombre moderno" no sea realmente apto para recibir una iniciación, o al menos para alcanzar la iniciación efectiva; pero debemos añadir que hay no obstante excepciones, y ello porque, a pesar de todo, existen aún actualmente, incluso en Occidente, hombres que, por su "constitución interior", no son "hombres modernos", que son capaces de comprender lo que es esencialmente la tradición, y que no aceptan considerar el error profano como un "hecho consumado"; es a éstos a quienes siempre hemos pretendido dirigimos exclusivamente. Pero esto no es todo, y el autor cae después en una curiosa contradicción, pues parece querer presentar como un "progreso" lo que en principio había reconocido como un error; citemos de nuevo sus propias palabras: "Hipnotizar a los hombres con el espejismo de la tradición y de la organización ortodoxa para transmitir la iniciación significa paralizar esa posibilidad de liberación y de conquista de la libertad que, para el hombre actual, radica propiamente en el hecho de que ha alcanzado el último escalón del conocimiento, que se ha hecho consciente hasta el punto de que los Dioses, los oráculos, los mitos, las transmisiones iniciáticas, no actúan". He aquí con seguridad una extraña ignorancia de la situación real; jamás el hombre ha estado más lejos que actualmente del "último escalón del conocimiento", a menos que se quiera entender en sentido descendente, y, si en efecto ha llegado a un punto en que todo lo que acaba de ser enumerado no actúa ya sobre él, no es porque haya subido más alto, sino por el contrario porque ha caído por debajo, como por lo demás lo demuestra el hecho de que, al revés, sus múltiples falsificaciones más o menos groseras actúen muy bien para acabar de desequilibrarlo. Se habla mucho de "autonomía", de "conquista de la libertad", y así sucesivamente, entendiéndolo siempre en un sentido puramente individualista, pero se olvida o más bien se ignora que la verdadera liberación no es posible sino por el franqueamiento de los límites inherentes a la condición individual; no se quiere oír hablar de transmisión iniciática regular ni de organizaciones tradicionales ortodoxas, pero, ¿qué se pensaría del caso, absolutamente comparable a éste, de un hombre que, estando a punto de ahogarse, rechazara la ayuda que le ofrece un salvador porque éste es "exterior" a él? Se quiera o no, la verdad, que no tiene nada que ver con una "dialéctica" cualquiera, es que, fuera de la vinculación a una organización tradicional, no hay iniciación, y, sin iniciación previa, ninguna realización metafísica es posible; esto no son "milagros" o ilusiones "ideales", ni "vanas especulaciones del pensamiento", sino realidades completamente positivas. Sin duda, nuestro oponente dirá aún que todo lo que escribimos no escapa del "mundo de las palabras"; esto es por otra parte muy evidente, por la fuerza de las cosas, y se puede decir otro tanto de lo que escribe él mismo, pero hay una diferencia esencial: es que, por persuadido que pueda estar de lo contrario, sus palabras, para quien comprende su "sentido último", no traducen nada más que la actitud mental de un profano; y le rogamos que no crea que esto es una injuria por nuestra parte, ya que se trata más bien de la expresión "técnica" de un estado de hecho puro y simple.

 

 

 

 

NOTAS:

 

(1). Massimo Scaligero, Esoterismo moderno: L'opera e il pensiero di René Guénon, en el primer número de la nueva publicación italiana Imperium (mayo de 1.950). -La propia expresión de "esoterismo moderno" es ya muy significativa, primero porque constituye una contradicción en los términos, y después porque no hay evidentemente nada de "moderno" en nuestra obra, que es por el contrario, bajo todos los aspectos, exactamente lo opuesto al espíritu moderno.

 

(2). Para nosotros, el tipo mismo de "pensador" en el sentido propio de la palabra es Descartes; quien no es nada más no puede en efecto terminar sino en el "racionalismo", puesto que es incapaz de superar el ejercicio de las facultades puramente individuales y humanas, y en consecuencia ignora necesariamente todo lo que éstas no permiten alcanzar, lo que significa que no puede ser sino "agnóstico" con respecto a todo lo que pertenece al dominio metafísico y trascendente.

 

(3). Es preciso solamente hacer una excepción para las palabras que han pertenecido en un principio a una terminología tradicional, y a las cuales basta naturalmente con restituir su sentido original.

 

(4). Digamos a propósito de esto que siempre hemos lamentado que las costumbres de la época actual no nos hayan permitido hacer aparecer nuestras obras bajo el manto del más estricto anonimato, lo que hubiera al menos evitado a algunos escribir tantas tonterías, y a nosotros mismos el frecuente trabajo de hacerlas notar y de rectificarlas.

 

(5). Está claro que tomamos la palabra "dialéctica" en su sentido original, el que tenía por ejemplo para Platón y Aristóteles, sin preocuparnos en modo alguno de las acepciones especiales que a menudo se le han dado actualmente, y que derivan todas más o menos directamente de la filosofía de Hegel.

 

(6). No insistiremos en el reproche que se nos dirige de hablar "como si la trascendencia y la supuesta realidad exterior estuvieran separadas una de otra": si el autor conociera especialmente lo que hemos dicho acerca de la "realización descendente", o si lo hubiera comprendido, con seguridad habría evitado hacerlo; ello no impide por otra parte que esta separación exista realmente "en su orden", que es el de la existencia contingente, y que no desaparezca por completo sino para aquel que ha pasado más allá de esta existencia y que ha franqueado definitivamente sus condiciones limitativas; se piense lo que se piense, es necesario siempre saber situar cada cosa en su lugar y en su grado de realidad, y estas no son ciertamente distinciones "de orden puramente dialéctico".

 

(7). Apenas creemos útil recordar aquí que la iniciación toma naturalmente al ser tal como es en su estado actual para ofrecerle los medios de superarlo; es la razón de que estos medios aparezcan en un principio como "exteriores".

 

8). Hay actualmente personas que se creen sinceramente "antimodernas", y que sin embargo no dejan de estar profundamente afectados por la influencia del espíritu moderno; éste no es por otra parte sino uno de los innumerables ejemplos de la confusión que reina en todas partes en nuestra época.

 

Publicado en "Etudes Traditionnelles", julio-agosto 1950.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Capítulo III: LA ENFERMEDAD DE LA ANGUSTIA

 

Está de moda hoy en día, en ciertos medios, hablar de "inquietud metafísica", e incluso de "angustia metafísica"; estas expresiones, evidentemente absurdas, son aún de aquellas que traducen el desorden mental de nuestra época, pero, como siempre en semejante caso, puede haber cierto interés en precisar lo que se esconde bajo estos errores y lo que implican exactamente tales abusos del lenguaje. Está claro que quienes hablan así no tienen la menor noción de lo que verdaderamente es la metafísica; pero puede preguntarse por qué quieren transportar, a la idea que se forman de ese dominio desconocido para ellos, estos términos de inquietud y de angustia más bien que no importa qué otros que no estarían ni más ni menos desplazados. Sin duda es necesario ver la primera razón, o la más inmediata, en el hecho de que estas palabras representan sentimientos que son particularmente característicos de la época actual; el predominio que han adquirido es por otra parte muy comprensible, y podría incluso ser considerado como legítimo en cierto sentido si se limitara al orden de las contingencias, pues no está manifiestamente sino muy justificado por el estado de desequilibrio y de inestabilidad de todo, que va sin cesar agravándose, y que sin duda no está hecho para dar una impresión de seguridad a quienes viven en un mundo tan confuso. Si hay en estos sentimientos algo de enfermizo, es que el estado por el cual son causados y mantenidos es él mismo anormal y desordenado; pero todo esto, que no es en suma sino una simple explicación de hecho, no da suficientemente cuenta de la intrusión de estos mismos sentimientos en el orden intelectual, o al menos en lo que pretende tener su lugar entre nuestros contemporáneos; esta intrusión demuestra que el mal es más profundo en realidad, y que debe haber aquí algo que se relaciona con todo el conjunto de la desviación mental del mundo moderno.

 

A este respecto, se puede señalar en principio que la inquietud perpetua de los modernos no es sino una de las formas de esa necesidad de agitación que a menudo hemos denunciado, necesidad que, en el orden mental, se traduce en el gusto por la búsqueda en sí misma, es decir, por una búsqueda que, en lugar de encontrar su término en el conocimiento, como normalmente debería, se prosigue indefinidamente y no conduce verdaderamente a nada, y que es por otra parte emprendida sin ninguna intención de llegar a una verdad en la cual tantos de nuestros contemporáneos ni siquiera creen. Entendemos que cierta inquietud puede tener su lugar legítimo en el punto de partida de toda búsqueda, como móvil que incita a esta misma búsqueda, pues es evidente que, si el hombre se encontrara satisfecho de su estado de ignorancia, permanecería indefinidamente en él y no pretendería en modo alguno escapar; sería mejor entonces dar a esta especie de inquietud mental otro nombre: no es otra cosa, en realidad, que esa "curiosidad" que, según Aristóteles, es el comienzo de la ciencia, y que, por supuesto, no tiene nada en común con las necesidades puramente prácticas a las cuales los "empiristas" y los "pragmatistas" querrían atribuir el origen de todo conocimiento humano; pero, en todo caso, llámese inquietud o curiosidad, es algo que no podría tener ninguna razón de ser ni subsistir en modo alguno cuando la búsqueda ha alcanzado su objetivo, es decir, en el momento en que es alcanzado el conocimiento, se trate por otra parte del orden de conocimiento que sea; con mayor razón debe necesariamente desaparecer, de una manera completa y definitiva, cuando se trata del conocimiento por excelencia, que es el del dominio metafísico. Se podría ver entonces, en la idea de una inquietud sin fin, y en consecuencia que no sirve para sacar al hombre de su ignorancia, la marca de una especie de "agnosticismo", que puede ser más o menos inconsciente en muchos casos, pero que no es por ello menos real: hablar de "inquietud metafísica" equivale en el fondo, se quiera o no, sea a negar el conocimiento metafísico mismo, sea al menos a declarar su impotencia para obtenerlo, en lo que prácticamente no hay mucha diferencia; y, cuando este "agnosticismo" es verdaderamente inconsciente, va acompañado de ordinario por una ilusión que consiste en tomar por metafísica lo que no lo es en absoluto, y que no es siquiera en grado alguno un conocimiento válido, aunque sea en un orden relativo; queremos hablar con ello de la "pseudo-metafísica" de los filósofos modernos, que es efectivamente incapaz de disipar la menor inquietud, ya que no es un verdadero conocimiento, y no puede, por el contrario, sino acrecentar el desorden intelectual y la confusión de ideas en aquellos que la toman en serio, y tornar su ignorancia tanto más incurable; en esto como en todo otro punto de vista, el falso conocimiento es ciertamente peor que la pura y simple ignorancia natural.

 

Algunos, como hemos dicho, no se limitan a hablar de "inquietud", sino que llegan incluso a hablar de "angustia", lo que es aún más grave, y expresa una actitud quizá más claramente antimetafísica si es posible; ambos sentimientos están además relativamente conectados, pues los dos tienen su raíz común en la ignorancia. La angustia, en efecto, no es sino una forma extrema y por así decir "crónica" del miedo; ahora bien, el hombre es naturalmente llevado a sufrir el miedo ante lo que no conoce o no comprende, y este miedo se convierte en un obstáculo que le impide vencer su ignorancia, pues le obliga a huir del objeto en presencia del cual lo comprueba y al cual atribuye su causa, cuando en realidad esta causa no está sin embargo más que en sí mismo; esta reacción negativa no es sino muy a menudo seguida de un verdadero odio con respecto a lo desconocido, sobre todo si el hombre tiene más o menos confusamente la impresión de que este desconocido es algo que supera sus actuales posibilidades de comprensión. Si, no obstante, la ignorancia puede ser disipada, el miedo se desvanecerá por sí mismo, como en el ejemplo bien conocido de la cuerda tomada por una serpiente; el miedo, y en consecuencia la angustia que no es sino un caso particular de éste, es entonces incompatible con el conocimiento, y, si llega a un grado tal que sea verdaderamente invencible, el conocimiento se habrá vuelto imposible, incluso en ausencia de todo otro impedimento inherente a la naturaleza del individuo; se podría entonces hablar en este sentido de una "angustia metafísica", desempeñando en cierto modo el papel de un verdadero "guardián del umbral", según la expresión de los hermetistas, y prohibiendo al hombre el acceso al dominio del conocimiento metafísico.

 

Es preciso aún explicar más completamente cómo el miedo deriva de la ignorancia, tanto más cuanto que hemos tenido recientemente la ocasión de comprobar un error bastante sorprendente: hemos visto el origen del miedo atribuido a un sentimiento de soledad, y ello en una exposición basada en la doctrina vedántica, cuando ésta enseña por el contrario expresamente que el miedo es debido al sentimiento de una dualidad; y, en efecto, si un ser estuviera realmente solo, ¿de qué podría tener miedo? Se dirá quizás que puede tener miedo de algo que se encuentra en sí mismo; pero esto mismo implica que hay en él, en su condición actual, elementos que escapan a su propia comprensión, y en consecuencia una multiplicidad no unificada; el hecho de que esté o no aislado no cambia por otra parte nada y no interviene en modo alguno en semejante caso. Por otro lado, no se puede invocar validamente, en favor de esta explicación por la soledad, el miedo instintivo sufrido en la oscuridad por mucha gente, y especialmente por los niños; este miedo es debido en realidad a la idea de que puede haber en la oscuridad algo que no se ve, luego algo que no se conoce, y que es temible por esta misma razón; si por el contrario la oscuridad fuera considerada como vacía de toda presencia desconocida, el miedo no tendría objeto y no se produciría. Lo cierto es que el ser que padece miedo busca la soledad, pero precisamente para substraerse a él; toma una actitud negativa y se "retracta" como para evitar todo contacto posible con lo que teme, y de ahí proviene sin duda la sensación de frío y los demás síntomas fisiológicos que acompañan habitualmente al miedo; pero esta especie de defensa irreflexiva es por otra parte ineficaz pues es evidente que, haga lo que haga un ser, no puede aislarse realmente del medio en el cual está situado por sus propias condiciones de existencia contingente, y, en tanto se considere como rodeado por un "mundo exterior", le es imposible colocarse enteramente al abrigo del alcance de éste. El miedo no puede estar causado sino por la existencia de otros seres, que, en tanto que son otros, constituyen ese "mundo exterior", o de elementos que, aunque incorporados al propio ser, no son menos extraños y "exteriores" a su conciencia actual; pero el "otro" como tal no existe sino por un efecto de la ignorancia, puesto que todo conocimiento implica esencialmente una identificación; se puede decir entonces que cuanto más un ser conoce, menos existe para él lo "otro" y lo "exterior", y, en la misma medida, la posibilidad del miedo, posibilidad por otra parte totalmente negativa, es abolida por él; y finalmente, el estado de "soledad" absoluta (kaivalya), que está más allá de toda contingencia, es un estado de pura impasibilidad. Señalemos de pasada, a propósito de esto, que la "ataraxia" estoica no representa sino una concepción deformada de tal estado, pues pretende aplicarse a un ser que en realidad está todavía sometido a las contingencias, lo cual es contradictorio; esforzarse en tratar las cosas exteriores como indiferentes, tanto como se pueda en la condición individual, puede constituir una especie de ejercicio preparatorio con miras a la "liberación", pero nada más, pues, para el ser que está verdaderamente "liberado", no hay nada exterior; tal ejercicio podría en suma ser considerado como un equivalente de lo que, en las "pruebas" iniciáticas, expresa bajo una u otra forma la necesidad de superar en principio el miedo para alcanzar el conocimiento, que por consiguiente tornará a este miedo imposible, puesto que no habrá nada entonces por lo que el ser pueda ser afectado; y es evidente que es preciso guardarse de confundir los preliminares de la iniciación con su resultado final.

 

Otra indicación que, aunque accesoria, no deja de tener interés, es que la sensación de frío y los síntomas exteriores a los cuales hemos aludido hace un momento se producen también, incluso sin que el ser que los experimenta tenga conscientemente miedo propiamente hablando, en los casos en que se manifiestan influencias psíquicas del orden más inferior, como por ejemplo en las sesiones espiritistas y en los fenómenos de "obsesión"; aún aquí se trata de la misma defensa subconsciente y casi "orgánica", en presencia de algo hostil y al mismo tiempo desconocido, al menos para el hombre ordinario que no conoce efectivamente sino lo que es susceptible de caer bajo los sentidos, es decir, las cosas del dominio corporal. Los "terrores pánicos", que se producen sin ninguna causa aparente, son debidos también a la presencia de ciertas influencias que no pertenecen al orden sensible; éstos son por otra parte a menudo colectivos, lo cual todavía se opone a la explicación del miedo por el aislamiento; y no se trata necesariamente, en este caso, de influencias hostiles o de orden inferior, pues incluso puede ocurrir que una influencia espiritual provoque un terror de esta especie en los "profanos" que vagamente la perciben sin conocer su naturaleza; el examen de estos hechos, que no tienen en suma nada anormal, a pesar de lo que pueda pensar la opinión común, no hace sino confirmar que el miedo es realmente causado por la ignorancia, y ésta es la razón de que hayamos creído oportuno señalarlo de pasada.

 

Volviendo al punto esencial, podemos decir ahora que quienes hablan de "angustia metafísica" demuestran con ello, en principio, su ignorancia total de la metafísica; además, su propia actitud hace a esta ignorancia invencible, tanto más cuanto que la angustia no es un simple sentimiento pasajero de miedo, sino un miedo transformado en cierto modo en permanente, instalado en el propio "psiquismo" del ser, y ésta es la razón de que se la pueda considerar como una verdadera "enfermedad"; en tanto que no pueda ser superada, constituye propiamente, como otros graves defectos de orden psíquico, una "descualificación" con respecto al conocimiento metafísico.

 

Por otra parte, el conocimiento es el único remedio definitivo contra la angustia, así como contra el miedo bajo todas sus formas y contra la simple inquietud, puesto que estos sentimientos no son sino consecuencias o productos de la ignorancia, y por consiguiente el conocimiento, desde el momento en que es alcanzado, los destruye enteramente en su propia raíz y los torna desde entonces imposibles, mientras que, sin él, incluso aunque sean descartados momentáneamente, pueden siempre reaparecer a merced de las circunstancias. Si se trata del conocimiento por excelencia, este efecto repercutirá necesariamente en todos los dominios inferiores, y así estos mismos sentimientos desaparecerán también con respecto a las cosas más contingentes; ¿cómo, en efecto, podrían afectar a aquel que, viéndolo todo en su principio, sabe que, sean cuales sean las apariencias, no son en definitiva sino elementos del orden total? Ocurre con esto como con todos los males que sufre el mundo moderno: el verdadero remedio no puede venir sino de lo alto, es decir, de una restauración de la pura intelectualidad; en tanto se pretenda remediar por lo bajo, limitándose a oponer contingencias a otras contingencias, todo lo que se logrará será vano e ineficaz; pero, ¿quién podrá comprenderlo mientras esté aún a tiempo?

 

 

Publicado en "Etudes Traditionnelles", abril de 1940.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Capítulo IV: LA COSTUMBRE CONTRA LA TRADICION

 

 

Hemos denunciado en diversas ocasiones la extraña confusión que casi constantemente cometen los modernos entre tradición y costumbre; nuestros contemporáneos, en efecto, ofrecen de buen grado el nombre de "tradición" a todo tipo de cosas que en realidad no son sino simples costumbres, a menudo totalmente insignificantes, y a veces de invención muy reciente: así, es suficiente que no importa quién haya instituido una fiesta profana cualquiera para que ésta, después de algunos años, sea calificada de "tradicional". Este abuso del lenguaje es debido evidentemente a la ignorancia de los modernos con respecto a todo lo que es tradición en el verdadero sentido de la palabra; pero puede también discernirse aquí una manifestación de ese espíritu de "falsificación" al cual ya hemos aludido en tantos otros casos: allí donde no hay tradición, se pretende, consciente o inconscientemente, sustituirla por una especie de parodia, a fin de llenar, por así decir, desde el punto de vista de las apariencias exteriores, el vacío dejado por esta ausencia de la tradición; no es suficiente con decir que la costumbre es completamente diferente de la tradición, pues la verdad es que le es incluso claramente contraria, y sirve en más de una forma a la difusión y al mantenimiento del espíritu antitradicional.

 

Lo que ante todo es preciso comprender es esto: todo lo que es de orden tradicional implica esencialmente un elemento "supra-humano"; la costumbre, por el contrario, es algo puramente humano, sea por degeneración, sea desde su origen mismo. En efecto, es necesario distinguir aquí dos casos: en el primero, se trata de cosas que han podido tener en otro tiempo un sentido profundo, a veces incluso un carácter propiamente ritual, pero que lo han perdido completamente debido a que han dejado de estar integradas en un conjunto tradicional, de manera que no son más que "letra muerta" y "superstición" en el sentido etimológico; no comprendiendo ya nadie su razón, son por lo demás, debido a ello, particularmente aptas para deformarse y mezclarse con elementos extraños, que no provienen sino de la fantasía individual o colectiva. Este caso es, muy generalmente, el de las costumbres a las cuales es imposible asignar un origen definido; lo menos que se puede decir es que dan prueba de la pérdida del espíritu tradicional, y en esto pueden parecer más graves como síntoma que por los inconvenientes que presentan en sí mismas. Sin embargo, no deja de haber aquí un doble peligro: por un lado, los hombres llegan a realizar acciones por simple hábito, es decir, de una manera totalmente irreflexiva y sin razón válida, resultado tanto más lamentable cuanto que esta actitud "pasiva" les predispone a recibir toda clase de "sugestiones" sin reaccionar ante ellas; por otro, los adversarios de la tradición, asimilando ésta a esas acciones mecánicas, no dejan de aprovecharse para ponerla en ridículo, de modo que esta confusión, que en algunos no siempre es involuntaria, es utilizada para obstaculizar toda posibilidad de restauración del espíritu tradicional.

El segundo caso es aquel por el cual se puede hablar propiamente de "falsificación": las costumbres que aquí entran en cuestión son aún, a pesar de todo, vestigios de algo que ha tenido en un principio un carácter tradicional, y, por este motivo, pueden no parecer aún suficientemente profanas; se tratará entonces, en un estadio posterior, de reemplazarlas tanto como sea posible por otras costumbres, éstas enteramente inventadas, y que serán aceptadas tanto más fácilmente cuanto que los hombres ya están acostumbrados a hacer cosas desprovistas de sentido; es ahí donde interviene la "sugestión" a la cual hemos aludido hace un instante. Cuando un pueblo ha sido apartado del cumplimiento de los ritos tradicionales, es aún posible que sienta lo que le falta y que compruebe la necesidad de retornar a ello; para impedirlo, se le ofrecerán "pseudo-ritos", e incluso se les impondrán si ha lugar a ello; y esta simulación de los ritos es algunas veces llevada tan lejos que no cuesta mucho esfuerzo reconocer la intención formal y apenas disimulada de establecer una especie de "contra-tradición". Hay además, en el mismo orden, otras cosas que, pareciendo más inofensivas, están en realidad lejos de serlo: queremos hablar de las costumbres que afectan a la vida de cada individuo en particular más bien que a la del conjunto de la colectividad; su papel es aún el de reprimir toda actividad ritual o tradicional, sustituyéndola por una preocupación, y no sería exagerado decir incluso una obsesión, hacia una multitud de cosas perfectamente insignificantes, si no de todo punto absurdas, y cuya "pequeñez" misma contribuye poderosamente a la ruina de toda intelectualidad.

 

Este carácter disolvente de la costumbre puede ser especialmente comprobado de forma directa hoy en día en los países orientales, pues en cuanto a Occidente ya hace mucho tiempo que ha superado el estadio en que era simplemente concebible aún el que todas las acciones humanas pudieran revestir un carácter tradicional; pero, ahí donde la noción de la "vida ordinaria", entendida en el sentido profano que ya hemos explicado en otra ocasión, no está aún generalizada, se puede ver en cierto modo la manera en la cual tal noción llega a tomar cuerpo, y el papel que desempeña la sustitución de la tradición por la costumbre. Es evidente que se trata aquí de una mentalidad que, actualmente al menos, no es la de la mayor parte de los orientales, sino solamente la de aquellos que pueden ser llamados indiferentemente "modernizados" u "occidentalizados", no expresando en el fondo ambas palabras sino una sola y la misma cosa: cuando alguien actúa de una manera que no puede justificar de otro modo más que declarando que "es la costumbre", se puede estar seguro de que se trata de un individuo apartado de su tradición e incapaz de comprenderla; no solamente no cumple los ritos esenciales, sino que, si ha mantenido algunas "formalidades" secundarias, es únicamente "por costumbre" y por razones puramente humanas, entre las cuales la preocupación por la "opinión" tiene frecuentemente un lugar preponderante; y, sobre todo, jamás deja de observar escrupulosamente una multitud de esas costumbres inventadas de las cuales hemos hablado, costumbres que no se distinguen en nada de las necedades que constituyen el vulgar "savoir-vivre" de los occidentales modernos, y que incluso no son a veces sino una imitación pura y simple de éstas.

 

Lo que es quizá más llamativo en estas costumbres profanas, sea en Oriente o en Occidente, es ese carácter de increíble "pequeñez" que ya hemos mencionado: parece que no apunten a nada más que a retener toda la atención, no solamente sobre cosas completamente exteriores y vacías de todo significado, sino incluso sobre el detalle mismo de estas cosas, en lo que tiene de más banal y más estrecho, lo que es evidentemente uno de los mejores medios que pueden existir para conducir, a aquellos que se someten a ello, a una verdadera atrofia intelectual, de la cual lo que se ha llamado en Occidente la mentalidad "mundana" representa el ejemplo más definido.

Aquellos en quienes las preocupaciones de este género llegan a predominar, incluso sin alcanzar este grado extremo, son demasiado manifiestamente incapaces de concebir ninguna realidad de orden profundo; hay aquí una incompatibilidad de tal forma evidente que sería inútil insistir más; está claro además que éstos se encuentran desde entonces encerrados en el círculo de la "vida ordinaria", que no está hecha precisamente sino de un espeso tejido de apariencias exteriores como aquellas sobre las cuales han sido "adiestrados" a ejercer exclusivamente toda su actividad mental. Para ellos, el mundo, podría decirse, ha perdido toda "transparencia", pues no ven nada que sea un signo o una expresión de verdades superiores, e, incluso aunque se les hablara de ese sentido interior de las cosas, no solamente no comprenderían nada, sino que aún empezarían inmediatamente a preguntarse lo que sus semejantes podrían pensar o decir de ellos si acaso llegaran a admitir tal punto de vista, y más aún conformar a él su existencia.

Es en efecto el temor a la "opinión" lo que, más que ninguna otra cosa, permite a la costumbre imponerse como lo hace y tomar el carácter de una verdadera obsesión: el hombre no puede actuar jamás sin algún motivo, legítimo o ilegítimo, y cuando, como es el caso aquí, no puede existir ningún motivo realmente válido, puesto que se trata de acciones que no poseen verdaderamente ningún significado, es preciso que se encuentre en un orden tan contingente y tan desprovisto de todo alcance efectivo como aquel al cual pertenecen estas propias acciones. Se objetará quizás que, para que ello sea posible, es necesario que una opinión ya se haya formado con respecto a las costumbres en cuestión; pero, de hecho, basta con que éstas estén establecidas en un medio muy restringido, aunque no sea en principio sino bajo la forma de una simple "moda", para que este factor pueda entrar en juego; de aquí, las costumbres, estando fijadas por el hecho mismo de que no se ose abstenerse de observarlas, podrán después extenderse cada vez más, y, correlativamente, lo que no era en un principio sino la opinión de algunos acabará por convertirse en lo que es llamado la "opinión pública".

Se podría decir que el respeto a la costumbre como tal no es en el fondo distinto al respeto por la sandez humana, pues es ésta lo que, en semejante caso, se expresa naturalmente en la opinión; por otra parte, "hacer como todo el mundo", según la expresión corrientemente empleada a este respecto, y que parece para algunos ocupar el lugar de la razón suficiente para todas sus acciones, es necesariamente asimilarse a lo vulgar y aplicarse en no destacar en modo alguno; sería con seguridad difícil imaginar algo más bajo, y también más contrario a la actitud tradicional, según la cual cada uno debe esforzarse constantemente en elevarse según la medida de sus posibilidades, en lugar de descender hasta esa especie de nada intelectual que traduce una vida completamente inmersa en el cumplimiento de las costumbres más ineptas y en el temor pueril a ser juzgado desfavorablemente por los primeros que aparezcan, es decir, en definitiva, por los necios y los ignorantes.

En los países de tradición árabe, se dice que, en los tiempos antiguos, los hombres no se distinguían entre ellos sino por el conocimiento; después, se tomó en consideración el nacimiento y el parentesco; más tarde aún, la riqueza vino a ser considerada como una señal de superioridad; por fin, en los últimos tiempos, no se juzga a los hombres sino según las solas apariencias exteriores. Es fácil darse cuenta de que ésta es una descripción exacta del sucesivo predominio, en orden descendente, de puntos de vista que son respectivamente los de las cuatro castas, o, si se prefiere, las de las cuatro divisiones naturales a las cuales éstas corresponden. Ahora bien, la costumbre pertenece indudablemente al dominio de las apariencias puramente exteriores, detrás de las cuales no hay nada; observar la costumbre por tener en cuenta una opinión que no aprecia sino tales apariencias es entonces propiamente lo que corresponde a un Shûdra.

 

  Publicado en "Etudes Traditionnelles", octubre-noviembre de 1945.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Capítulo V: A PROPÓSITO DE LA VINCULACIÓN INICIÁTICA

 

Hay cosas sobre las que uno se ve obligado a volver casi constantemente, tales son las dificultades que parece tener para entenderlas la mayoría de nuestros contemporáneos, por lo menos en Occidente; y se trata a menudo de aquellas cosas que, a la vez que se hallan en cierto modo en la base de todo cuanto tiene relación, sea con el punto de vista tradicional en general, sea más especialmente con el punto de vista esotérico e iniciático, son de un orden que debiera normalmente ser considerado como más bien elemental. Tal es, por ejemplo, la cuestión del papel y de la eficacia propios de los ritos; y quizá sea, por lo menos en parte, su conexión bastante estrecha con ésta, la razón por la cual la cuestión de la necesidad de la vinculación iniciática parece hallarse en el mismo caso. En efecto, cuando uno ha comprendido que la iniciación consiste esencialmente en la transmisión de una determinada influencia espiritual, y que esa transmisión no puede operarse más que por medio de un rito, que es precisamente aquél por el que se efectúa la vinculación a una organización que tiene como función primordial conservar y comunicar dicha influencia, parece que ya no debería haber dudas a este respecto: transmisión y vinculación no son, en definitiva, sino los dos aspectos inversos de una sola y misma cosa, según se la considere descendiendo o remontando la "cadena" iniciática. No obstante, hemos podido comprobar recientemente que la dificultad mencionada existe incluso para algunos de quienes poseen, de hecho, tal vinculación; ello puede parecer más bien sorprendente, pero sin duda hay que ver ahí una consecuencia de la disminución "especulativa" que han sufrido las organizaciones a las que pertenecen; pues es evidente que, para quien se limita a este punto de vista "especulativo", las cuestiones de este orden, y todas aquéllas que podemos denominar propiamente "técnicas", no pueden aparecer más que en una perspectiva muy indirecta y remota, y que, por eso mismo, su fundamental importancia corre el riesgo de ser, en todo o en parte, mal apreciada. Podría decirse aún que un ejemplo como éste permite calibrar la distancia que separa la iniciación virtual de la iniciación efectiva; no es, desde luego, que pueda considerarse la iniciación virtual como algo desdeñable: al contrario, ya que se trata de la iniciación propiamente dicha, es decir, del "comienzo" (initium) indispensable, y que ya lleva consigo la posibilidad de todo desarrollo ulterior; pero hay que reconocer que, sobre todo en las actuales circunstancias, hay un gran trecho entre esa iniciación virtual y el más mínimo comienzo de realización. Sea como fuere, creíamos habernos explicado suficientemente sobre la necesidad de la pertenencia iniciática (1); pero, a la vista de algunas preguntas que seguimos recibiendo sobre este punto, estimamos útil tratar de añadir algunas precisiones complementarias. 

Para empezar, hemos de responder a quienes pudieran sentirse tentados a objetar a partir del hecho que el neófito no experimenta en modo alguno la influencia espiritual en el momento de recibirla; en verdad, este caso es, por lo demás, enteramente comparable al de ciertos ritos de orden exotérico –tales como el rito religioso de la ordenación, por ejemplo–, en los que se transmite igualmente una influencia espiritual sin que –en general por lo menos– ésta sea experimentada, lo cual no obsta para que esté realmente presente, y para que confiera a quienes la han recibido ciertas aptitudes que no podrían tener sin ella. Pero, en el orden iniciático, hay que ir más lejos: sería en cierto modo contradictorio que el neófito fuera capaz de sentir la influencia que le es transmitida, ya que él no se halla frente a esa influencia, por definición, más que en un estado puramente potencial y "no desarrollado", mientras que la capacidad de experimentarla implicaría ya forzosamente un determinado grado de desarrollo o de actualización; por esto decíamos hace un momento que hay que empezar necesariamente por la iniciación virtual. Ahora bien: en el terreno exotérico, no hay, en definitiva, inconveniente en que la influencia recibida no sea nunca conscientemente percibida, ni siquiera indirectamente y a través de sus efectos, ya que no se trata de lograr, como consecuencia de la transmisión operada, un desarrollo espiritual efectivo; por el contrario, las cosas debieran ser muy distintas tratándose de la iniciación: como resultado del trabajo interior realizado por el iniciado, los efectos de esa influencia deberían ser experimentados más adelante, pues en ello consiste precisamente el tránsito a la iniciación efectiva, en cualquiera de sus grados. Esto es, por lo menos, lo que debiera ocurrir normalmente, si la iniciación produjera los resultados que uno puede esperar de ella; cierto es que, de hecho, en la mayoría de casos, la iniciación queda por siempre en estado virtual, lo cual quiere decir que los efectos a los que aludimos permanecen indefinidamente en estado latente; pero, si esto es así, no deja por ello de ser, desde el punto de vista rigurosamente iniciático, una anomalía que sólo se debe a ciertas circunstancias contingentes (2), como lo son, por una parte, la insuficiencia de las cualificaciones del iniciado, es decir, la limitación de las posibilidades que éste lleva en sí mismo, y que nada exterior puede suplir, y también, por otra parte, el estado de imperfección o de degeneración al que han quedado reducidas actualmente ciertas organizaciones iniciáticas, que ya no les permite dar un apoyo suficiente para alcanzar la iniciación efectiva, ni siquiera dejar que aquéllos que podrían ser más aptos sospechen su existencia; si bien esas organizaciones no dejan de seguir siendo capaces de conferir la iniciación virtual, es decir, de asegurar a quienes poseen las cualificaciones mínimas indispensables, la transmisión inicial de la influencia espiritual. Añadamos de paso, antes de abordar otro aspecto de la cuestión, que esta transmisión –como ya hemos hecho notar expresamente– no tiene, ni puede tener, nada de "mágico", justamente porque se trata esencialmente de una influencia espiritual, mientras que todo cuanto es de orden mágico se refiere exclusivamente al manejo de las influencias psíquicas. Aún si sucede que la influencia espiritual se vea acompañada de ciertas influencias psíquicas secundarias, ello no cambia nada, pues se trata, en definitiva, de una consecuencia puramente accidental, y que no se debe más que a la correspondencia que forzosamente existe siempre entre los distintos órdenes de la realidad; en cualquier caso, no es sobre esas influencias psíquicas, ni por su mediación, como actúa el rito iniciático, que se revela únicamente en la influencia espiritual y que, precisamente por ser iniciático, no tiene razón de ser fuera de ella. Por lo demás, lo dicho se aplica, en el terreno exotérico, a cuanto se refiere a los ritos religiosos (3); cualesquiera que sean las diferencias que haya que establecer entre las influencias espirituales, ya sea en sí mismas, ya sea en cuanto a las diversas metas para las que pueden ser puestas en acción, se trata siempre de influencias espirituales propiamente dichas, y, en definitiva, basta con ello para que no pueda haber ahí nada en común con la magia, que no es más que una ciencia tradicional secundaria, de orden enteramente contingente, y aún muy inferior, extraña por completo –repitámoslo una vez más– a cuanto pertenece al terreno de lo espiritual. 

Podemos ahora abordar lo que nos parece el punto más importante, el que se acerca más al fondo mismo de la cuestión; a este respecto, la objeción que se presenta podría ser formulada así: nada puede estar separado del Principio, ya que aquello que lo estuviera no tendría verdaderamente existencia ni realidad alguna, ni siquiera del grado más inferior; siendo así, ¿cómo puede hablarse de una vinculación que, cualesquiera que sean los intermediarios por cuya mediación se efectúa, no puede ser concebida, a fin de cuentas, más que como una vinculación al Principio mismo, lo cual, tomado al pie de la letra, parece implicar el restablecimiento de un lazo que hubiera sido cortado? Puede observarse que una pregunta de este tipo es bastante parecida a la siguiente, que otros se han planteado igualmente: ¿por qué es necesario hacer esfuerzos por lograr la Liberación, ya que el "Sí mismo" (Atmâ) es inmutable y permanece siempre igual, y no puede ser afectado o modificado por nada? Quienes plantean tales cuestiones ponen de manifiesto que se detienen en una visión demasiado teórica de las cosas, lo cual les hace percibir un solo aspecto de las mismas; o que confunden dos puntos de vista que son nítidamente distintos, si bien, en cierto sentido, se complementan recíprocamente: el punto de vista de los principios y el de los seres manifestados. Claro está que, desde el punto de vista puramente metafísico, uno podría, en rigor, mantenerse sólo en el aspecto de los principios, desdeñando, en cierto modo, todo lo demás; pero el punto de vista propiamente iniciático debe, por el contrario, partir de las condiciones que son actualmente las de los seres manifestados, y, más exactamente, las de los individuos humanos como tales; liberarlos de esas condiciones es justamente el objetivo que se propone. Debe pues, forzosamente –y esto es precisamente lo que le caracteriza con respecto al punto de vista metafísico puro– tomar en consideración lo que puede llamarse un estado de hecho, y vincular en cierto modo ese estado de hecho al orden principial. Para disipar cualquier equívoco al respecto, diremos lo siguiente: en el Principio, es evidente que nada puede estar nunca sujeto al cambio; no es, pues, el "Sí mismo" el que debe ser liberado, ya que nunca ha estado ni estará condicionado, ni sometido a limitación alguna; es el "yo", y su liberación sólo puede efectuarse disipando la ilusión que lo hace aparecer como separado del "Sí mismo"; análogamente, no es el vínculo con el Principio lo que se trata en realidad de restablecer, ya que ese vínculo siempre ha existido y no puede dejar de existir (4); de lo que se trata es de realizar, para el ser manifestado, la conciencia efectiva de ese vínculo; y, en las condiciones presentes de nuestra humanidad, no hay para ello otro medio que el que proporciona la iniciación. 

Podemos ya comprender con lo dicho que la necesidad de la vinculación iniciática es, no una necesidad de principio, sino tan sólo una necesidad de hecho, que no por ello deja de ser rigurosamente imperativa en este estado que es el nuestro y que, por consiguiente, estamos obligados a tomar como punto de partida. Además, para los hombres de los tiempos primordiales, la iniciación hubiera sido inútil, e incluso inconcebible, ya que el desarrollo espiritual, en todos sus grados, se efectuaba en ellos de modo natural y espontáneo, por razón de la proximidad en que se hallaban con respecto al Principio; pero, como consecuencia del "descenso" experimentado desde entonces, de acuerdo con el proceso inevitable de toda manifestación cósmica, las condiciones del período cíclico en que nos hallamos son completamente distintas de aquéllas, y de ahí que sea la restauración de las posibilidades del estado primordial la primera de las metas que se propone la iniciación (5). Es, pues, teniendo en cuenta esas condiciones, tales como de hecho son, que debemos afirmar la necesidad de la vinculación iniciática, y no, de modo general y sin restricción alguna, con relación a las condiciones de una época cualquiera o, con mayor razón aún, de un mundo cualquiera. A este respecto, llamamos la atención del lector sobre lo que ya hemos dicho en otro lugar sobre la posibilidad de que seres vivos nazcan por sí mismos y sin necesidad de padres (6); esta "generación espontánea" es, en efecto, una posibilidad de principio, y puede muy bien concebirse un mundo en que las cosas fueran así; pero no se trata de una posibilidad de hecho en nuestro mundo, o por lo menos, más exactamente, de nuestro mundo en su estado actual; lo mismo ocurre con el logro de ciertos estados espirituales, logro que constituye, por otra parte, un verdadero "nacimiento" (7); y esta comparación nos parece a la vez la más exacta y la que mejor puede ayudar a comprender de qué se trata. En el mismo orden de ideas, podemos también decir que, en el estado presente de nuestro mundo, la tierra no puede producir una planta por sí misma, espontáneamente, y sin que haya sido depositada en ella una semilla, que ha de provenir necesariamente de otra planta preexistente (8); pero ello debe necesariamente haber sido posible en algún momento, porque de lo contrario nada hubiera podido empezar nunca; no obstante, esa posibilidad ya no es de las que son susceptibles de manifestarse actualmente. En las condiciones en las que de hecho nos hallamos no se puede cosechar sin haber sembrado antes, y esto es tan cierto en el terreno espiritual como en el material. Pues bien: el germen que debe depositarse en el ser para hacer posible su desarrollo espiritual ulterior es precisamente la influencia que, en estado de virtualidad, "envuelta" exactamente como la semilla (9), le es comunicada por la iniciación (10). 

Aprovechemos esta ocasión para señalar también un error del que hemos visto algunos ejemplos recientemente: algunos creen que la pertenencia a una organización iniciática no constituye en cierto modo más que un primer paso "hacia la iniciación". Esto sólo es cierto a condición de especificar claramente que se trata aquí de la iniciación efectiva: pero aquéllos a quienes aludimos no hacen aquí distinción alguna entre iniciación virtual e iniciación efectiva, y quizá no tengan idea de tal distinción, que es, sin embargo, de la mayor importancia, y que podríamos incluso calificar de esencial; además, es posible que hayan sufrido, en mayor o menor grado, la influencia de ciertas concepciones de raíz ocultista o teosofista relativas a los "grandes iniciados" y otras cosas de ese estilo, muy propias, sin duda, para crear o mantener confusiones. En cualquier caso, olvidan a todas luces que "iniciación" deriva de initium, y que este término significa propiamente "entrada" y "comienzo": es la entrada en una vía que hay que recorrer en lo sucesivo; o también el principio de una nueva existencia en el transcurso de la cual se desarrollarán posibilidades de otro orden que las que limitan estrechamente la vida del hombre ordinario; y la iniciación así entendida, en su sentido más estricto y más preciso, no es, en realidad, sino la transmisión inicial de la influencia espiritual en estado de germen, es decir, en otros términos, la vinculación iniciática misma. 

Otra cuestión, relacionada también con la vinculación iniciática, ha sido planteada recientemente; digamos, para empezar, con objeto de que se entienda exactamente el alcance de la misma, que se refiere de modo más especial a aquellos casos en que la iniciación es obtenida al margen de los medios ordinarios y normales (11). Debe quedar bien entendido, antes que nada, que tales casos son siempre excepcionales, y que no se producen sino cuando ciertas circunstancias hacen imposible la transmisión normal, puesto que su razón de ser es precisamente suplir en cierto modo dicha transmisión. Decimos "en cierto modo" porque, por una parte, tal cosa no puede suceder más que a individuos que posean cualificaciones que excedan en mucho a las ordinarias, y con unas aspiraciones lo bastante intensas como para atraer, en cierto modo, hacia ellos la influencia espiritual que no pueden buscar por sus propios medios; y también, por otra parte, porque es aún más excepcional, incluso para tales individuos, que los resultados obtenidos como consecuencia de esa iniciación, a falta de la ayuda que proporciona el contacto constante con una organización tradicional, no tengan un carácter más o menos fragmentario e incompleto. Nunca se insistirá lo bastante en este asunto, y es posible que, a pesar de todo, no sea del todo inocuo mencionar esta posibilidad, ya que son demasiados los que pueden tender a hacerse ilusiones sobre la misma; les bastará con que ocurra en su existencia un acontecimiento de cualquier orden que pueda calificarse como algo extraordinario –o que aparezca como tal a sus propios ojos– para que lo interpreten como un signo de haber recibido esa iniciación excepcional. Los occidentales de hoy, en particular, serán proclives a asirse al más mínimo pretexto de este tipo para dispensarse de una vinculación regular; por ello conviene insistir de modo muy especial en que, mientras no sea de hecho imposible obtener una vinculación regular, no hay que contar con que uno pueda recibir una iniciación, cualquiera que sea, al margen de esa vinculación. 

Otro punto muy importante es el siguiente: incluso en semejantes casos, se trata siempre de la vinculación a una "cadena" iniciática y de la transmisión de una influencia espiritual, cualesquiera que sean los medios y modalidades empleados; éstos pueden, sin duda, diferir enormemente de lo que serían en casos normales, e implicar, por ejemplo, una acción ejercida al margen de las condiciones ordinarias de tiempo y lugar; pero, de todas formas, hay ahí necesariamente un contacto real, lo cual no tiene nada que ver con "visiones" o ensueños que provienen sólo de la imaginación (12). En algunos ejemplos conocidos, como el de Jacob Boehme al que ya hemos hecho alusión en otro lugar (13), ese contacto se estableció por el encuentro con un personaje misterioso que no volvió a aparecer en lo sucesivo; quienquiera que fuese (14), se trata, pues, de un hecho perfectamente "positivo", y no de un mero "signo", más o menos vago o equívoco, que cada cual pudiera interpretar según sus deseos. Ahora bien: queda claro que el individuo iniciado por tales medios puede no tener una clara conciencia de la verdadera naturaleza de aquello que ha recibido, y de aquello a lo que ha sido vinculado; con mayor razón aún, puede ser del todo incapaz de dar una explicación de lo sucedido si carece de una "instrucción" que le permita tener nociones mínimamente precisas sobre todo ello; puede incluso ocurrir que nunca haya oído hablar de iniciación porque tanto el término como el concepto sean completamente desconocidos en el medio en que vive; pero esto importa poco, en el fondo, y no afecta desde luego en nada a la realidad misma de esa iniciación, si bien todo ello nos permite darnos cuenta de que tal iniciación no deja de presentar ciertas desventajas inevitables por comparación con la iniciación normal (15). 

Dicho esto, podemos pasar a la pregunta aludida más arriba, pues estas observaciones nos permitirán contestarla más fácilmente. Es ésta: ciertos libros de contenido iniciático ¿no pueden acaso servir por sí mismos, para individuos particularmente cualificados que los estudien con la disposición requerida, de vehículo para la transmisión de una influencia espiritual, de modo que, en tales casos, bastaría su lectura, sin que fuera necesario ningún contacto directo con una "cadena" tradicional, para conferir una iniciación del tipo de las que acabamos de describir? Creíamos habernos explicado suficientemente en diversas ocasiones sobre la imposibilidad de una iniciación por medio de los libros; y confesamos que no se nos había ocurrido que la lectura de libros, cualesquiera que fuesen, pudiera llegar a ser considerada como uno de esos medios excepcionales que sustituyen a veces a los medios ordinarios de la iniciación. Además, incluso fuera del caso particular y más preciso en el que se trata de la transmisión propiamente dicha de una influencia iniciática, hay en esa consideración algo que sería claramente contrario al hecho de que, siempre y en todas partes, se estima que una transmisión oral es condición necesaria de la verdadera enseñanza iniciática, hasta el punto de no poder dispensar de ella el haberla puesto por escrito (16); y ello porque la transmisión de esa enseñanza, para ser realmente válida, implica la comunicación de un elemento en cierto modo "vital", para el que los libros no pueden servir de vehículo (l7). Pero lo que resulta quizá más sorprendente es que la pregunta se plantee en relación con un pasaje en el que, a propósito del estudio "libresco", habíamos creído precisamente explicarnos lo bastante claramente como para evitar cualquier confusión, señalando justamente, en previsión de que fuera causa de malas interpretaciones, el caso de los "libros cuyo contenido es de orden iniciático" (18); parece, pues, que no resultará inútil volver de nuevo sobre este asunto, y desarrollar de modo algo más completo lo que quisimos decir en aquella ocasión. 

Es evidente que hay muchas maneras distintas de leer un mismo libro, cuyos resultados son igualmente diversos: si suponemos que se trata, por ejemplo, de las sagradas Escrituras de una tradición, el profano, en el sentido más completo del término –tal sería el caso del "crítico" moderno– no vería en ellas más que "literatura", y lo más que podrá extraer de su lectura será esa clase de conocimiento meramente verbal que constituye la erudición pura y simple, sin que se le añada la más mínima comprensión real, siquiera sea de la más externa, pues el lector no sabe, ni tan sólo se pregunta, si lo que lee es la expresión de una verdad: y éste es el género de saber que puede ser calificado de "libresco" en la acepción más rigurosa del término. Quien pertenezca a la tradición de que se trate, aunque no la conozca más que en su vertiente exotérica, ya verá en esas Escrituras algo completamente distinto, por mucho que su comprensión quede aún limitada exclusivamente al sentido literal, y lo que hallará en su lectura tendrá para él un valor incomparablemente mayor que el de la erudición; ello sería así incluso en el grado más bajo; queremos decir, en el caso de quien, por incapacidad de comprender las verdades doctrinales, buscara en las Escrituras sencillamente una regla de conducta, lo cual le permitiría por lo menos participar de la tradición en la medida de sus posibilidades.

El caso de quien se propone asimilar lo más completamente posible el exoterismo de la doctrina –como hace, por ejemplo, el teólogo– se sitúa a un nivel sin duda muy superior; y, sin embargo, sigue tratándose del sentido literal, y puede ser que ni sospeche siquiera la existencia de otros sentidos más profundos, del esoterismo, en definitiva. Por el contrario, aquél que posea cierto conocimiento teórico del esoterismo podrá, con ayuda de ciertos comentarios o de otro modo, empezar a percibir la pluralidad de los sentidos que contienen los textos sagrados y, por consiguiente, a discernir el "espíritu" que se oculta bajo la "letra": su comprensión es, pues, de un orden mucho más profundo y más elevado que aquella a la que puede aspirar el más sabio y más perfecto de los exoteristas. El estudio de esos textos podrá entonces constituir una parte importante de la preparación doctrinal que debe normalmente preceder a toda realización; sin embargo, si quien se dedica a ese estudio no recibe ninguna iniciación por otro conducto, se quedará siempre, cualesquiera que sean sus disposiciones, en un conocimiento exclusivamente teórico, que el estudio no permite, por sí mismo, superar en modo alguno. 

Si, en lugar de las Sagradas Escrituras, consideráramos determinados escritos de carácter propiamente iniciático, como por ejemplo los de Shankarâchârya o los de Mohyiddin Ibn' Arabî, podríamos decir, salvo en un aspecto, casi lo mismo: así, todo cuanto un orientalista podrá extraer de su lectura será saber que tal autor (pues para él no se trata sino de un "autor", y nada más) ha dicho tal o cual cosa; y aún, si desea traducir lo leído en vez de contentarse con repetirlo textualmente y mediante un mero esfuerzo memorístico, lo más probable es que lo deforme, ya que no ha asimilado su significado real en modo alguno. La única salvedad con respecto a lo dicho anteriormente es que en esta ocasión no hay que tener en cuenta el caso del exoterista, puesto que esos escritos se refieren únicamente al terreno esotérico y quedan, por tanto, por completo fuera de su competencia; si el exoterista pudiera verdaderamente entenderlos ya habría franqueado, por eso mismo, el límite que separa el exoterismo del esoterismo y nos hallaríamos, de hecho, ante el caso del esoterista "teórico" para el que no podríamos sino repetir, sin cambiar nada, lo ya dicho al respecto. 

No nos queda por último sino considerar una última diferencia, que no es, sin embargo, la menos importante desde el punto de vista en que nos situamos aquí: nos referimos a la diferencia que surge según que un mismo libro sea leído por el esoterista "teórico" del que acabamos de hablar, que suponemos no ha recibido iniciación alguna, o por quien, por el contrario, posee ya una vinculación iniciática.

Este verá en el libro, naturalmente, cosas del mismo orden que aquél, aunque quizá de modo más completo, y, sobre todo, se le aparecerán en cierto modo bajo una luz distinta; no hace falta decir, por otra parte, que, mientras no se halle más que en estado de iniciación virtual, no puede hacer otra cosa que proseguir, hasta un grado más profundo, una preparación doctrinal que ha permanecido incompleta hasta el momento; pero la cosa es distinta en cuanto entra en la vía de la realización. Para él, el contenido del libro no será propiamente, a partir de ese momento, más que un soporte de meditación, en el sentido que pudiéramos llamar ritual, exactamente como los símbolos de diverso orden que emplea para ayudar y sostener su trabajo interno; y resultaría sin duda incomprensible que unos escritos tradicionales, que son necesariamente, por su misma naturaleza, simbólicos en la más estricta acepción del término, no pudieran desempeñar ese papel. Más allá de la "letra" que, en cierto modo, ha desaparecido para él, ya no verá verdaderamente más que el "espíritu", y así podrán abrírsele –al igual que cuando medita concentrándose en un mantra o un yantra ritual, posibilidades completamente distintas de las de la mera comprensión teórica; pero si ello es así –repitámoslo una vez más– es en virtud de la iniciación que ha recibido, y que constituye la condición necesaria sin la cual no podría darse el más mínimo comienzo de realización; lo cual viene a decir, sencillamente, que toda iniciación efectiva presupone forzosamente la iniciación virtual. Añadiremos que, si ocurre que quien medita sobre un escrito de orden iniciático entra realmente en contacto por esa meditación con una influencia emanada de su autor, lo cual es, en efecto, posible si el escrito procede de la forma tradicional y sobre todo de la "cadena" particular a las que pertenece el iniciado, tal contacto, lejos de ocupar el lugar de una vinculación iniciática, no puede ser, por el contrario, sino una consecuencia de la que ya posee. Así, sea como sea que se considere la cuestión, no puede tratarse, absolutamente en ningún caso, de una iniciación por medio de los libros, sino sólo, bajo ciertas condiciones, de un uso iniciático de éstos, lo cual es, evidentemente, algo completamente distinto; esperamos haber insistido en ello lo bastante esta vez para que ya no subsista el menor equívoco a este respecto, y para que ya no pueda pensarse que haya algo ahí que pueda dispensar, siquiera sea excepcionalmente, de la necesidad de la vinculación iniciática.  

   

 

NOTAS:

 

(1). Véase Aperçus sur l'Initiation, en especial capítulos V y VIII.  

 

(2). Por lo demás podríamos decir, en términos generales, que, en las condiciones de una época como la nuestra, es casi siempre el caso verdaderamente normal desde el punto de vista tradicional el que ya no aparece más que como un caso de excepción.

 

(3). Ni que decir tiene que lo mismo ocurre con otros ritos exotéricos, en las tradiciones que no revisten forma religiosa; si hablamos aquí más concretamente de ritos religiosos, es porque éstos representan, en este terreno, el caso más generalmente conocido en Occidente.  

 

(4). Este vínculo, en el fondo, no es otra cosa que el sûtrâtmâ de la tradición hindú, del que hemos tratado en otros estudios.  

 

(5). Sobre la iniciación, considerada, en cuanto se refiere a los "pequeños misterios", como lo que permite "remontar" el ciclo, en sus etapas sucesivas, hasta el estado primordial, v. Aperçus sur l'Initiation, pp. 257-258.  

 

(6). Aperçus sur l'Initiation, p. 30.  

 

(7). Casi no hace falta recordar, a este respecto, todo cuanto hemos dicho en otro lugar sobre la iniciación considerada como "segundo nacimiento"; este modo de considerarla es, por lo demás, común a todas las formas tradicionales sin excepción.  

 

(8). Señalemos, sin poder insistir más en ello aquí, que lo dicho no deja de tener relación con el simbolismo del grano de trigo en los misterios de Eleusis, así como, en la Masonería, con la palabra de paso del grado de Compañero; la aplicación iniciática guarda, evidentemente, estrecha relación con la idea de "posteridad espiritual". A propósito, no deja de tener interés observar que el término "neófito" significa literalmente "nueva planta".  

 

(9). No es que la influencia espiritual, en sí misma, pueda hallarse alguna vez en un estado de potencialidad; es que el neófito la recibe, en cierto modo, de manera proporcionada a su propio estado.  

 

(10). Podríamos incluso añadir que, en razón de la correspondencia que existe entre el orden cósmico y el humano, puede haber, entre los dos términos de la comparación que acabamos de indicar, no una mera similitud, sino una relación mucho más estrecha y más directa, que la justifica aún más completamente; y de ahí resulta posible vislumbrar que el texto bíblico que representa al hombre caído como condenado a no poder obtener nada de la tierra si no es por un penoso trabajo (Génesis, III, 17-19) puede responder a algo verdadero incluso en su sentido más literal.  

 

(11). A estos casos se refiere la nota aclaratoria añadida a un apartado de las Pages dédiées à Mercure de Abdul-Hadi, número de agosto de 1946 de Etudes Traditionnelles, pp. 318- 319.  

 

(12). Recordaremos una vez más que, en cuanto se trata de cuestiones de orden iniciático, nunca se desconfía bastante de la imaginación: toda ilusión "psicológica" o "subjetiva" carece en absoluto de valor a este respecto, y no debe intervenir en modo o grado alguno.  

 

(13). Aperçus sur l'Initiation, p. 70.  

 

(14). Puede tratarse, aunque sin duda no es siempre forzosamente el caso, de la apariencia revestida por un "adepto" que actuaba, como acabamos de decir, al margen de las condiciones ordinarias de tiempo y lugar; las consideraciones expuestas sobre ciertas posibilidades de este orden en Aperçus sur l'Initiation, cap. XLII, pueden ayudar a comprenderlo.  

 

(15). Estas desventajas tienen, entre otras consecuencias, la de conferir a menudo al iniciado, sobre todo por lo que se refiere al modo en que éste se expresa, cierta semejanza externa con el místico; quienes no llegan al fondo de las cosas pueden llegar a tomarlo por tal, como ha sucedido precisamente con Jacob Boehme.

 

(16). El contenido mismo de un libro, en cuanto conjunto de palabras y frases que expresan ciertas ideas, no es, pues, lo único que importa verdaderamente desde el punto de vista tradicional.

 

(17). Pudiera objetarse que, según algunos relatos relativos sobre todo a la tradición rosacruciana, ciertos libros fueron cargados de influencias por sus propios autores; ello es efectivamente posible en el caso de un libro, como en el de otro objeto cualquiera; pero, aún admitiendo la realidad de ese hecho, no podría, en cualquier caso, tratarse más que de ejemplares determinados, especialmente preparados a tal efecto; y, además, cada uno de esos ejemplares debería haber sido destinado exclusivamente a aquel discípulo al que se le entregaba directamente, no para sustituir a una iniciación que el discípulo ya había recibido, sino únicamente para proporcionarle una ayuda más eficaz cuando, en el transcurso de su trabajo personal, hubiera de servirse de dicho libro como soporte de meditación.  

 

(18). Aperçus sur l'Initiation, pp. 224-5.

 

 

Publicado originalmente en "Etudes Traditionnelles", enero, febrero y marzo de 1947.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Capítulo VI: INFLUENCIA ESPIRITUAL Y "EGRÉGORAS"

 

Nos hemos sorprendido un poco al leer recientemente, en una nota dedicada a nuestros Aperçus sur l'Initiation, la siguiente frase, presentada de tal forma que podría creerse que resume en cierto modo lo que hemos dicho en el libro: "La iniciación, ciertamente, no exime ni de la meditación ni del estudio, pero sitúa al adepto sobre un plano particular; lo pone en contacto con la egrégora de una organización iniciática, emanado él mismo de la egrégora suprema de una iniciación universal, una y multiforme". No insistiremos acerca del abusivo empleo que se hace aquí de la palabra "adepto", aunque, después de lo que hemos denunciado expresamente explicando el verdadero significado de esta palabra, es lícito asombrarse; de la iniciación propiamente dicha al adeptado, mayor o incluso menor, el camino es largo... Pero lo más importante es esto: como en la nota de que se trata no se hace por otra parte la más mínima alusión al papel de las influencias espirituales, parece existir aquí un grave error, que otros pueden por lo demás haber cometido igualmente, a pesar de todo el cuidado que hemos puesto al exponer las cosas tan claramente como era posible, pues decididamente parece que a menudo sea muy difícil hacerse comprender exactamente. Pensamos entonces que una puntualización no será inútil; estas precisiones continuarán, muy naturalmente por lo demás, a aquellas que hemos dado, en nuestros últimos artículos, en respuesta a las diversas preguntas que nos han sido planteadas en relación con la vinculación iniciática.

En primer lugar, debemos señalar que jamás hemos empleado la palabra "egrégora" para designar lo que puede ser propiamente llamado una "entidad colectiva"; y la razón de ello consiste en que, en esta acepción, es un término que no tiene nada de tradicional, y que no representa sino una de las numerosas fantasías del moderno lenguaje ocultista. El primero que la ha empleado así es Eliphas Lévi, y, si nuestros recuerdos son exactos, es también él quien, para justificar este sentido, ha ofrecido una etimología latina inverosímil, haciéndola derivar de grex, "rebaño", cuando esta palabra es puramente griega y jamás ha significado en realidad otra cosa que "vigilante". Se sabe por otra parte que este término se encuentra en el Libro de Henoch, donde designa entidades de un carácter muy enigmático, pero que, en todo caso, parecen pertenecer al "mundo intermedio"; esto es todo lo que tienen en común con las entidades colectivas a las cuales se ha pretendido aplicar el mismo nombre. Estas, en efecto, son de orden esencialmente psíquico, y es esto por otra parte lo que acentúa la gravedad del error que hemos señalado, pues, a este respecto, la frase que hemos indicado se nos aparece en suma como un nuevo ejemplo de la confusión entre lo psíquico y lo espiritual.

De hecho, hemos hablado de estas entidades colectivas, y pensamos haber precisado suficientemente su papel cuando, a propósito de las organizaciones tradicionales, religiosas o no, que pertenecen al dominio que puede ser llamado exotérico, en el sentido más extenso de la palabra, para distinguirlo del dominio iniciático, escribíamos esto: "Se puede considerar a cada colectividad como disponiendo de una fuerza de orden sutil constituida en cierta manera por las aportaciones de todos sus miembros pasados y presentes, y que, en consecuencia, es tanto más considerable y susceptible de producir efectos tanto mas intensos cuando la colectividad es más antigua y se compone de mayor número de miembros; es evidente, por otra parte, que esta consideración "cuantitativa" implica esencialmente que se trata del dominio individual, más allá del cual ésta no podría en absoluto intervenir" (1). Recordaremos además, a propósito de esto, que lo colectivo, en todo lo que lo constituye tanto psíquica como corporalmente, no es sino una simple extensión de lo individual, y, en consecuencia, no tiene absolutamente nada de trascendente con relación a éste, contrariamente a las influencias espirituales, que son de un orden muy distinto; no se debe, tomando los términos habituales del simbolismo geométrico, confundir el sentido horizontal con el sentido vertical. Esto nos lleva a responder incidentalmente a otra cuestión que nos ha sido también planteada, y que no deja de tener relación con lo que consideramos ahora: sería un error considerar como un estado supra-individual aquel que resultaría de la identificación con una entidad psíquica colectiva sea cual sea, tanto como por otra parte hacerlo con toda otra entidad psíquica; la participación en tal entidad colectiva, en un grado cualquiera, puede ser considerada, si se quiere, como constituyendo una especie de "extensión" de la individualidad, pero nada más. Es únicamente para obtener ciertas ventajas de orden individual que los miembros de una colectividad pueden utilizar la fuerza sutil de la cual dispone, adecuándose a las reglas establecidas a este efecto por la colectividad de que se trata; e, incluso si, para la obtención de estas ventajas, se da además una intervención de una influencia espiritual, como especialmente ocurre en un caso tal como el de las colectividades religiosas, esta influencia espiritual, no actuando entonces en su dominio propio, que es de orden supra-individual, debe ser considerada, tal como ya hemos dicho, como "descendiendo" en el dominio individual y ejerciendo su acción por medio de la fuerza colectiva en la cual toma su punto de apoyo. Es esta la razón de que la oración, conscientemente o no, se dirija de la manera más inmediata a la entidad colectiva, y es solamente por mediación de ésta que se dirige también a la influencia espiritual que actúa a través de ella; las condiciones impuestas a su eficacia por la organización religiosa no podrían por otra parte explicarse de otra forma.

 

El caso es muy diferente en lo que concierne a las organizaciones iniciáticas, ya que éstas, y solo éstas, tienen como objetivo esencial ir más allá del dominio individual, e incluso lo que se relaciona más directamente con un desarrollo de la individualidad no constituye en definitiva sino un estadio previo para llegar finalmente a superar las limitaciones de ésta. Es innegable que estas organizaciones implican también, como todas las demás, un elemento psíquico que puede desempeñar un papel efectivo en ciertos aspectos, por ejemplo para establecer una "defensa" frente al mundo exterior y para proteger a los miembros de tal organización contra ciertos peligros provenientes de éste, pues es evidente que no es por medios de orden espiritual que semejantes resultados pueden ser obtenidos, sino solamente por medios que están en cierto modo al mismo nivel que aquellos de los que puede disponer ese mundo exterior; pero esto es algo muy secundario y puramente contingente, que no tiene nada que ver con la iniciación. Ésta es completamente independiente de la acción de una fuerza psíquica cualquiera, puesto que consiste propia y esencialmente en la transmisión directa de una influencia espiritual, que debe producir, de una forma inmediata o diferida, efectos igualmente dependientes del propio orden espiritual, y no de un orden inferior como en el caso de que hemos hablado anteriormente, de manera que no es sino por mediación de un elemento psíquico que debe actuar aquí. Tampoco es como simple colectividad que debe considerarse una organización iniciática como tal, pues no es en absoluto aquí donde se encuentra lo que le permite cumplir la función que es toda su razón de ser: la colectividad, no siendo en suma más que una reunión de individuos, no puede, por si misma, producir nada que sea de orden supra-individual, no pudiendo lo superior en ningún caso proceder de lo inferior; si la vinculación a una organización iniciática puede tener efectos de este orden, es entonces únicamente en tanto que es depositaria de algo que es supra-individual y trascendente con respecto a la colectividad, es decir, de una influencia espiritual de la cual debe asegurar su conservación y transmisión sin ninguna discontinuidad. La vinculación iniciática no debe entonces ser concebida como la vinculación a una "egrégora" o a una entidad psíquica colectiva, pues éste no es en todo caso sino un aspecto totalmente accidental, y por el cual las organizaciones iniciáticas no difieren en nada de las organizaciones exotéricas; lo que esencialmente constituye la "cadena" es, digámoslo una vez más, la transmisión ininterrumpida de la influencia espiritual a través de las sucesivas generaciones (2). Al igual, el vínculo entre las diferentes formas iniciáticas no es una simple filiación de "egrégoras", como podría hacer pensar la frase que ha sido el punto de partida de estas reflexiones; resulta en realidad de la presencia, en todas estas formas, de una misma influencia espiritual, una en cuanto a su esencia y en cuanto a los fines con vistas a los cuales actúa, si no en cuanto a las modalidades más o menos especiales según las cuales ejerce su acción; y solamente por ella se establece, progresivamente y en grados diversos, una comunicación, efectiva o virtual según el caso, con el centro espiritual supremo.

 

A estas consideraciones añadiremos una indicación que también tiene su importancia desde el mismo punto de vista: y es que, cuando una organización iniciática se encuentra en un estado de degeneración más o menos acentuada, aunque la influencia espiritual esté siempre presente, su acción está necesariamente aminorada, y entonces, por el contrario, las influencias psíquicas pueden actuar de una manera más aparente y a veces casi independiente. El caso extremo a este respecto es aquel en que, habiendo cesado de existir una forma iniciática como tal y habiéndose retirado entonces completamente la influencia espiritual, las influencias psíquicas subsisten en estado de "residuos" nocivos e incluso particularmente peligrosos, tal como en otro lugar hemos explicado (3). Está claro que, en tanto que la iniciación exista realmente, aunque reducida a no poder ser más que puramente virtual, las cosas no podrían llegar a esto; pero no es menos cierto que una mayor o menor preponderancia adoptada por las influencias psíquicas en una forma iniciática constituye un signo desfavorable en cuanto al estado actual de ésta, y ello demuestra aún cómo quienes quisieran referir la iniciación a las influencias de este orden están lejos de la verdad.

 

 

NOTAS:

 

(1). Aperçus sur l'Initiation, cap. XXIV.

 

(2). Diciendo aquí "generaciones" no tomamos solamente esta palabra en su sentido exterior y en cierto modo "material", sino que entendemos sobre todo con ello aludir al carácter de "segundo nacimiento" que es inherente a la iniciación.

 

(3). Le Regne de la Quantité et les Signes des Temps, cap. XXVII.

 

 

Publicado originalmente en "Etudes Traditionnelles", abril y mayo de 1947.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Capítulo VII: NECESIDAD DEL EXOTERISMO TRADICIONAL

 

 

Muchos parecen dudar de la necesidad, para quien aspira a la iniciación, de vincularse en primer lugar a una forma tradicional de orden exotérico y observar todas sus prescripciones; éste es además indicio de un estado de espíritu que es propio del Occidente moderno, y cuyas razones son sin duda múltiples. No intentaremos investigar qué parte de responsabilidad pueden tener los propios representantes del exoterismo religioso, a quienes su exclusivismo lleva a menudo a negar más o menos expresamente todo lo que sobrepasa su dominio; esta parte de la cuestión no es la que nos interesa ahora; pero lo más extraño es que quienes se consideran cualificados para la iniciación puedan dan prueba de una incomprensión que, en el fondo, es comparable a la de aquellos, aunque aplicándose de una manera en cierto modo inversa. En efecto, es admisible que un exoterista ignore el esoterismo, aunque con seguridad esta ignorancia no justifica su negación; pero, por el contrario, no lo es que quienquiera que tenga pretensiones al esoterismo pretenda ignorar el exoterismo, aunque no sea sino en la práctica, pues lo "más" debe forzosamente comprender a lo "menos". Por lo demás, esta ignorancia práctica, que consiste en considerar como inútil o superflua la participación en una tradición exotérica, no seria posible sin un desconocimiento incluso teórico de este aspecto de la tradición, y esto es lo que la hace aún más grave, pues puede cuestionarse si cualquiera en quien exista tal desconocimiento, sean cuales sean por otra parte sus posibilidades, está realmente preparado para abordar el dominio esotérico e iniciático, y si debería más bien aplicarse a comprender mejor el valor y el alcance del exoterismo antes de querer ir más lejos. De hecho, aquí está manifiestamente la consecuencia de un debilitamiento del espíritu tradicional entendido en su sentido general, y debería ser evidente que es ante todo este espíritu lo que debe ser restaurado integralmente en sí mismo, si a continuación se quiere penetrar el sentido profundo de la tradición; el desconocimiento de que se trata es, en el fondo, del mismo orden que el de la eficacia propia de los ritos, tan extendida actualmente en el mundo occidental. Queremos admitir que el ambiente profano en el que viven algunos les hace más difícil la comprensión de estas cosas; pero es precisamente contra la influencia de este ambiente que deben reaccionar en todos los aspectos, hasta que se hayan dado cuenta de la propia ilegitimidad del punto de vista profano; volveremos sobre ello en un momento.

Hemos dicho que el estado de espíritu que aquí denunciamos es propio de Occidente; en efecto, no puede existir en Oriente, primero a causa de la persistencia del espíritu tradicional del que aún está penetrado el medio social al completo(1), y después por otra razón: ahí donde el exoterismo y el esoterismo están unidos directamente en la constitución de una forma tradicional (2) de forma que no son en cierto modo sino como las dos caras exterior e interior de una sola y misma cosa, es inmediatamente comprensible para todos que es necesario en primer lugar adherirse a lo exterior para poder a continuación penetrar lo interior (3), y no podría haber una vía distinta a ésta. Ello puede parecer menos evidente en el caso en que, como justamente ocurre en el Occidente actual, nos encontramos en presencia de organizaciones iniciáticas que no tienen ningún vínculo con el conjunto de una forma tradicional determinada; pero entonces podemos decir que, por ello mismo, son, al menos en principio, compatibles con todo exoterismo, aunque, desde el punto de vista estrictamente iniciático, que es el único que ahora nos concierne con exclusión de la consideración de circunstancias contingentes, no lo sean verdaderamente en ausencia del exoterismo tradicional.

Diremos en primer lugar, para expresarlo de la manera más simple, que no se edifica sobre el vacío; ahora bien, la existencia únicamente profana, de la cual todo elemento tradicional está excluido, no es realmente a este respecto sino vacío y nada. Si se quiere construir un edificio, se deben en principio establecer los cimientos; éstos son la base indispensable sobre la cual se apoyará todo el edificio, incluidas sus partes más elevadas, y lo seguirán siendo siempre, incluso cuando esté terminado. Al igual, la adhesión a un exoterismo es una condición previa para llegar al esoterismo, y, además, no debería creerse que este exoterismo pueda ser rechazado cuando la iniciación se ha obtenido, del mismo modo que los cimientos no pueden ser suprimidos cuando el edificio se ha construido. Añadiremos que, en realidad, el exoterismo, lejos de ser rechazado, debe ser "transformado" en la medida correspondiente al grado alcanzado por el iniciado, puesto que éste se hace cada vez más apto para comprender sus razones profundas, y, por consiguiente, sus fórmulas doctrinales y sus ritos adquieren para él un significado realmente mucho más importante que el que puedan tener para el simple exoterista, que en suma está siempre reducido, por definición, a no ver sino la apariencia exterior, es decir, lo que menos cuenta con relación a la "verdad" de la tradición considerada en su integralidad.

Por consiguiente, y esto nos conduce a una consideración a la cual ya hemos aludido más arriba, quien no participa de ningún exoterismo tradicional, dedica por ello, en su existencia, la mayor parte que se pueda concebir al punto de vista puramente profano, al cual conformará forzosamente, en estas condiciones, toda su actividad exterior. Este es, en otro nivel y con consecuencias aún mayores, el mismo error que el que cometen la mayoría de aquellos de los occidentales actuales que todavía se creen "religiosos", y que hacen de la religión algo completamente aparte, que no tiene con el resto de su vida ningún contacto real; tal error es por lo demás aún menos excusable para quien quiere situarse en el punto de vista iniciático que para quien se limita al punto de vista exotérico, y, en todos los casos, se comprueba sin esfuerzo cómo ello está lejos de responder a una concepción integralmente tradicional. En el fondo, todo esto significa admitir que, fuera o aparte del dominio tradicional, existe un dominio profano cuya existencia es igualmente válida en su orden; ahora bien, como a menudo ya hemos dicho, no hay en realidad un dominio profano al cual correspondan ciertas cosas por naturaleza; solamente hay un punto de vista profano, que no es sino el producto de una degeneración espiritual de la humanidad, y que, en consecuencia, es completamente ilegítimo. En principio, no se debería entonces hacer ninguna concesión a este punto de vista; de hecho, ello es con seguridad muy difícil en el actual medio occidental, quizá incluso imposible en ciertos casos y hasta cierto punto, pues salvo muy raras excepciones, todos se encuentran obligados, debido a la necesidad de las relaciones sociales, a someterse más o menos, y como mínimo aparentemente, a las condiciones de la "vida ordinaria" que precisamente no es sino la aplicación práctica de este punto de vista profano; pero, incluso si tales concesiones son indispensables para vivir en este medio, aún sería preciso que éstas estuvieran reducidas al mínimo por todos aquellos para quienes la tradición todavía tiene un sentido, mientras que, por el contrario, son llevadas al extremo por quienes pretenden pasar por alto todo exoterismo, incluso aunque no sea ésta su intención y no hagan con ello sino sufrir más o menos conscientemente la influencia del medio. Semejantes disposiciones son ciertamente tan poco favorables como es posible para la iniciación, que depende de un dominio donde normalmente las influencias exteriores no deberían penetrar en modo alguno; si no obstante, debido a las anomalías inherentes a las condiciones de nuestra época, quienes esgrimen tal actitud pueden a pesar de ello recibir una iniciación virtual, dudamos mucho de que, en tanto persistan voluntariamente en ella, les sea posible ir más lejos y pasar a la iniciación efectiva.

 

NOTAS:

 

(1). Hablamos aquí de este medio tomado en su conjunto, y, en consecuencia, no tenemos en cuenta a este respecto los elementos "modernizados", es decir, en suma, "occidentalizados", que, por ruidosos que puedan ser, no constituyen todavía a pesar de todo más que una muy débil minoría.

 

(2). Tomamos, por una mayor facilidad de expresión, los términos de exoterismo y esoterismo en su acepción más amplia, lo cual no puede tener aquí ningún inconveniente, pues ni que decir tiene que, incluso en una forma tradicional donde tal división no está formalmente establecida, hay siempre necesariamente algo que corresponde a uno y a otro de estos dos puntos de vista; en este caso, la unión que existe entre ambos es por otra parte aún más evidente.

 

(3). También puede decirse, según un simbolismo muy frecuentemente utilizado, que el "núcleo" no puede ser alcanzado de otro modo que a través de la "corteza".

 

 

Publicado en "Etudes Traditionnelles", diciembre 1947.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Capítulo VIII: SALVACIÓN Y LIBERACIÓN

 

Hemos comprobado recientemente, no sin algún asombro, que algunos de nuestros lectores todavía encuentran alguna dificultad para comprender la diferencia esencial que existe entre la salvación y la Liberación; no obstante ya nos hemos explicado bastantes veces sobre esta cuestión, que por lo demás no debería en suma presentar ninguna oscuridad para cualquiera que posea la noción de los estados múltiples del ser y, ante todo, la de la distinción fundamental entre el "yo" y el "Sí" (1). Nos es preciso entonces volver sobre ello para disipar definitivamente todo posible error y no dejar lugar a ninguna objeción.

En las presentes condiciones de la humanidad terrestre, es evidente que la gran mayoría de los hombres no son en absoluto capaces de sobrepasar los límites de la condición individual, sea durante el transcurso de su vida, sea dejando este mundo tras la muerte corporal, que en sí misma no podría cambiar en nada el nivel espiritual en que se encuentran en el momento en que ésta sobreviene (2). Desde el momento en que esto es así, el exoterismo, entendido en su más amplia acepción, es decir, la parte de toda tradición que se dirige indistintamente a todos, no les puede proponer sino una finalidad de orden puramente individual, puesto que cualquier otra sería completamente inaccesible para la mayoría de los adherentes a esa tradición, y es precisamente esta finalidad lo que constituye la salvación. Ni que decir tiene que se está muy lejos con esto de la realización efectiva de un estado supraindividual, aunque todavía condicionado, sin hablar ya de la Liberación, que, siendo la obtención del estado supremo e incondicionado, no tiene verdaderamente ninguna medida en común con un estado condicionado cualquiera (3). Añadiremos a continuación que, si "el Paraíso es una prisión" para algunos, tal como anteriormente hemos dicho, es justamente porque el ser que se encuentra en el estado que éste representa, es decir, quien ha alcanzado la salvación, está aún encerrado, e incluso por una duración indefinida, en las limitaciones que definen la individualidad humana; esta condición no podría ser en efecto sino un estado de "privación" para aquellos que aspiran a estar liberados de estas limitaciones y cuyo grado de desarrollo espiritual les hace efectivamente capaces de ello en su vida terrestre, aunque, naturalmente, los demás, desde el momento en que no poseen actualmente en sí mismos la posibilidad de ir más allá, no puedan en modo alguno sentir esta "privación" como tal.

Se podría entonces plantear esta cuestión: a pesar de que los seres que se encuentran en este estado no son conscientes de lo que de imperfecto tiene en relación con los estados superiores, esta imperfección no por ello deja de existir; ¿qué ventaja hay entonces en mantenerles así indefinidamente, ya que es éste el resultado en el que deben desembocar normalmente las prescripciones tradicionales de orden exotérico? La verdad es que hay una muy grande, pues, estando fijados en las prolongaciones del estado humano en tanto que este mismo estado subsista en la manifestación, lo que equivale a la perpetuidad o a la indefinidad temporal, estos seres no podrán pasar a otro estado individual, lo cual sería sin esto necesariamente la única posibilidad abierta ante ellos; pero entonces, ¿por qué razón esta continuación del estado humano es, en este caso, una condición más favorable de lo que lo sería el paso a otro estado? Es necesario hacer intervenir aquí la consideración de la posición central ocupada por el hombre en el grado de existencia al cual pertenece, mientras que todos los demás seres se encuentran en una situación más o menos periférica, resultando directamente la superioridad o la inferioridad específica de unos con respecto a otros de su mayor o menor alejamiento del centro, en razón del cual participan en una medida diferente, aunque siempre de una forma solamente parcial, en las posibilidades que no pueden expresarse completamente sino en y por el hombre. Ahora bien, cuando un ser debe pasar a un estado individual distinto, nada puede garantizarle que encontrará una posición central, relativamente a las posibilidades de ese estado, como la que ocupaba en éste en tanto que hombre, e incluso existe por el contrario una probabilidad incomparablemente mayor de que se encuentre con alguna de las innumerables condiciones periféricas semejantes a lo que en nuestro mundo son las de los animales o incluso los vegetales; se puede comprender inmediatamente cómo estaría en grave desventaja, especialmente desde el punto de vista de las posibilidades de desarrollo espiritual, y ello incluso aunque ese nuevo estado, considerado en su conjunto, constituyera, como es normal suponer, un grado de existencia superior al nuestro. Por esta razón algunos textos orientales dicen que "el nacimiento humano es difícil de obtener", lo que, por supuesto, se aplica igualmente a lo que le corresponda en todo otro estado individual; y es también la verdadera razón por la cual las doctrinas exotéricas presentan como una eventualidad temible e incluso siniestra la "segunda muerte", es decir, la disolución de los elementos psíquicos mediante la cual el ser, dejando de pertenecer al estado humano, debe necesariamente tomar nacimiento en otro estado. Sería de forma distinta, y en realidad sería incluso todo lo contrario, si esta "segunda muerte" diera acceso a un estado supra-individual; pero esto no es asunto del exoterismo, que ni puede ni debe ocuparse más que de lo que se refiere al caso más general, mientras que los casos excepcionales son precisamente lo que da la razón de ser al esoterismo. El hombre ordinario, que no puede actualmente alcanzar un estado supra-individual, podrá al menos, si obtiene la salvación, llegar al fin del ciclo humano; escapará entonces del peligro del cual acabamos de hablar, y no perderá los beneficios de su nacimiento humano, aunque los mantendrá por el contrario definitivamente, pues quien dice salvación dice por ello conservación, y es esto lo que esencialmente importa en semejante caso, pues es por ello, y solamente por ello, que la salvación puede ser considerada como aproximando al ser a su destino último, o como constituyendo en cierto sentido, y por impropia que sea tal manera de hablar, un camino hacia la Liberación.

 

Por otra parte, debe tenerse cuidado de no dejarse inducir al error por ciertas similitudes aparentes de expresión, pues los mismos términos pueden recibir numerosas acepciones y ser aplicados en muy diferentes niveles, según se trate del dominio exotérico o del dominio esotérico. Así, cuando los místicos hablan de "unión con Dios", lo que entienden con ello no es ciertamente en modo alguno asimilable al Yoga; y esta indicación es particularmente importante, porque algunos quizá estarían tentados de decir: ¿cómo podría haber para un ser una finalidad más alta que la unión con Dios? Todo depende del sentido en el que se tome la palabra "unión"; en realidad, los místicos, como todos los demás exoteristas, jamás se han preocupado de nada más que de la salvación, aunque a lo que apunten sea, si se quiere, una modalidad superior de salvación, pues sería inconcebible que no hubiera también una jerarquía entre los seres "salvados". En todo caso, la unión mística, dejando subsistir a la individualidad como tal, no puede ser sino una unión exterior y relativa, y es evidente que los místicos jamás han concebido siquiera la posibilidad de la Identidad Suprema; se detienen en la "visión", y toda la extensión de los mundos angélicos les separa aún de la Liberación.

 

NOTAS

 

(1). Otra comprobación que, a decir verdad, es mucho menos sorprendente para nosotros, es la de la obstinada incomprehensión de los orientalistas tanto a este respecto como en muchos otros; hemos visto en los últimos tiempos un ejemplo muy curioso: en una reseña de L'Homme et son devenir selon le Vêdânta, uno de ellos, respondiendo con un mal humor no disimulado a las críticas que habíamos formulado contra sus colegas, menciona como algo particularmente chocante lo que habíamos dicho de "la confusión constantemente cometida entre la salvación y la Liberación", y parece indignado de que hayamos reprochado a tal indianista el haber "traducido Moksha por salvación en todas sus obras, sin parecer siquiera dudar de la simple posibilidad de una inexactitud en tal asimilación"; evidentemente, es del todo inconcebible para él que Moksha pueda ser otra cosa que la salvación. Aparte de ello, lo que verdaderamente es divertido es que el autor de esta reseña "lamenta" que no hayamos adoptado la transcripción orientalista, cuando la verdad es que hemos indicado de forma expresa las razones de ello, y también que no hayamos ofrecido una bibliografía de obras orientalistas, como si éstas debieran ser "autoridades" para nosotros, y como si, desde el punto de vista en que nos situamos, no tuviéramos el derecho de ignorarlas pura y simplemente; tales indicaciones dan la justa medida de la comprensión de ciertas personas.

 

(2). Muchas personas parecen imaginar que el simple hecho de la muerte puede bastar para proporcionar a un hombre cualidades intelectuales o espirituales que en modo alguno poseía en vida; es ésta una extraña ilusión, y no vemos las razones que se podrían evocar para darle la menor apariencia de justificación.

 

(3). Precisemos de pasada que, si hemos adquirido la costumbre de escribir "salvación" con minúscula y "Liberación" con mayúscula, es, igual que cuando escribimos "yo" y "Sí", para marcar claramente que una es de orden individual y la otra de orden trascendente; esta observación tiene como objetivo evitar que se nos quieran atribuir intenciones que no son en absoluto las nuestras, como la de despreciar en cierto modo la salvación, mientras que se trata únicamente de situarlas tan exactamente como sea posible en el lugar que de hecho les pertenece en la realidad total.

 

 

Publicado en "Etudes Traditionnelles", enero-febrero de 1950.

 

 

 

Capítulo IX: PUNTO DE VISTA RITUAL Y PUNTO DE VISTA MORAL

 

Como ya hemos señalado en diversas ocasiones, fenómenos semejantes pueden proceder de causas totalmente diferentes; es la razón de que los fenómenos en sí mismos, que no son sino simples apariencias exteriores, jamás puedan ser considerados como constituyendo realmente la prueba de la verdad de una doctrina o de una teoría cualquiera, contrariamente a las ilusiones que a este respecto se forma el "experimentalismo" moderno. Ocurre igual en lo concerniente a las acciones humanas, que por otra parte son también fenómenos de un género determinado: las mismas acciones, o, hablando más exactamente, acciones indiscernibles exteriormente unas de otras, pueden responder a intenciones muy diversas de quienes las cumplen; e incluso, más generalmente, dos individuos pueden actuar de manera similar en casi todas las circunstancias de su vida, situándose, para modelar su conducta, en puntos de vista que en realidad no tienen casi nada en común. Naturalmente, un observador superficial, que se atenga a lo que ve y no vaya más lejos de las apariencias, no podrá dejar de equivocarse, e interpretará de manera uniforme las acciones de todos los hombres refiriéndolas a su propio punto de vista; es fácil comprender que puede haber aquí una causa para múltiples errores, por ejemplo cuando se trata de hombres que pertenecen a civilizaciones diferentes, o todavía de hechos históricos que se remontan a épocas alejadas. Un ejemplo muy claro, y en cierto modo extremo, es el que nos ofrecen aquellos de nuestros contemporáneos que pretenden explicar toda la historia de la humanidad acudiendo exclusivamente a consideraciones de orden "económico", porque, de hecho, éstas desempeñan en ellos un papel preponderante, y ni siquiera se preguntan si verdaderamente ha sido igual en todos los tiempos y en todos los lugares. Es éste un efecto de la tendencia, que en otro lugar hemos señalado, de los psicólogos a creer que los hombres son siempre y en todas partes los mismos; esta tendencia es quizá natural en cierto sentido, pero no deja de ser injustificada, y pensamos que no podría confiarse mucho en ella.

Hay otro error del mismo género que parece pasar más fácilmente inadvertido que el que acabamos de citar para muchas personas e incluso para la gran mayoría, porque están acostumbradas a considerar las cosas de esta manera, y también porque nos parece, como la ilusión "económica", ligada más o menos directamente a ciertas teorías particulares: este error es aquel que consiste en atribuir el punto de vista específicamente moral indistintamente a todos los hombres, es decir, puesto que es desde este punto de vista que los occidentales modernos extraen su propia regla de acción, a traducir en términos de "moral", con las especiales intenciones que lleva implícitas, toda regla de acción sea cual sea, incluso cuando ésta pertenece a las civilizaciones más diferentes a la suya en todos los aspectos. Quienes así piensan parecen incapaces de comprender que hay otros puntos de vista distintos que igualmente pueden suministrar tales reglas, y que incluso, según lo que hemos dicho hace un momento, las similitudes exteriores que pueden existir en la conducta de los hombres no prueban en absoluto que ésta siempre esté regida por el mismo punto de vista: así, el precepto de hacer o no hacer tal cosa, al cual algunos obedecen por razones de orden moral, puede ser observado paralelamente por otros por razones totalmente diferentes.

Por otra parte, no se debería deducir de ello que, en sí mismos e independientemente de sus consecuencias prácticas, los puntos de vista de que se trata sean equivalentes, pues, lejos de ello, lo que podría ser denominado la "cualidad" de las intenciones correspondientes varía hasta tal punto que no hay por así decir ninguna medida común entre ellas; y es así más particularmente cuando el punto de vista moral es comparado con el punto de vista ritual, que es el de las civilizaciones que presentan un carácter íntegramente tradicional.

La acción ritual, tal y como en otro lugar hemos explicado, es, según el sentido original de la palabra, la que es cumplida "conforme al orden", y en consecuencia implica, al menos en algún grado, la conciencia efectiva de esta conformidad; y, allí donde la tradición no ha sufrido ninguna merma, toda acción, sea cual sea, tiene un carácter propiamente ritual. Es importante señalar que esto supone esencialmente el conocimiento de la solidaridad y de la correspondencia que existen entre el orden cósmico y el orden humano; este conocimiento, junto a las múltiples aplicaciones que de él se derivan, existe en efecto en todas las tradiciones, mientras que se ha convertido en algo totalmente extraño a la mentalidad moderna, que no quiere ver sino "especulaciones" caprichosas en todo lo que no entra en la concepción grosera y estrechamente limitada que se forma de lo que ella llama la "realidad". Para cualquiera que no esté cegado por ciertos prejuicios, es fácil ver la distancia que separa la conciencia de la conformidad con el orden universal, y la participación del individuo en este orden en virtud de tal conformidad, de la simple "conciencia moral", que no requiere ninguna aprehensión intelectual y no está guiada sino por aspiraciones y tendencias puramente sentimentales, y qué profunda degeneración implica, en la mentalidad humana en general, el paso de una a otra. Ni que decir tiene, por otra parte, que este paso no se opera de una sola vez, y que puede haber grados intermedios, donde los dos puntos de vista correspondientes se mezclan en proporciones diversas; de hecho, en toda forma tradicional, el punto de vista ritual subsiste siempre necesariamente, pero, como en el caso de las formas propiamente religiosas, además de éste, hay una parte más o menos grande correspondiente al punto de vista moral, y veremos enseguida la razón de ello. Sea como fuere, desde el momento que nos encontramos ante este punto de vista moral en una civilización, se puede, sean cuales sean las apariencias en otros aspectos, decir que ésta ya no es íntegramente tradicional: en otras palabras, la aparición de este punto de vista puede ser considerada como unida en cierta forma a la del propio punto de vista profano.

No es éste el lugar de examinar las etapas de esta decadencia, que finalmente desemboca, en el mundo moderno, en la desaparición completa del espíritu tradicional, luego en la invasión del punto de vista profano en todos los dominios sin excepción; solamente señalaremos que es este último estadio lo que representan, en el orden de cosas que nos ocupa ahora, las morales llamadas "independientes", que, aunque se proclamen por otra parte "filosóficas" o "científicas", no son en realidad sino el producto de una degeneración de la moral religiosa, es decir, aproximadamente, frente a ésta, lo que son las ciencias profanas con respecto a las ciencias tradicionales. Naturalmente, hay también grados en la incomprensión de las realidades tradicionales, y en los errores de interpretación a los cuales da lugar; a este respecto, el grado más bajo es el de las concepciones modernas que, no contentándose con no ver en las prescripciones rituales sino simples reglas morales, lo cual ya es desconocer completamente su razón profunda, llegan a atribuirlas a vulgares preocupaciones de higiene o de limpieza; es muy evidente en efecto que, tras esto, la incomprensión no podría ser llevada más lejos.

Hay otra cuestión que, para nosotros, es ahora más importante: ¿cómo es que formas tradicionales auténticas han podido, en lugar de mantenerse en el puro punto de vista ritual, dejar un lugar al punto de vista moral, como hemos dicho, e incluso incorporárselo en cierto modo como uno de sus elementos constitutivos? Desde el momento en que, siguiendo la marcha descendente del ciclo histórico, la mentalidad humana, en su conjunto, ha caído en un nivel inferior, era inevitable que esto fuera así; en efecto, para dirigir eficazmente las acciones de los hombres, es forzosamente preciso recurrir a los medios apropiados a su naturaleza, y, cuando esta naturaleza es mediocre, los medios deben serlo también en la medida correspondiente, pues solamente por ello será salvado lo que podrá ser salvado, incluso en tales condiciones. Cuando la mayor parte de los hombres no son capaces de comprender las razones de la acción ritual como tal, es necesario, para que no obstante continúe actuando de manera que permanezca todavía normal y "regular", recurrir a motivos secundarios, morales o no, pero en todo caso de un orden mucho más relativo y contingente, y podríamos decir más bajo, que aquellos que eran inherentes al punto de vista ritual. No hay en realidad ninguna desviación en ello, sino solamente una adaptación necesaria; las formas tradicionales particulares deben ser adaptadas a las circunstancias de tiempo y lugar que determinan la mentalidad de aquellos a quienes se dirigen, puesto que es ésta la razón de ser de su diversidad, y especialmente en su parte más exterior, la que debe ser común a todos sin excepción, y a la cual naturalmente se refiere todo lo que es regla de acción. En cuanto a aquellos que todavía son capaces de una comprehensión de otro orden, no tienen sino que efectuar una transposición situándose en un punto de vista superior y más profundo, lo cual siempre será posible mientras no sea roto todo vínculo con los principios, es decir, en tanto que subsista el propio punto de vista tradicional; y de esta forma podrán considerar a la moral como un simple modo exterior de expresión, que no afecta a la esencia misma de las cosas que están revestidas de ella. Tal es así que, por ejemplo, entre quien cumple ciertas acciones por razones morales y quien las cumple con miras a un desarrollo espiritual efectivo al cual éstas pueden servir de preparación, la diferencia es con seguridad tan grande como es posible; sus maneras de actuar son sin embargo iguales, pero sus intenciones son muy distintas y no corresponden en absoluto al mismo grado de comprensión. Pero solamente cuando la moral ha perdido todo carácter tradicional se puede hablar verdaderamente de desviación; vacía de todo significado real, y no teniendo ya nada en sí misma que pueda legitimar su existencia, esta moral profana no es propiamente hablando sino un "residuo" sin valor y una pura y simple superstición.

 

Publicado en "Etudes Traditionnelles", abril y mayo de 1948.

Capítulo X: SOBRE LA "GLORIFICACIÓN" DEL TRABAJO

 

Está de moda, en nuestra época, exaltar el trabajo, sea cual sea y de cualquier manera en que sea realizado, como si tuviera un valor eminente por sí mismo e independientemente de toda consideración de otro orden; es éste el tema de innumerables declamaciones tan vacías como pomposas, y ello no solamente en el mundo profano, sino también, lo que es más grave, en las organizaciones iniciáticas que subsisten en Occidente (1). Es fácil de comprender que esta manera de considerar las cosas se vincula directamente con la exagerada necesidad de acción que es característica de los occidentales modernos; en efecto, el trabajo, al menos cuando es así considerado, no es evidentemente más que una forma de acción, y una forma a la cual, por otra parte, el prejuicio "moralista" obliga a atribuirle aún más importancia que a toda otra, porque es la que mejor se presta a ser presentada como constituyendo un "deber" para el hombre y como contribuyendo a asegurar su "dignidad" (2). Incluso a menudo se añade a ella una intención claramente antitradicional, la de despreciar la contemplación, a la que se tiende a asimilar a la "ociosidad", mientras que, por el contrario, es en realidad la más alta actividad concebible, y, por otra parte, la acción separada de la contemplación no puede ser sino ciega y desordenada (3). Todo ello no se explica sino muy fácilmente por parte de hombres que declaran, y sin duda sinceramente, que "su felicidad consiste en la propia acción" (4), y de buen grado diríamos en la agitación, pues, cuando la acción es tomada así como un fin en sí misma, y sean cuales sean los pretextos "moralistas" que se invoquen para justificarlo, no es verdaderamente nada más que esto.

Contrariamente a lo que piensan los modernos, cualquier trabajo, cumplido indistintamente por no importa quién, y únicamente por el placer de actuar o por necesidad de "ganarse la vida", no merece en absoluto ser exaltado, y ni siquiera puede ser considerado sino como algo anormal, opuesto al orden que debería regir las instituciones humanas, hasta tal punto que, en las condiciones de nuestra época, ocurre muy a menudo que adquiere un carácter al que se podría, sin ninguna exageración, calificar de "infra-humano". Lo que nuestros contemporáneos parecen ignorar completamente es que un trabajo no es realmente válido más que si es conforme a la naturaleza misma del ser que lo desempeña, si resulta en cierto modo espontáneo y necesario, si bien no es para esta naturaleza más que el medio de realizarse tan perfectamente como sea posible. Es ésta, en suma, la noción de swadharma, que es el verdadero fundamento de la institución de las castas, y sobre la cual ya hemos insistido lo suficiente en otras ocasiones como para limitarnos a citarla aquí sin más. Puede pensarse, a propósito de esto, en lo que dijo Aristóteles acerca del cumplimiento para cada ser de su "acto propio", por el cual es preciso entender a la vez el ejercicio de una actividad conforme a su naturaleza y, como consecuencia inmediata de esta actividad, el paso de la "potencia" al "acto" de las posibilidades comprendidas en tal naturaleza. En otras palabras, para que un trabajo, de un género cualquiera, sea lo que debe ser, es necesario ante todo que corresponda en el hombre a una "vocación", en el más propio sentido de la palabra (5); y, cuando esto es así, el provecho material que puede legítimamente ser obtenido no aparece sino como un fin secundario y contingente, por no decir incluso despreciable frente a un fin superior, que es el desarrollo y como la terminación "en acto" de la propia naturaleza del ser humano.

Ni que decir tiene que lo que acabamos de decir constituye una de las bases esenciales de toda iniciación de oficio, siendo la "vocación" correspondiente una de las cualificaciones requeridas para tal iniciación, e incluso, podríamos decir, la primera y la más indispensable de todas (6). Sin embargo, aún hay otra cosa sobre la cual conviene insistir, sobre todo desde el punto de vista iniciático, pues es esto lo que da al trabajo, considerado según la noción tradicional, su más profundo significado y su mayor alcance, superando la consideración de la naturaleza humana para vincularlo al propio orden cósmico, y, con ello, de la forma más directa, a los principios universales. Para comprenderlo, se puede partir de la definición del arte como "la imitación de la naturaleza en su modo de operar" (7), es decir, de la naturaleza como causa (Natura naturans), y no como efecto (Natura naturata); desde el punto de vista tradicional, en efecto, no hay ninguna distinción que hacer entre el arte y el oficio, al igual que tampoco la hay entre el artista y el artesano, y éste es un punto sobre el cual ya hemos tenido a menudo ocasión de explicarnos; todo lo que es producido "conforme al orden" merece por ello igualmente, y al mismo título, ser considerado como una obra de arte (8). Todas las tradiciones insisten sobre la analogía existente entre los artesanos humanos y el Artesano divino, tanto unos como el Otro operando "a través de un verbo concebido en el intelecto", lo que, digámoslo de pasada, señala tan claramente como es posible el papel de la contemplación como condición previa y necesaria para la producción de toda obra de arte; y aún hay aquí una diferencia esencial con la concepción profana del trabajo, que lo reduce a no ser sino acción pura y simple, como hemos dicho más arriba, y que pretende incluso oponerlo a la contemplación. Según la expresión de los Libros hindúes, "debemos construir como los Dêvas hicieron al comienzo"; esto, que naturalmente se extiende al ejercicio de todos los oficios dignos de este nombre, implica que el trabajo tiene un carácter propiamente ritual, como, por otra parte, debe tenerlo todo en una civilización íntegramente tradicional; y no solamente es este carácter ritual lo que asegura esa "conformidad al orden" de la cual hemos hablado hace un momento, sino que incluso puede decirse que no forma verdaderamente sino uno con esta propia conformidad (9).

Desde el momento en que el artesano humano imita en su dominio particular la operación del Artesano divino, participa de la obra misma de éste en la medida correspondiente, y de una manera tanto más efectiva cuando es más consciente de esta operación; y más él realiza con su trabajo las virtualidades de su propia naturaleza, más acrecienta al mismo tiempo su semejanza con el Artesano divino, y más sus obras se integran perfectamente en la armonía del Cosmos. Se ve cuán está esto lejos de las banalidades que nuestros contemporáneos tienen por costumbre afirmar, creyendo con ello elogiar el trabajo; éste, cuando es lo que tradicionalmente debe ser, pero sólo en este caso, está en realidad más allá de todo cuanto son capaces de concebir. Podemos concluir estas pocas indicaciones, a las cuales sería fácil desarrollar casi indefinidamente, diciendo esto: la "glorificación del trabajo" responde a una verdad, e incluso a una verdad de orden profundo; pero la manera en que los modernos lo entienden ordinariamente no es sino una deformación caricaturesca de la noción tradicional, llegando incluso en cierto modo a invertirla. En efecto, no se "glorifica" el trabajo con vanos discursos, lo que no tiene ningún sentido plausible; sino que el propio trabajo es "glorificado", es decir, "transformado", cuando, en lugar de no ser más que una simple actividad profana, constituye una colaboración consciente y efectiva con la realización del plan del "Gran Arquitecto del Universo".

 

NOTAS:

 

(1). Se sabe que la "glorificación del trabajo" es especialmente, en la Masonería, el tema de la última parte de la iniciación al grado de Compañero; y, desgraciadamente, en nuestros días, es generalmente comprendida de una manera totalmente profana, en lugar de ser entendida, como debería, en su sentido legítimo y realmente tradicional que nos proponemos indicar a continuación.

 

(2). A propósito de esto, diremos que, entre esta moderna concepción del trabajo y su concepción tradicional, existe toda la diferencia que de manera general, tal como ya hemos explicado, existe entre el punto de vista moral y el punto de vista ritual.

 

(3). Recordaremos aquí una de las aplicaciones del apólogo del ciego y el paralítico, en el cual representan respectivamente la vida activa y la vida contemplativa (cf. Autorité spirituelle et pouvoir temporel, cap. V).

 

(4). Extraemos esta frase de un comentario del ritual masónico que, no obstante, en muchos aspectos, no es ciertamente uno de los peores, es decir, uno de los mas afectados por las infiltraciones del espíritu profano.

 

(5). Sobre este punto, y también sobre otras consideraciones que siguen, enviaremos, para más amplios desarrollos, a los numerosos estudios que A. K. Coomaraswamy ha consagrado especialmente a estas cuestiones.

 

(6). Algunos oficios modernos, y especialmente los oficios puramente mecánicos, para los cuales no podría haber realmente una cuestión de "vocación", y que por consiguiente poseen en sí mismos un carácter anormal, no pueden de forma válida dar lugar a ninguna iniciación.

 

(7). Y no en sus producciones, como imaginan las partidarios de un arte "realista", al que sería mas exacto denominar "naturalista".

 

(8). Apenas hay necesidad de recordar que esta noción tradicional del arte no tiene absolutamente nada en común con las teorías "estéticas" de los modernos.

 

(9). Sobre todo esto, ver A. K. Coomaraswamy, Is Art a Superstition or a Way of Life?, en el volumen titulado Why exhibit Works of Art?

 

Publicado en "Etudes Traditionnelles", junio de 1948.

Capítulo XI: LO SAGRADO Y LO PROFANO

 

A menudo hemos explicado ya que, en una civilización íntegramente tradicional, toda actividad humana, sea cual sea, posee un carácter al que se puede llamar sagrado, ya que, por propia definición, la tradición no deja nada fuera de ella; sus aplicaciones se extienden entonces sin excepción a todo, de manera que no hay nada que pueda ser considerado como indiferente o insignificante a este respecto, y, haga lo que haga el hombre, su participación en la tradición está asegurada de una forma constante por sus propios actos. En cuanto ciertas cosas escapan al punto de vista tradicional o, lo que viene a ser lo mismo, son consideradas como profanas, esto es el signo manifiesto de que ya se ha producido una degeneración que entraña un debilitamiento y como una aminoración de la tradición; y tal degeneración está naturalmente unida, en la historia de la humanidad, a la marcha descendente del desarrollo cíclico. Evidentemente pueden existir diferentes grados, pero, de manera general, se puede decir que actualmente, incluso en las civilizaciones que todavía han mantenido el carácter más claramente tradicional, cierta parte más o menos grande está siempre volcada a lo profano, como una especie de concesión forzada a la mentalidad determinada por las propias condiciones de la época. Ello no quiere decir sin embargo que una tradición pueda reconocer jamás el punto de vista profano como legitimo, pues esto equivaldría en suma a negarse a sí misma, al menos parcialmente, y según la medida de la extensión que le concediera; a través de todas sus adaptaciones sucesivas, no puede sino mantener siempre con razón, si no de hecho, que su propio punto de vista es realmente válido para todo y que su dominio de aplicación lo comprende igualmente todo.

 

No es, por otro lado, sino sólo la civilización occidental moderna la que, debido a que su espíritu es esencialmente antitradicional, pretende afirmar la legitimidad de lo profano como tal y considera incluso como un "progreso" el incluir en éste una parte cada vez mayor de la actividad humana, si bien en el fondo, para el espíritu íntegramente moderno, no hay más que lo profano, y todos sus esfuerzos tienden en definitiva a la negación o a la exclusión de lo sagrado. Las relaciones están aquí invertidas: una civilización tradicional, incluso aminorada, no puede sino tolerar la existencia del punto de vista profano como un mal inevitable, esforzándose en limitar sus consecuencias lo máximo posible; en la civilización moderna, por el contrario, es lo sagrado lo que no es más que tolerado, ya que no es posible hacerlo desaparecer completamente de un solo golpe, y al cual, esperando la realización completa de este "ideal", se le concede un lugar cada vez más reducido, poniendo el mayor cuidado en aislarlo de todo lo demás mediante una barrera infranqueable.

 

El paso de una a otra de estas dos actitudes opuestas implica el convencimiento de que existe, no solamente un punto de vista profano, sino un dominio profano, es decir, de que hay cosas que son profanas en sí mismas y por su propia naturaleza, en lugar de no ser tales, como realmente ocurre, sino por efecto de cierta mentalidad. Esta afirmación de un dominio profano, que transforma indebidamente un simple estado de hecho en un estado de derecho, es entonces, si puede decirse, uno de los postulados fundamentales del espíritu antitradicional, puesto que no es sino inculcando en principio esta falsa concepción a la generalidad de los hombres como puede esperar alcanzar gradualmente sus fines, es decir, la desaparición de lo sagrado, o, en otras palabras, la eliminación de la tradición hasta en sus últimos vestigios. No hay más que observar a nuestro alrededor para darse cuenta de hasta qué punto el espíritu moderno ha triunfado en esta labor que se ha asignado, pues incluso los hombres que se juzgan "religiosos", luego aquellos entre quienes subsiste aún más o menos conscientemente algo del espíritu tradicional, no dejan de considerar a la religión como algo que ocupa entre lo demás un lugar aparte, y, por otro lado, a decir verdad, muy restringido, de tal manera que no ejerce ninguna influencia efectiva sobre todo el resto de su existencia, en la que piensan y actúan exactamente de la misma forma que los más completamente irreligiosos de sus contemporáneos. Lo más grave es que estos hombres no se comportan así simplemente porque se encuentren obligados por la coacción del medio en el cual viven, porque haya aquí una situación de hecho que no pueden sino lamentar y de la cual son incapaces de substraerse, lo que todavía sería admisible, pues con seguridad no se puede exigir a todos que tengan el coraje necesario para reaccionar abiertamente contra las tendencias dominantes de su época, lo que ciertamente no deja de ser peligroso bajo más de un aspecto. Lejos de ello, están afectados por el espíritu moderno hasta tal punto que, como todos los demás, consideran la distinción e incluso la separación de lo sagrado y lo profano como perfectamente legítima, y, en el estado de cosas que es el de todas las civilizaciones tradicionales y normales, no ven sino una confusión entre dos dominios diferentes, confusión que, según ellos, ha sido "superada" y ventajosamente disipada por el "progreso".

 

Todavía hay más: tal actitud, ya difícilmente concebible por parte de hombres, sean cuales sean, que se dicen y se creen sinceramente religiosos, no es siquiera sólo debida a los "laicos", en los cuales podría quizá, con rigor, ser debida a una ignorancia que la hiciera excusable hasta cierto punto. Parece que esta misma actitud es también ahora la de numerosos eclesiásticos, que parecen no comprender todo lo que ella tiene de contrario a la tradición, y decimos a la tradición de una manera general, luego a aquello de lo cual son los representantes tanto como a toda otra forma tradicional; y se nos ha hecho notar que algunos de entre ellos llegan incluso a hacer un reproche a las civilizaciones orientales en cuanto a que la vida social está todavía penetrada de espiritualidad, viendo aquí una de las principales causas de su supuesta inferioridad con respecto a la civilización occidental. Por otra parte, cabe señalar una extraña contradicción: los eclesiásticos más afectados por las tendencias modernas se muestran generalmente mucho más preocupados por la acción social que por la doctrina; pero, puesto que aceptan e incluso aprueban la "laicización" de la sociedad, ¿por qué intervienen en ese dominio? Esto no puede ser para tratar, como sería legitimo y deseable, de introducir un poco de espíritu tradicional, desde el momento en que piensan que éste debe permanecer completamente extraño a las actividades de este orden; esta intervención es entonces totalmente incomprensible, a menos de admitir que existe algo en su mentalidad profundamente ilógico, lo que es por otra parte el caso indudable de muchos de nuestros contemporáneos. Sea como sea, hay aquí un síntoma de los más inquietantes: cuando los representantes auténticos de una tradición han llegado al punto en que su manera de pensar no difiere sensiblemente de la de sus adversarios, se puede preguntar qué grado de vitalidad tiene aun esa tradición en su actual estado; y, puesto que la tradición de que se trata es la del mundo occidental, ¿qué posibilidad de enderezamiento puede, en estas condiciones, haber para ésta, a menos en tanto que se mantenga en el dominio exotérico y no se considere ningún otro orden de posibilidades?

 

 

 

Publicado originalmente en "Etudes Traditionnelles", enero-febrero de 1950.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Capítulo XII: A PROPÓSITO DE "CONVERSIONES"

 

La palabra "conversión" puede ser empleada en dos sentidos totalmente diferentes: su sentido original es aquel que la hace corresponder al término griego metanoia, que expresa propiamente un cambio de nous, o, como ha dicho A. K. Coomaraswamy, una "metamorfosis intelectual". Esta transformación interior, como por otra parte indica la propia etimología de la palabra latina (de cum-vertere), implica a la vez una "reunión" o una concentración de las potencias del ser, y una especie de "inversión" por la cual ese ser pasa "del pensamiento humano a la comprensión divina". La metanoia o la "conversión" es entonces el tránsito consciente de la mente entendida en su sentido ordinario e individual, y considerada como inclinada hacia las cosas sensibles, a lo que es su transposición en un sentido superior, donde se identifica con el hêgemôn de Platón o con el antaryâmî de la tradición hindú. Es evidente que se trata de una fase necesaria en todo proceso de desarrollo espiritual; se trata entonces, insistimos, de un hecho de orden puramente interior, que no tiene absolutamente nada en común con un cambio exterior y contingente cualquiera que dependa simplemente del dominio "moral", como muy a menudo se tiene tendencia a creer hoy en día (y se llega incluso, en este sentido, a traducir metanoia por "arrepentimiento"), o del dominio religioso y más generalmente exotérico (1).

Por el contrario, el sentido vulgar de la palabra "conversión", el que ha llegado a tener constantemente en el lenguaje corriente, y que también es aquel en el cual lo tomaremos ahora tras esta indispensable explicación para evitar todo equívoco, este segundo sentido, decimos, designa únicamente el paso exterior de una forma tradicional a otra, sean cuales sean las razones por las cuales ha podido ser determinado, razones muy a menudo contingentes, a veces incluso desprovistas de toda importancia real, y que en todo caso no tienen nada que ver con la pura espiritualidad. Aunque sin duda pueda haber a veces conversiones más o menos espontáneas, al menos en apariencia, son, lo más frecuentemente, una consecuencia del "proselitismo" religioso, y es evidente que todas las objeciones que puedan formularse contra el valor de éstas se aplican igualmente a sus resultados; en suma, el "conversor" y el "converso" hacen gala de una misma incomprensión del sentido profundo de sus tradiciones, y sus actitudes respectivas demuestran manifiestamente que su horizonte intelectual está igualmente limitado al punto de vista del exoterismo más exclusivo (2). Aparte de esta razón de principio, debemos decir que, también por otros motivos, apreciamos muy poco a los "conversos" en general, no porque se deba a priori poner en duda su sinceridad (no queremos considerar aquí el caso, no obstante muy frecuente de hecho, de quienes no son movidos más que por algún bajo interés material o sentimental, a los que más bien se les podría llamar "pseudo-conversos"), sino en principio porque dan prueba por lo menos de una inestabilidad mental más bien molesta, y a continuación porque casi siempre tienen tendencia a hacer alarde del "sectarismo" mas estrecho y exagerado, sea por un efecto de su temperamento, que empuja a algunos de entre ellos a pasar de un extremo a otro con una desconcertante facilidad, sea simplemente por desviar las sospechas de las cuales creen ser objeto en su nuevo medio. En el fondo, se puede decir que los "conversos" son poco interesantes, al menos para quienes consideran las cosas fuera de todo prejuicio de exclusivismo exotérico, y que, además, no tienen ningún interés por el estudio de ciertas "curiosidades" psicológicas; y, por nuestra parte, creemos mas conveniente no tenerlos demasiado cerca.

Dicho esto de forma clara, debemos señalar (y es a esto sobre todo a lo que queríamos llegar) que a veces se habla inoportunamente de "conversiones", en casos en los cuales esta palabra, entendida en el sentido que acabamos de mencionar, como de hecho es siempre, no podría aplicarse en modo alguno. Queremos hablar de quienes, por razones de orden esotérico o iniciático, son llevados a adoptar una forma tradicional distinta a aquella en la cual podrían estar vinculados por su origen, sea porque ésta no les ofrece ninguna posibilidad de este orden, sea solamente porque la otra les suministra, incluso en su exoterismo, una base más apropiada a su naturaleza, y en consecuencia más favorable para su trabajo espiritual. Éste es, para cualquiera que se sitúe en el punto de vista esotérico, un derecho absoluto contra el cual no puede ninguno de los argumentos de los exoteristas, puesto que se trata de un caso que, por definición, está completamente fuera de su competencia. Contrariamente a lo que tiene lugar en una "conversión", no hay aquí nada que implique la atribución de una superioridad en sí a una forma tradicional sobre otra, sino únicamente lo que se podría denominar una razón de conveniencia espiritual, que no es lo mismo que una simple "preferencia" individual, y con respecto a la cual todas las consideraciones exteriores son perfectamente insignificantes. Por supuesto, quien puede legítimamente actuar así debe, desde el momento en que es realmente capaz de situarse en el punto de vista esotérico, tal como hemos indicado, tener conciencia, al menos en virtud de un conocimiento teórico, ya que aún no efectivamente realizado, de la unidad esencial de todas las tradiciones; y sólo esto basta evidentemente para que, en lo que le concierne, una "conversión" sea algo enteramente desprovisto de sentido y verdaderamente inconcebible. Si se nos pidiera ahora la razón por la que existe este caso, responderíamos que es ante todo debido a las condiciones de la época actual, en la que, por un lado, algunas tradiciones se han vuelto, de hecho, incompletas "por arriba", es decir, en cuanto a su parte esotérica, que sus representantes "oficiales" han llegado incluso a negar más o menos formalmente y, por otro, ocurre muy a menudo que un ser nace en un medio que no es el que le conviene realmente y el que puede permitir el desarrollo normal de sus posibilidades, especialmente en el orden intelectual y espiritual; es con seguridad lamentable en más de un aspecto que ello sea así, pero estos son los inconvenientes inevitables en la presente fase del Kali-Yuga.

Además de este caso de quienes se "establecen" en una forma tradicional porque es la que pone a su disposición los medios más adecuados para el trabajo interior que todavía han de efectuar, hay otro del cual debemos decir también algunas palabras: es aquel de los hombres que, llegados a un alto grado de desarrollo espiritual, pueden adoptar exteriormente tal o cual forma tradicional según las circunstancias y por razones de las cuales son los únicos jueces, tanto más cuanto que estas razones son generalmente de aquellas que escapan forzosamente a la comprensión de los hombres ordinarios. Aquellos están, debido al estado espiritual que han alcanzado, más allá de todas las formas, de manera que no se trata para ellos de apariencias exteriores, que no podrían en absoluto afectar o modificar su realidad íntima; no solamente han comprendido, como los que mencionábamos anteriormente, sino que plenamente han realizado, en su principio mismo, la unidad fundamental de todas las tradiciones. Sería entonces aún más absurdo hablar aquí de "conversiones", y no obstante ello no impide que hayamos visto a algunos escribir seriamente que Shrî Râmakrishna, por ejemplo, se había "convertido" al Islam en tal período de su vida y al Cristianismo en tal otro; nada podría ser más ridículo que semejantes afirmaciones, que dan una idea muy triste de la mentalidad de sus autores. De hecho, para Shrî Râmakrishna, se trataba solamente de "verificar" en cierto modo, a través de una experiencia directa, la validez de "vías" diferentes representadas por esas tradiciones, las cuales temporalmente asimila; ¿qué hay aquí que pueda parecerse de cerca o de lejos a una "conversión" cualquiera? De manera general, podemos decir que quien tenga conciencia de la unidad de las tradiciones, sea por una aprehensión simplemente teórica o con mayor razón por una realización efectiva, es necesariamente, por ello, "inconvertible"; por otra parte, es el único que verdaderamente lo es, pudiendo siempre los demás, a este respecto, estar más o menos a merced de circunstancias contingentes. No se podría denunciar más enérgicamente el equívoco que conduce a algunos a hablar de "conversiones" allí donde no hay huellas de ello, pues es importante cortar de cuajo las numerosas necedades de este género que están extendidas en el mundo profano, y bajo las cuales, muy a menudo, no es difícil adivinar intenciones claramente hostiles a todo lo que depende del esoterismo.

 

NOTAS:

 

(1). Sobre este tema, ver A. K. Coomaraswamy, On Being in One's Right Mind ("Review of Religion", nº de noviembre de 1.942).

 

(2). En el fondo, no hay conversión realmente legítima en principio más que la que consiste en la adhesión a una tradición, sea cual sea por lo demás, por parte de quien anteriormente estaba desprovisto de todo vínculo.

 

Publicado en "Etudes Traditionnelles", octubre-nov. de 1948.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Capítulo XIII: CEREMONIALISMO Y ESTETICISMO

 

Ya hemos denunciado la extraña confusión que frecuentemente se comete, en nuestra época, entre los ritos y las ceremonias (1), que da prueba de un completo desconocimiento de la verdadera naturaleza y de los caracteres esenciales de los ritos, e incluso podríamos decir de la tradición en general. En efecto, mientras que los ritos, como todo lo que es de orden realmente tradicional, conllevan necesariamente un elemento "no humano", las ceremonias, por el contrario, son algo puramente humano y no pueden pretender nada más que efectos estrictamente limitados a este dominio, e incluso, podríamos decir, a sus aspectos más exteriores, pues estos efectos, en realidad, son exclusivamente "psicológicos" y ante todo emotivos. También se podría ver en la confusión de que se trata un caso particular o una consecuencia del "humanismo", es decir, de la tendencia moderna a reducirlo todo al nivel humano, tendencia que se manifiesta además por otro lado por la pretensión de explicar "psicológicamente" los efectos de los propios ritos, lo que además suprime efectivamente la diferencia esencial existente entre éstos y las ceremonias.

 

No se trata de negar la utilidad relativa de las ceremonias, en tanto que, añadiéndose accidentalmente a los ritos, hacen a éstos, en un período de oscurecimiento espiritual, más accesibles a la generalidad de los hombres, a quienes preparan así en cierto modo para recibir sus efectos, ya que no pueden ser alcanzados inmediatamente sino por medios exteriores como éstos. Aún sería preciso, para que este papel de "ayudantes" fuera legítimo e incluso para que pueda ser realmente eficaz, que el desarrollo de las ceremonias sea mantenido en ciertos límites, más allá de los cuales se corre más bien el riesgo de tener consecuencias totalmente opuestas. Es lo que demasiado a menudo se ve en el actual estado de las formas religiosas occidentales, donde los ritos acaban por ser verdaderamente asfixiados por las ceremonias; en semejante caso, no solamente lo accidental es frecuentemente tomado por lo esencial, lo que da nacimiento a un excesivo formalismo vacío de sentido, sino que el "espesor" mismo del revestimiento ceremonial, si se permite la expresión, opone a la acción de las influencias espirituales un obstáculo que está lejos de ser despreciable; hay aquí un verdadero fenómeno de "solidificación", en el sentido en que hemos tomado esta palabra en otro lugar (2), que se adecua bien al carácter general de la época moderna.

Este abuso al cual se puede dar el nombre de "ceremonialismo" es, a decir verdad, algo propiamente occidental, y ello es fácil de comprender; en efecto, las ceremonias dan siempre la impresión de algo excepcional, y comunican verosimilitud a los ritos a los cuales vienen a superponerse; ahora bien, menos una civilización es tradicional en su conjunto, más se acentúa la separación entre la tradición, en la medida aminorada en que todavía subsista, y todo el resto, que es entonces considerado como puramente profano y constituye lo que se ha convenido en llamar la "vida ordinaria", sobre la cual los elementos tradicionales no ejercen ninguna influencia efectiva. Es muy evidente que esta separación jamás ha sido llevada tan lejos como entre los occidentales modernos; y, con ello, queremos hablar naturalmente de quienes han mantenido algo de su tradición pero que, aparte del restringido papel que otorgan en su vida a la "práctica" religiosa, no se distinguen de los demás en modo alguno. En estas condiciones, todo lo que depende de la tradición reviste forzosamente, con respecto al resto, un carácter de excepción, que subraya precisamente el despliegue de ceremonias que le rodea; así, incluso si se admite que hay aquí algo que en parte se explica por el temperamento occidental, y que corresponde a un género de emotividad que le hace más particularmente sensible a las ceremonias, no es menos cierto que existen aún en ello razones de un orden más profundo, en estrecha relación con el extremo debilitamiento del espíritu tradicional. Es de señalar también, en el mismo orden de ideas, que los occidentales, cuando hablan de cosas espirituales o que consideran como tales con razón o sin ella (3), se creen siempre obligados a adoptar un tono solemne y aburrido, como para remarcar mejor que estas cosas no tienen nada en común con las que son el tema habitual de sus conversaciones; comoquiera que puedan pensar, esta afectación "ceremoniosa" no tiene con seguridad ninguna relación con la seriedad y la dignidad que conviene observar en todo lo que es de orden tradicional, y que no excluyen en absoluto la más perfecta naturalidad y la mayor simplicidad de actitud, como puede verse aún hoy en día en Oriente (4).

Hay otra parte de la cuestión de la que no hemos dicho nada anteriormente, y sobre la cual nos parece necesario insistir un poco: queremos hablar de la conexión existente, en los occidentales, entre el "ceremonialismo" y lo que puede ser llamado el "esteticismo". Con esta última palabra entendemos naturalmente la mentalidad especial que procede del punto de vista "estético"; éste se aplica en primer lugar y más propiamente al arte, pero se extiende poco a poco a otros dominios y termina por afectar con un "tinte" particular la manera en que los hombres consideran todas las cosas. Se sabe que la concepción "estética" es, como su nombre por otra parte indica, la que pretende reducirlo todo a una simple cuestión de "sensibilidad"; es la concepción moderna y profana del arte lo que, como A. K. Coomaraswamy ha demostrado en numerosos escritos, se opone a su concepción normal y tradicional; elimina toda intelectualidad, incluso podría decirse toda inteligibilidad, y lo bello, lejos de ser el "esplendor de la verdad" como se le definía antiguamente, se reduce a no ser más que lo que produce cierto sentimiento de placer, luego algo puramente "psicológico" y "subjetivo". Es entonces fácil de comprender cómo el gusto por las ceremonias se vincula a esta manera de ver, puesto que, precisamente, las ceremonias no tienen sino efectos de este orden "estético" y no podrían tener otros; son, como el arte moderno, algo que no ha lugar pretender comprender y donde no hay ningún sentido más o menos profundo que penetrar, pero por lo cual basta dejarse "impresionar" de una manera totalmente sentimental. Todo ello no llega entonces, en el ser psíquico, sino a la parte más superficial e ilusoria de todas, aquella que varía no solamente de un individuo a otro, sino también en el mismo individuo según sus momentáneas disposiciones; este dominio sentimental es, bajo todos los aspectos, el tipo más completo y más extremo de lo que podría ser llamado la "subjetividad" en estado puro (5).

 

Lo que hemos dicho acerca del gusto por las ceremonias propiamente dichas se aplica también, por supuesto, a la importancia excesiva y en cierto modo desproporcionada que algunos atribuyen a todo lo que es "decorado" exterior, llegando a veces, incluso en las cosas de orden auténticamente tradicional, hasta a querer hacer de este accesorio contingente un elemento totalmente indispensable y esencial, al igual que otros se imaginan que los ritos perderían todo su valor si no estuvieran acompañados de ceremonias más o menos "imponentes". Es aún quizá más evidente aquí que es de "esteticismo" de lo que se trata en el fondo, e, incluso cuando quienes se unen así al "decorado" aseguran hacerlo a causa del significado que ellos le reconocen, no estamos seguros de que no se engañen a menudo con ello, y de que no estén atraídos más bien hacia algo mucho más exterior y "subjetivo", por una impresión "artística" en el moderno sentido de la palabra; lo menos que se puede decir es que la confusión entre lo accidental y lo esencial, que subsiste de todos modos, es siempre el signo de una comprensión muy imperfecta. Así, por ejemplo, entre quienes admiran el arte de la Edad Media, incluso aún cuando estén persuadidos sinceramente de que su admiración no es simplemente "estética", como lo era la de los "románticos", y de que el motivo principal es la espiritualidad que se expresa en este arte, dudamos que haya muchos que verdaderamente lo comprendan y que sean capaces de hacer el esfuerzo necesario para verlo de otro modo que con los ojos modernos, es decir, para situarse realmente en el estado de espíritu de quienes han realizado este arte y de aquellos a quienes estaba destinado. Entre quienes gustan de rodearse de un "decorado" de esta época, se encuentra casi siempre, en un grado más o menos acentuado, si no la mentalidad propiamente hablando, al menos la "óptica" de los arquitectos que han producido el "neo-gótico", o de los pintores modernos que han tratado de imitar las obras de los "primitivos". Siempre hay en estas reconstituciones algo de artificial y de "ceremonioso", algo que "suena falso", podríamos decir, y que recuerda a la "exposición" o al "museo" mucho más que evocar el uso real y normal de las obras de arte en una civilización tradicional; para decirlo brevemente, se tiene claramente la impresión de que el "espíritu" está ausente (6).

 

Lo que acabamos de decir con respecto a la Edad Media, a fin de ofrecer un ejemplo tomado del interior del propio mundo occidental, se podría decir también, y con mayor razón, de los casos en que se trata de un "decorado" oriental; es muy raro, en efecto, que éste, incluso aunque esté compuesto de elementos auténticos, no represente sobre todo, en tanto que "conjunto", la idea que los occidentales se hacen de Oriente, y que no tiene sino muy lejanas relaciones con lo que realmente es Oriente (7). Esto nos conduce a precisar aún otro punto importante: y es que, entre las múltiples manifestaciones del "esteticismo" moderno, conviene conceder un lugar aparte al gusto por el "exotismo", que tan frecuentemente se comprueba entre nuestros contemporáneos, y que, sean cuales sean los diversos factores que han podido contribuir a extenderlo y que sería muy largo de examinar aquí en detalle, se reduce aún en definitiva a una cuestión de "sensibilidad" más o menos "artística", extraña a toda comprensión real, e incluso desgraciadamente, entre aquellos que no hacen más que "seguir" e imitar a los demás, es un simple asunto de "moda", como lo es por otra parte también el caso de la admiración afectada hacia tal o cual forma de arte, y que varía de un momento a otro a merced de las circunstancias. El caso del "exotismo" nos atañe en cierto modo más directamente que otro, porque es muy de temer que el interés que algunos manifiestan por las doctrinas orientales no sea debido sino muy a menudo a esta tendencia; cuando es así, es evidente que no se trata más que de una "actitud" puramente exterior que no debe ser tomada en serio. Lo que complica las cosas es que esta misma tendencia puede también mezclarse a veces, en mayor o menor proporción, con un interés mucho más real y sincero; este caso no es ciertamente tan desesperado como el otro, pero lo que debe tenerse entonces en cuenta es que jamás se podrá alcanzar la verdadera comprensión de una doctrina cualquiera más que cuando la impresión de "exotismo" que ha podido darse al principio haya desaparecido por completo. Ello puede exigir un esfuerzo preliminar considerable e incluso penoso para algunos, pero es estrictamente indispensable si desean obtener algún resultado válido de los estudios que han emprendido; si ello es imposible, lo que naturalmente ocurre algunas veces, es que no se trata sino de occidentales que, debido a su constitución psíquica especial, jamás podrán dejar de serlo, y que, en consecuencia, harían mucho mejor en permanecer como tales entera y francamente, y en renunciar a ocuparse de cosas de las cuales no pueden obtener ningún provecho real, pues, hagan lo que hagan, éstas se situarán siempre para ellos en "otro mundo" sin relación con aquel al cual de hecho pertenecen y del cual son incapaces de salir. Añadiremos que estas indicaciones adquieren una importancia muy particular en el caso de los occidentales de origen que, por una u otra razón, y especialmente por razones de orden esotérico e iniciático, las únicas en suma a las que podemos considerar como verdaderamente dignas de interés (8), han tomado la decisión de adherirse a una tradición oriental; en efecto, es una verdadera cuestión de "cualificación" la que se plantea para ellos, y debería, con todo rigor, ser objeto de una especie de "prueba" previa antes de llegar a una adhesión real y efectiva. En todo caso, e incluso en las condiciones más favorables, es preciso que éstos estén persuadidos de que, en tanto encuentren el menor carácter "exótico" en la forma tradicional que hayan adoptado, será la prueba más concluyente de que no han asimilado verdaderamente esta forma y, sean cuales puedan ser las apariencias, ésta permanece aún para ellos exterior a su ser real y no lo modifica sino superficialmente; es éste en cierto modo uno de los primeros obstáculos que encuentran sobre su vía, y la experiencia nos obliga a reconocer que, para muchos, no es quizá el más fácil de superar.

 

NOTAS:

 

(1). Ver Aperçus sur l'Initiation, cap. XIX.

 

(2). Ver Le Règne de la Quantité et les Signes des Temps.

 

(3). Hacemos esta restricción a causa de las múltiples falsificaciones de la espiritualidad que tienen lugar entre nuestros contemporáneos; pero es suficiente conque estén persuadidos de que se trata de espiritualidad o que quieran persuadir de ello a los demás para que la misma indicación se aplique en todos los casos.

 

(4). Esto es particularmente manifiesto en el caso del Islam, que implica naturalmente muchos ritos, pero donde no se podría encontrar una sola ceremonia. Por otra parte, en el propio Occidente, se puede constatar, a través de lo que ha sido conservado de los sermones de la Edad Media, que los predicadores, en esta época verdaderamente religiosa, no desdeñaban en absoluto el empleo de un tono familiar y a veces incluso humorístico. Un hecho muy significativo es la desviación que el uso corriente ha hecho sufrir al sentido de la palabra "pontífice" y sus derivados, que, para el occidental ordinario que ignora su valor simbólico y tradicional, han llegado a no representar otra idea que la del "ceremonialismo" más excesivo, como si la función esencial del pontificado fuera, no el cumplimiento de ciertos ritos, sino el de ceremonias particularmente pomposas.

 

(5). No vamos a hablar aquí de ciertas formas del arte moderno, que pueden producir efectos de desequilibrio e incluso de "desagregación" cuyas repercusiones son susceptibles de extenderse mucho más lejos; no se trata entonces solamente de la insignificancia, en el sentido propio de la palabra, que se vincula a todo lo que es puramente profano, sino de una verdadera obra de "subversión".

 

(6). Señalaremos de pasada, en el mismo orden de ideas, el caso de las fiestas llamadas "folklóricas", que están tan de moda hoy en día: estos ensayos de reconstitución de antiguas fiestas "populares", incluso cuando se apoyan en la documentación más exacta y en la erudición más escrupulosa, tienen inevitablemente un aspecto irrisorio de "mascarada" y de grosera imitación, pudiendo hacer creer en una intención "paródica" que sin embargo ciertamente no existe en sus organizadores.

 

(7). Por tomar un ejemplo extremo y por ello más "tangible", las obras de la mayor parte de los pintores llamados "orientalistas" no muestran sino demasiado bien lo que puede ofrecer la "óptica" occidental aplicada a las cosas de Oriente; no es dudoso que hayan tomado como modelos a personajes, objetos y paisajes orientales, pero, puesto que no los han visto más que de una manera totalmente exterior, la manera en la cual los han "expresado" vale poco más o menos lo que las realizaciones de los "folkloristas" de las cuales hemos hablado hace un momento.

 

(8). Ver a este respecto el artículo, A propos de "conversions" (aquí, capítulo XII, N. del T.).

 

 

 

Publicado en "Etudes Traditionnelles", octubre-noviembre de 1950.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Capítulo XIV: NUEVAS CONFUSIONES

 

Ya hemos señalado, hace algunos años, la extraña actitud de quienes experimentaban la necesidad de confundir deliberadamente al esoterismo con el misticismo o incluso, hablando más exactamente, de exponer las cosas de manera que se substituyera completamente el esoterismo por el misticismo en todas partes donde encontraran a éste, y especialmente en las doctrinas orientales (1). Esta confusión, por lo demás, había surgido entre los orientalistas, y pudo, en su origen, no ser debida más que a su incomprensión, de la cual han dado demasiadas pruebas como para que haya lugar a asombrarse; pero cuando la cosa se hace más grave es cuando es asimilada por ciertos medios religiosos, con intenciones visiblemente mucho más conscientes y un prejuicio que no era simplemente el de hacer entrar todo, de grado o por fuerza, en los marcos occidentales. En estos medios, en efecto, el hecho se había limitado a negar pura y simplemente la existencia de todo esoterismo, lo que evidentemente era la actitud más cómoda, puesto que dispensaba de examinar más a fondo algo que se consideraba como particularmente molesto, y que efectivamente lo es para quienes, como los exoteristas exclusivos, pretenden que nada debe haber que escape a su competencia; pero parece que, en un cierto momento, se haya considerado que esta negación total y "simplista" ya no era posible, y que al mismo tiempo era más hábil desnaturalizar el esoterismo para poder en cierto modo "anexionarlo", asimilándolo a algo que, como el caso del misticismo, no depende en realidad sino del exoterismo religioso. Así, se podía todavía continuar no pronunciando la palabra esoterismo, puesto que la de misticismo ocupaba su lugar en todas partes y siempre, y la cosa estaba tan bien disfrazada con ello que parecía entrar en el dominio exotérico, lo que sin duda era lo esencial para los fines propuestos, y permitía a algunos formular con razón o sin ella "juicios" sobre cosas de las que no poseían la menor cualificación para apreciar y que, por su verdadera naturaleza, estaban, desde todos los puntos de vista, completamente fuera de su "jurisdicción".

 

En estos últimos tiempos, hemos señalado todavía otro cambio de actitud, y gustosos diríamos otro cambio de táctica, pues es evidente que, en todo ello, no se trata solamente de una actitud que, por errónea que sea, pueda al menos pasar por desinteresada, como puede admitirse en el caso de la mayoría de los orientalistas (2); y lo que es muy curioso es que esta nueva actitud ha comenzado a manifestarse precisamente en los mismos medios que la anterior, así como en algunos otros bastante cercanos a éstos, a juzgar por el hecho de que veamos figurar en parte a los mismos personajes (3). Ahora no se vacila en hablar claramente de esoterismo, como si súbitamente esta palabra hubiera dejado de dar miedo a algunos; ¿qué ha podido pasar para que se decidieran a llegar a ello? Sería sin duda muy difícil decirlo exactamente, pero nos permitimos suponer que, de una u otra manera, la existencia del esoterismo se ha convertido en una verdad demasiado evidente como para que se pueda continuar silenciándola o sosteniendo que este esoterismo no es más que misticismo; a decir verdad, nos tememos que hemos tenido algo que ver en el desengaño más bien penoso que esta comprobación ha debido causar en ciertos círculos, pero es así y no podemos hacer nada; es preciso que se tome partido y que se trabaje en acomodarse de la mejor manera posible a las modificaciones que sobrevienen en las circunstancias en medio de las que se vive. Es por otra parte lo que se apresuran a hacer, pero ello no significa que pensemos deber felicitarnos más de la cuenta, pues apenas hay que hacerse ilusiones sobre lo que podríamos llamar la "cualidad" de este cambio; no basta, en efecto, que se quiera al fin reconocer la existencia del esoterismo como tal, es necesario aún ver cómo se lo presenta y de qué manera se habla de él, y, como es de esperar, ésta es una de esas cosas que se estropean de una manera muy singular.

 

En primer lugar, aunque no siempre sea fácil saber lo que algunos piensan en el fondo, puesto que parecen dedicarse a no disipar jamás por completo los equívocos que pueden introducirse en sus exposiciones (y no queremos hacerles la ofensa de creer que esto sea pura incapacidad por su parte), parece que admitan no solamente la existencia del esoterismo, sino también su validez, al menos en cierta medida, y sobre todo bajo la cubierta del simbolismo; y, con seguridad, ya es algo apreciable el que, en cuanto al simbolismo, no se limiten a la molesta banalidad de las interpretaciones exotéricas corrientes y al anodino "moralismo" en el cual se inspiran normalmente. Sin embargo, diríamos de buen grado que, bajo ciertos aspectos, llegan a veces más lejos, en el sentido en que, en consideraciones muy justas, se les ocurre mezclar otras que no dependen sino de un pseudo-simbolismo totalmente irreal y al que verdaderamente es imposible tomar en serio; ¿es preciso no ver en ello más que el efecto de cierta falta de experiencia en este dominio en donde nada podría improvisarse? Es posible que haya algo de esto, pero también puede tratarse de algo distinto; incluso se diría que esta mezcla está hecha a propósito para despreciar al simbolismo y al esoterismo, y sin embargo no podemos creer que tal sea la intención de quienes escriben estas cosas, pues sería necesario entonces que se resignaran voluntariamente a ver ese descrédito repercutir sobre ellos mismos y sobre sus propios trabajos; pero es menos seguro que esta intención no exista de algún modo entre aquellos por quienes se dejan dirigir, pues es evidente que, en semejante caso, no todos son igualmente conscientes de las interioridades de la "táctica" a la cual ofrecen su colaboración. Sea como sea, preferimos, hasta que no se pruebe lo contrario, pensar que se trata solamente de "minimizar" este esoterismo que no puede negarse (es en suma lo que una expresión proverbial denomina "faire la part du feu") (4), de restringir su alcance lo máximo posible, introduciendo cuestiones sin importancia real, incluso de todo hecho insignificantes, especies de "distracciones" para el público, que naturalmente estará muy dispuesto a hacerse una idea del esoterismo por sí mismo después de estas pequeñas cosas que están, mucho más que todo el resto, a la altura de sus facultades de comprensión (5).

 

Esto no es sin embargo lo más grave, y hay algo que nos parece más inquietante en ciertos aspectos: es que se mezcle inextricablemente el verdadero esoterismo con sus múltiples deformaciones e imitaciones contemporáneas, ocultistas, teosofistas y otras, extrayendo indistintamente de unas y otras nociones y referencias que se presentan de modo que se las coloca, por así decir, sobre el mismo plano, absteniéndose por otra parte de indicar claramente lo que se admite y lo que se rechaza de todo ello; ¿no hay aquí más que ignorancia o falta de discernimiento? Éstas son cosas que sin duda pueden desempeñar demasiado a menudo algún papel en semejante caso, y de las que algunos "dirigentes" saben muy bien servirse para sus fines; pero, en el presente caso, desgraciadamente es imposible que no haya sino esto, pues, entre quienes así actúan, estamos completamente seguros de que hay algunos que están perfectamente informados de aquello de lo que realmente se trata; entonces, ¿cómo calificar semejante manera de proceder que parece calculada expresamente para infundir el desconcierto y la confusión en el espíritu de sus lectores? Como además no se trata de un hecho aislado, sino de una tendencia general entre aquellos de los que hablamos, parece que deba responder a algún "plan" preconcebido; naturalmente, puede verse aquí un nuevo ejemplo del desorden moderno que se extiende cada vez más por todas partes, y sin el cual las confusiones de este género apenas podrían producirse y todavía menos extenderse; pero esto no es una explicación suficiente, y, de nuevo, debemos preguntarnos qué intenciones precisas hay bajo todo ello. Es quizá aún demasiado temprano para distinguirlas claramente, y conviene esperar un poco para mejor poder observar en qué sentido se desarrollará este "movimiento"; pero, ¿no se trataría en primer lugar, al confundirlo todo así, de arrojar sobre el auténtico esoterismo una parte de la sospecha que muy legítimamente se vincula a sus falsificaciones? Esto podría parecer contradictorio con la propia aceptación del esoterismo, pero estamos convencidos de que realmente es así, y he aquí por qué: en primer lugar, debido a los equívocos a los cuales hicimos alusión más arriba, esta aceptación no es en cierto modo sino "de principio" y no se apoya actualmente sobre nada determinado; después, aunque se guarde de toda apreciación global, se da a conocer junto a algunas otras insinuaciones más o menos malintencionadas y resulta que casi siempre están dirigidas contra el verdadero esoterismo. Estas indicaciones conducen a plantear la cuestión de si, en definitiva, no se trataría simplemente de preparar la constitución de un nuevo pseudo-esoterismo de un género algo particular, destinado a ofrecer una apariencia de satisfacción a quienes no se contentan ya con el exoterismo, desviándolos del verdadero esoterismo al cual pretendería oponérsele (6). Si ello fuera así, este pseudo-esoterismo, del cual quizá ya hemos visto algunos indicios en las fantasías y "distracciones" de las que hemos hablado, todavía está muy lejos de estar completamente "a punto"; seria comprensible que, mientras no lo esté, se tenga interés en permanecer lo máximo posible en la vaguedad, abandonándola al fin para tomar abiertamente la ofensiva en el momento oportuno, y así todo se explicaría muy bien. Está claro que, hasta nueva orden, no podemos presentar lo que acabamos de decir en último lugar sino como una hipótesis, pero todos aquellos que conocen la mentalidad de ciertas personas reconocerán con seguridad que no carece de verosimilitud; y en lo que nos concierne, nos han llegado desde diversos puntos, desde hace ya algún tiempo, algunas historias de pretendidas iniciaciones que, por inconstantes que sean, irían encaminadas a confirmarla.

 

No deseamos, por el momento, decir nada más sobre todo ello, pero nos hemos decidido a no esperar más para poner en guardia a quienes, con la mejor fe del mundo, correrían el riesgo de caer fácilmente seducidos por ciertas apariencias engañosas; y nos sentiríamos muy dichosos si, como a veces ocurre, el único hecho de haber expuesto estas cosas bastara para detener su desarrollo antes de que llegaran muy lejos. Aún añadiremos que, en un nivel mucho más bajo que aquel de que se trata, hemos observado recientemente confusiones que en suma son del mismo género, y aquí al menos la intención no es en absoluto dudosa: se trata manifiestamente de asimilar el esoterismo a sus peores falsificaciones, y los representantes de las organizaciones iniciáticas tradicionales a los charlatanes de las diversas pseudo-iniciaciones; entre estas groseras ignominias, contra las cuales no se podría protestar más enérgicamente, y ciertas maniobras mucho más sutiles, hay con seguridad una diferencia que establecer; pero, en el fondo, ¿no estaría dirigido todo ello en el mismo sentido? y, ¿no son las tentativas más hábiles y más insidiosas también las más peligrosas?

 

NOTAS:

 

(1). Ver Aperçus sur l'Initiation, cap. I.

 

(2). Decimos la mayoría, pues evidentemente es preciso hacer excepciones con algunos orientalistas que se encuentran teniendo al mismo tiempo vínculos más o menos estrechos con los medios religiosos de los que se trata.

 

(3). Ya hemos ofrecido en nuestras últimas reseñas, a propósito de una nueva publicación, un ejemplo muy característico de la actitud de que se trata; pero está claro que, por el momento, nos atenemos a consideraciones de orden más general, sin entrar en el examen particular y detallado de ciertos casos individuales (y hablamos tanto de agrupaciones y de sus órganos como de personajes), que encontrará mejor su lugar en otro estudio cuando sea oportuno.

 

(4). "Abandonar una parte para no perderlo todo" [N. del T.]

 

(5). Sabemos por otra parte que determinado eclesiástico, que había comenzado a exponer opiniones de un indudable interés desde el punto de vista del simbolismo, se vio pronto obligado, no a negarlas, sino a atenuarlas declarando que no les concedía más que una importancia muy secundaria y que las consideraba en cierto modo como doctrinalmente indiferentes; este hecho parece acudir en apoyo de lo que hemos dicho acerca de ese exigido "empequeñecimiento" del esoterismo, que por otra parte muy bien puede operarse de numerosas maneras aparentemente contrarias, atribuyendo importancia a lo que no la tiene y debilitando aquello que realmente la tiene.

 

(6). La incorporación de ciertos elementos realmente tradicionales no impediría que, en tanto que "construcción" y en su conjunto, no se trate sino de un pseudo-esoterismo; por lo demás, los propios ocultistas han procedido así, aunque por razones diferentes y de una forma mucho menos consciente.

 

 

 

Publicado en "Etudes Traditionnelles", octubre-noviembre de 1948.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Capítulo XV: SOBRE EL PRETENDIDO "ORGULLO INTELECTUAL"

 

En el capítulo anterior, a propósito de la nueva actitud adoptada frente al esoterismo en ciertos medios religiosos, dijimos que, en las explicaciones que se refieren a este orden de cosas, se introducen de vez en cuando, y como incidentalmente, ciertas malintencionadas insinuaciones que, si no respondieran a una intención muy definida, no concordarían muy bien con la propia admisión del esoterismo, aunque esta admisión no sea en cierto modo más que "de principio". Entre estas insinuaciones, hay una sobre la que no creemos inútil volver de forma más particular: se trata del reproche de "orgullo intelectual", que ciertamente no es nuevo, lejos de ello, pero que reaparece aquí una vez más, y que, cosa singular, apunta siempre preferentemente a los adherentes de las doctrinas esotéricas más auténticamente tradicionales; ¿debería deducirse de ello que éstos son estimados más molestos que los falsificadores de toda categoría? Ello es en efecto muy posible, y, por otra parte, en semejante caso, los imitadores en cuestión deben sin duda ser considerados como siendo más bien utilizados, puesto que, como hemos señalado, sirven para crear las más enojosas confusiones y son por ello mismo auxiliares, sin duda involuntarios, pero no menos útiles, de la nueva "táctica" que han creído deber adoptar para hacer frente a las circunstancias.

La expresión de "orgullo intelectual" es manifiestamente contradictoria en sí misma, pues, si las palabras poseen aún un significado definido (aunque a veces estamos tentados de dudar que lo tengan para la mayoría de nuestros contemporáneos), el orgullo no puede ser más que de orden puramente sentimental. Podría quizá, en cierto sentido, hablarse de orgullo en conexión con la razón, porque ésta pertenece al dominio individual tanto como el sentimiento, de manera que, entre una y otro, siempre son posibles reacciones recíprocas; pero, ¿cómo podría ser así en el orden de la intelectualidad pura, que es esencialmente supra-individual? Y, desde el momento en que es del esoterismo de lo que se trata por hipótesis, es evidente que no puede ser cuestión de la razón, sino más bien del intelecto trascendente, sea directamente en el caso de una verdadera realización metafísica e iniciática, sea al menos indirectamente, aunque no obstante también de forma muy real, en el caso de un conocimiento que no es aún sino simplemente teórico, puesto que, de todas formas, se trata de un orden de cosas que la razón es incapaz de alcanzar. Es por añadidura ésta la razón de que los racionalistas estén siempre tan encarnizadamente dedicados a negar su existencia; el esoterismo les molesta tanto como a los exoteristas religiosos más exclusivos, aunque naturalmente por motivos diferentes; pero, motivos aparte, hay aquí de hecho un "reencuentro" que es muy curioso.

En el fondo, el reproche de que se trata puede parecer inspirado sobre todo por la manía igualitaria de los modernos, que no quieren tolerar nada que supere el nivel "medio"; pero lo más asombroso es comprobar que personas que preconizan una tradición, aunque solamente sea desde el punto de vista exotérico, participan de semejantes prejuicios, que son el indicio de una mentalidad claramente antitradicional. Ello demuestra con seguridad que están gravemente afectados por el espíritu moderno, aunque probablemente no se den cuenta; y aquí todavía encontramos una de las contradicciones mas frecuentes en nuestra época, a la que se está obligado a constatar, y es extraño que puedan pasar generalmente inadvertidas. Pero donde esta contradicción alcanza su grado más extremo es cuando se encuentra, no ya entre quienes se han decidido a no admitir nada más que el exoterismo y lo declaran expresamente, sino, como el presente caso, entre quienes parecen aceptar un determinado esoterismo, sean cuales sean por otra parte su valor y su autenticidad, pues al fin y al cabo deberían al menos sentir que el mismo reproche podría ser formulado contra ellos por los exoteristas intransigentes. ¿Debe deducirse de ello que su pretensión al esoterismo no es en definitiva sino una máscara, que tiene sobre todo como objetivo hacer entrar en la medida común del "rebaño" a quienes podrían estar tentados de salir de él si se les ocurriera encontrar un medio de devolverlos al verdadero esoterismo? Si fuera así, debería convenirse en que todo se explicaría muy bien, siendo erigida ante ellos la acusación de "orgullo intelectual" como una especie de espantapájaros, mientras que, al mismo tiempo, la presentación de un pseudo-esoterismo cualquiera ofrecería a sus aspiraciones una satisfacción ilusoria y perfectamente inofensiva; una vez más, se debería conocer muy mal la mentalidad de ciertos medios para negarse a aceptar la credibilidad de una tal hipótesis.

Ahora podemos, en lo que concierne al pretendido "orgullo intelectual", ir más al fondo de las cosas: sería verdaderamente un singular orgullo aquel que pretendiera negar a la individualidad todo valor propio, haciéndola aparecer como rigurosamente nula con respecto al Principio. En suma, este reproche procede exactamente de la misma incomprensión que el del egoísmo que a veces es dirigido también al ser que pretende alcanzar la Liberación final: ¿cómo podría hablarse de "egoísmo" allí donde, por definición, ya no hay ego? Sería, si no mas justo, al menos más lógico ver algo de egoísmo en la preocupación por la "salvación" (lo que, por supuesto, no quiere decir en absoluto que sea ilegítima), o encontrar la marca de cierto orgullo en el deseo de "inmortalizar" la individualidad en lugar de tender a superarla; los exoteristas deberían reflexionar, pues ello podría ser adecuado para hacerles un poco más circunspectos en las acusaciones que lanzan tan desconsideradamente. Aún añadiremos, a propósito del ser que alcanza la Liberación, que una realización de orden universal como ésta tiene consecuencias de una extensión y efectividad muy distintas a las del vulgar "altruismo", que no es sino la preocupación por los intereses de una simple colectividad, y que, en consecuencia, no salen en modo alguno del orden individual; en el orden supra-individual, donde no existe el "yo", tampoco hay "otro", porque se trata de un dominio en que todos los seres son uno, "fundidos sin estar confundidos", según la expresión de Eckhart, y realizando así verdaderamente la palabra de Cristo: "Que sean uno como el Padre y yo somos uno".

Lo que es cierto acerca del orgullo lo es igualmente acerca de la humildad, que, siendo su contrario, se sitúa exactamente en el mismo nivel, y cuyo carácter no es menos exclusivamente sentimental e individual; pero aquí hay, en un orden distinto, algo que, espiritualmente, es mucho más válido que esta humildad: es la "pobreza espiritual" entendida en su verdadero sentido, es decir, el reconocimiento de la total dependencia del ser frente al Principio; ¿y quién puede poseer una conciencia más real y más completa de ello que los verdaderos esoteristas? De buen grado iríamos más lejos: en nuestra época, ¿quién, aparte de éstos, tiene aún verdaderamente conciencia de ello en algún grado? E, incluso con respecto a los adherentes de un exoterismo tradicional, salvo quizá algunas excepciones cada vez mas raras, ¿puede haber aquí algo más que una afirmación totalmente verbal y exterior? Dudamos mucho de ello, y la razón profunda es la siguiente: para emplear los términos de la tradición extremo-oriental, que son los que aquí permiten expresar más fácilmente lo que queremos decir, el hombre plenamente "normal" debe ser yin con respecto al Principio, pero sólo con respecto al Principio, y, en razón de su situación "central", debe ser yang con respecto a toda la manifestación; por el contrario, el hombre caído adopta una actitud por la cual tiende cada vez más a hacerse yang con respecto al Principio (o más bien a engañarse, pues es evidente que se trata de una imposibilidad) y yin con respecto a la manifestación; de aquí han nacido a la vez el orgullo y la humildad. Cuando la decadencia alcanza su última fase, el orgullo desemboca finalmente en la negación del Principio, y la humildad en la de toda jerarquía; de entre estas dos negaciones, los exoteristas religiosos rechazan evidentemente la primera, la niegan incluso con un verdadero horror cuando toma el nombre de "ateísmo", pero, por el contrario, ha menudo hemos tenido la impresión de que no están demasiado alejados de la segunda (1).

 

 

NOTAS:

 

(1). Aprovechamos esta ocasión para señalar de forma accesoria un reproche particularmente grotesco que se nos ha hecho, y que en suma está unido aún al mismo orden de ideas, es decir, a la intrusión del sentimentalismo en un dominio al que no podría legítimamente tener acceso: parece que nuestros escritos tienen el grave defecto de "falta de alegría". Que ciertas cosas nos causen o no alegría, no puede en todo caso depender sino de nuestras propias disposiciones individuales, y, en sí mismas, estas cosas no son con seguridad nada, permaneciendo totalmente independientes de semejantes contingencias; esto ni puede ni debe interesar a nadie, y sería perfectamente ridículo y fuera de lugar introducir algo de ello en la exposición de doctrinas tradicionales con respecto a las cuales las individualidades, y la nuestra tanto como toda otra, no cuentan absolutamente para nada.

 

 

 

Publicado en "Etudes Traditionnelles", diciembre de 1948.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Capítulo XVI: CONTEMPLACION DIRECTA Y CONTEMPLACION POR REFLEJO

 

Debemos volver aún una vez más sobre las diferencias esenciales que existen entre la realización metafísica o iniciática y la realización mística, pues, sobre este tema, algunos han planteado esta cuestión: si la contemplación, tal como más adelante precisaremos, es la más alta forma de actividad, y mucho más activa en realidad que todo lo que depende de la acción exterior, y si, como generalmente se admite, hay también contemplación en el caso de los estados místicos, ¿no hay aquí algo incompatible con el carácter de pasividad que es inherente al misticismo? Además, desde el momento que se puede hablar de contemplación a la vez en el orden metafísico y en el orden místico, podría parecer que ambos coinciden bajo este aspecto, al menos en una cierta medida; o bien, si no fuera así, ¿habría entonces dos especies de contemplación?

 

Ante todo, conviene recordar a este respecto que hay diferentes calidades de misticismo, y que las formas inferiores de éste no podrían ser aquí objeto de debate, pues no puede hablarse realmente de contemplación en el verdadero sentido de la palabra. Es necesario descartar, desde este punto de vista, todo lo que posee el carácter más claramente "fenoménico", es decir, en suma, todos los estados en los que se encuentre aquello a lo que los teóricos del misticismo aplican denominaciones como las de "visión sensible" y "visión imaginaria" (y, por otra parte, la imaginación entra realmente en el orden de las facultades sensibles tomadas en su sentido más amplio), estados a los que ellos mismos consideran también como inferiores, y que incluso, con razón, no consideran sin cierta desconfianza, pues es evidente que es aquí donde el engaño puede introducirse con la mayor facilidad. No hay contemplación mística propiamente dicha más que en el caso de lo que es designado como "visión intelectual", que es de un orden mucho más "interior", y a la cual no llegan sino los místicos a los que se puede llamar superiores, hasta tal punto que parece que sea éste en cierto modo el fin y como el objetivo mismo de su realización; pero, ¿sobrepasan verdaderamente estos místicos con ello el dominio individual? En ello consiste en el fondo toda la cuestión, pues es sólo lo que, dejando por otra parte subsistir en todo caso la diferencia entre los medios que caracterizan respectivamente las vías iniciática y mística, podría justificar, en cuanto a su objetivo, cierta asimilación como ésta de la que acabamos de hablar. Es evidente que no se trata en absoluto para nosotros de disminuir el alcance de las diferencias cualitativas que existen en el misticismo; pero no es menos cierto que, incluso en cuanto a lo más elevado de éste, tal asimilación implicaría una confusión que es necesario disipar.

 

Diremos claramente que en realidad hay dos especies de contemplación, a las que podría denominarse como contemplación directa y contemplación por reflejo; al igual en efecto que se puede mirar directamente al sol u observar solamente su reflejo en el agua, también se pueden contemplar, sea las realidades espirituales tal como son en sí mismas, sea su reflejo en el dominio individual. Puede hablarse de contemplación en ambos casos, e incluso, en cierto sentido, son las mismas realidades las que son contempladas, como es el mismo sol lo que se ve directamente o por su reflejo; pero no es menos evidente que hay aquí una gran diferencia. Incluso es mayor de lo que podría hacer pensar a primera vista la comparación que acabamos de indicar, pues la contemplación directa de las realidades espirituales implica necesariamente que uno se transporte a sí mismo en cierto modo a su propio dominio, lo que supone un determinado grado de realización de los estados supra-individuales, realización que jamás puede ser sino esencialmente activa; por el contrario, la contemplación por reflejo implica solamente que se "abre" a lo que se presentará como espontáneamente (y que podrá además no presentarse, puesto que esto es algo que no depende en absoluto de la voluntad o de la iniciativa del contemplativo) y es la razón de que no haya aquí nada que sea incompatible con la pasividad mística. Naturalmente, esto no impide a la contemplación ser siempre, en uno u otro grado, una verdadera actividad interior, y por otra parte un estado que fuera puramente pasivo ni siquiera se concibe, puesto que la simple sensación de ello tiene ya algo activo bajo cierto aspecto; de hecho, la pasividad pura no pertenece sino a la materia prima y no podría encontrarse en ninguna parte en la manifestación. Pero la pasividad del místico consiste propiamente en que se limita a recibir lo que viene a él, y no puede no despertar en él una determinada actividad interior, aquella que constituirá precisamente su contemplación; es pasivo porque no hace nada por ir al encuentro de las realidades que son el objeto de esta contemplación, y es ello mismo lo que entraña como consecuencia que no salga de su estado individual. Es preciso entonces, para que de algún modo estas realidades se hagan accesibles a él, que desciendan por así decir en el dominio individual, o, si se prefiere, que se reflejen, como hace un momento hemos indicado; esta última manera de hablar es, por otro lado, la más exacta, porque ayuda a comprender mejor que no están en absoluto afectadas por este aparente "descenso", al igual que el sol no lo está por la existencia de su reflejo.

 

Otro punto particularmente importante, y que está además estrechamente unido al anterior, es que la contemplación mística, ya que no es sino indirecta, no implica nunca ninguna identificación, sino al contrario, siempre deja subsistir la dualidad entre el sujeto y el objeto; a decir verdad, por lo demás, es en cierto modo necesario que sea así, pues esta dualidad es parte integrante del punto de vista religioso como tal, y, así como a menudo hemos tenido ocasión de decir, todo lo que es místico depende propiamente del dominio religioso (1). Lo que puede llevar a confusión sobre este punto es que los místicos emplean de buena gana la palabra "unión", y la contemplación de que se trata pertenece incluso más precisamente a lo que ellos llaman "vía unitiva"; pero esta "unión" no posee en absoluto el mismo significado que el Yoga o sus equivalentes, de manera que no hay aquí más que una similitud totalmente exterior. No es que sea ilegítimo emplear la misma palabra, pues, incluso en el lenguaje corriente, se habla de unión entre dos seres en muchos casos diversos y donde no hay evidentemente identificación entre ambos en ningún grado; solamente es preciso tener siempre el mayor cuidado en no confundir cosas diferentes bajo el pretexto de que una sola palabra sirve para designar igualmente a ambas. En el misticismo, insistamos, jamás se trata de identificación con el Principio, ni tan siquiera con tal o cual de sus aspectos "no supremos" (lo que en todo caso rebasaría manifiestamente las posibilidades de orden individual); y, además, la unión que es considerada como el término de la vía mística está siempre referida a una manifestación principial considerada únicamente en el dominio humano o en relación con éste(2).

 

Debe quedar claro, por otra parte, que la contemplación alcanzada en la realización iniciática conlleva muchos grados diferentes, de forma que no siempre con seguridad se llega a una identificación; pero, cuando es así, no es todavía considerada sino como un estadio preliminar, una etapa en el curso de la realización, y no como el objetivo supremo al cual la iniciación debe finalmente conducir (3). Esto debería bastar para demostrar que las dos vías no tienden realmente al mismo fin, puesto que una de ellas se detiene en lo que para la otra no representa sino una etapa secundaria; y además, incluso en este grado, hay una gran diferencia en lo que, en uno de estos casos, es un reflejo contemplado en cierto modo en sí mismo y por sí mismo, mientras que, en el otro, ese reflejo no es tomado más que como el punto final de los rayos de los que será necesario seguir la dirección para remontar, a partir de aquí, hasta la fuente misma de la luz.

 

NOTAS:

 

(1). Esto no significa que no existan, en los antiguos escritos pertenecientes a la tradición cristiana, ciertas cosas que no podrían comprenderse de otro modo que como la afirmación más o menos explícita de una identificación; pero los modernos, que por otra parte pretenden generalmente atenuar su sentido, encontrándolos molestos porque no entran en sus propias concepciones, cometen un error refiriéndolos al misticismo; ciertamente, entonces había, en el propio Cristianismo, muchas cosas de un orden distinto y de las cuales no se tiene la menor idea.

 

(2). El propio lenguaje de los místicos es muy claro a este respecto: no se trata jamás de unión con el Cristo-principio, es decir, con el Logos en sí mismo, lo que, incluso sin llegar a la identificación, estaría ya más allá del dominio humano; se trata siempre de "unión con Cristo Jesús", expresión que claramente se refiere de una manera exclusiva sólo al aspecto "individualizado" del Avatâra.

 

(3). La diferencia entre esta contemplación preliminar y la identificación es la que existe entre lo que la tradición islámica designa respectivamente como aynul-yaqîn y haqqul-yaqîn (ver Aperçus sur l’Initiation, pp. 173-175).

 

 

Publicado en "Etudes Traditionnelles", junio de 1947.

 

 

 

 

Capítulo XVII: DOCTRINA Y METODO

 

A menudo hemos insistido ya sobre el hecho de que si el fin último de toda iniciación es esencialmente uno, es no obstante necesario que las vías que permitan alcanzarlo sean múltiples, a fin de adaptarse a la diversidad de las condiciones individuales; con ello, en efecto, no debe considerarse solamente el punto de llegada, que es siempre el mismo, sino también el punto de partida, que es diferente según los individuos. Es evidente, por otra parte, que estas múltiples vías tienden a unificarse a medida que se aproximan al objetivo, e, incluso antes de alcanzarlo, hay un punto a partir del cual las diferencias individuales no pueden ya intervenir en modo alguno; y no es menos evidente que su multiplicidad, que no afecta para nada la unidad del objetivo, no podría tampoco afectar la unidad fundamental de la doctrina, que, en realidad, no es sino la verdad misma.

 

Estas nociones son corrientes en todas las civilizaciones orientales: así, en los países de lengua árabe, pasa por expresión proverbial decir que "cada Sheij tiene su tarîqah", para expresar que hay numerosas maneras de hacer lo mismo y de obtener un mismo resultado. A la multiplicidad de las Turuq en la iniciación islámica corresponde exactamente, en la tradición hindú, la de las vías del Yoga, de las que se habla a veces como de otros tantos Yogas distintos, aunque este empleo del plural sería impropio si la palabra fuera tomada en su sentido estricto, que designa el propio objetivo; no se justifica sino por la extensión usual de la misma denominación a los métodos o a los procedimientos que son puestos en ejecución para alcanzar este objetivo; y, con todo rigor, sería más correcto decir que no hay más que un Yoga, aunque múltiples mârgas o vías que conducen a su realización.

 

Hemos comprobado a este respecto, en algunos occidentales, un error verdaderamente singular: de la comprobación de esta multiplicidad de vías, pretenden deducir la inexistencia de una doctrina única e invariable, incluso de toda doctrina en el Yoga; confunden así, por inverosímil que pueda parecer, la cuestión de la doctrina y la cuestión del método, cosas ambas de un orden totalmente diferente. No se debería además hablar, si nos atenemos a la exactitud de la expresión, de "una doctrina del Yoga", sino de una doctrina tradicional hindú, de la cual el Yoga representa uno de sus aspectos; y, en cuanto a los métodos de realización del Yoga, no dependen sino de aplicaciones "técnicas" a las cuales la doctrina da lugar, y que son tradicionales, también, precisamente porque están fundadas sobre la doctrina y ordenadas con vistas a ésta, y tienden siempre, en definitiva, a la obtención del puro Conocimiento. Está claro que la doctrina, para ser verdaderamente todo lo que debe ser, debe comportar, en su propia unidad, aspectos o puntos de vista (darshanas) diversos, y que, bajo cada uno de estos puntos de vista, debe ser susceptible de aplicaciones indefinidamente variadas; para imaginarse que puede haber aquí algo contrario a su unidad y a su invariabilidad esenciales, es preciso, digámoslo claramente, no tener la menor idea de lo que realmente es una doctrina tradicional. Por otra parte, de manera análoga, la multiplicidad indefinida de las cosas contingentes, ¿no está también comprendida por completo en la unidad de su Principio, sin que la inmutabilidad de éste sea en absoluto afectada?

 

No basta comprobar pura y sinceramente un error o una equivocación como ésta de la que se trata, es más instructivo buscar la explicación; debemos entonces preguntarnos a qué puede corresponder, en la mentalidad occidental, la negación de la existencia de algo tal como la doctrina tradicional hindú. Es mejor, en efecto, tomar aquí este error bajo su forma más general y extrema, pues es solamente así como es posible descubrir su propia raíz; cuando revista formas más particularizadas o más atenuadas, se encontrarán entonces explicadas a fortiori, y, por otra parte, a decir verdad, no hacen apenas sino disimular, aunque de una manera sin duda inconsciente en muchos casos, la negación radical que acabamos de enunciar. En efecto, negar la unidad y la invariabilidad de una doctrina es en suma negar sus caracteres más esenciales y más fundamentales, aquellos mismos sin los cuales no merecería este nombre; es entonces también, incluso aunque no se den cuenta, negar verdaderamente la propia existencia de la doctrina como tal.

 

En primer lugar, en tanto que pretende apoyarse sobre la consideración de una diversidad de métodos, tal como acabamos de decir, tal negación procede manifiestamente de la incapacidad de ir más allá de las apariencias exteriores y de percibir la unidad bajo su multiplicidad; bajo este aspecto, es del mismo género que la negación de la unidad básica y principial de toda tradición, a causa de la existencia de formas tradicionales diferentes, que sin embargo no son en realidad sino otras tantas expresiones de las que la tradición única se reviste para adaptarse a las condiciones diversas de tiempo y lugar, tal como los diferentes métodos de realización, en cada forma tradicional, no son sino otros tantos medios que ella emplea para hacerse accesible a la diversidad de los casos individuales. No obstante, ésta no es aún sino la parte más superficial de la cuestión; para ir más al fondo de las cosas, es necesario señalar que esta misma negación demuestra también que, cuando se habla de doctrina como aquí hacemos, se encuentra, en algunos, una incomprensión completa de aquello de lo que realmente se trata; en efecto, si no desviaran a esta palabra de su sentido normal, no podrían negar que se aplique a un caso como el de la tradición hindú, y es incluso solamente en un caso tal, es decir, cuando se trata de una doctrina tradicional, que tiene toda la plenitud de su significado. Ahora bien, si esta incomprensión se produce, es porque la mayoría de los actuales occidentales son incapaces de concebir una doctrina de otra forma que bajo una de dos formas especiales, de calidad extremadamente desigual por otra parte, puesto que una es de orden exclusivamente profano, mientras que la otra posee un carácter verdaderamente tradicional, aunque ambas son específicamente occidentales: estas dos formas son, por un lado, la de un sistema filosófico, y, por otro, la de un dogma religioso.

 

Que la verdad tradicional no pueda en absoluto expresarse bajo una forma sistemática es un punto que a menudo hemos explicado suficientemente como para no tener que insistir de nuevo; por otra parte, la aparente unidad de un sistema, que no resulta sino de sus limitaciones más o menos estrechas, no es propiamente más que una parodia de la verdadera unidad doctrinal. Además, toda filosofía no es nada más que una construcción individual, que, como tal, no se vincula a ningún principio trascendente, y está en consecuencia desprovista de toda autoridad; no es entonces una doctrina en el verdadero sentido de la palabra, y más bien diríamos que es una pseudo-doctrina, entendiendo con ello que tiene la pretensión de ser una, aunque esta pretensión no esté justificada en absoluto. Naturalmente, los occidentales modernos piensan de otro modo a este respecto, y allí donde no encuentran los marcos pseudo-doctrinales a los que están habituados, están inevitablemente desamparados; pero, como no quieren o no pueden reconocerlo, se esfuerzan entonces incluso en hacerlo entrar en sus esquemas desnaturalizándolo, o bien, si no pueden lograrlo, declaran simplemente que aquello de lo que se trata no es una doctrina, mediante una de esas inversiones del orden normal a las cuales están acostumbrados. Además, como confunden lo intelectual con lo racional, confunden también una doctrina con una simple "especulación", y, como una doctrina tradicional es otra cosa, no pueden comprenderla; no es ciertamente la filosofía lo que les enseñará que el conocimiento teórico, siendo indirecto e imperfecto, no posee en sí mismo sino un valor "preparatorio", en el sentido en que suministra una dirección que impide errar en la realización, sólo por la cual puede ser obtenido el conocimiento efectivo, cuya existencia y su propia posibilidad son algo que ni siquiera sospechan: entonces, cuando decimos, como hicimos hace un momento, que el objetivo a alcanzar es el puro Conocimiento, ¿cómo podrían saber lo que entendemos por ello?

 

Por otra parte, hemos tenido cuidado en precisar, en el curso de nuestras obras, que la ortodoxia de la doctrina tradicional hindú no debía en absoluto ser concebida en modo religioso; ello implica forzosamente que no podría expresarse bajo una forma dogmática, siendo ésta inaplicable fuera del punto de vista de la religión propiamente dicha. Ocurre solamente que, de hecho, los occidentales no conocen generalmente otra forma de expresión de las verdades tradicionales que ésta; es la razón de que, cuando se habla de ortodoxia doctrinal, piensen inevitablemente en fórmulas dogmáticas; al menos saben en efecto lo que es un dogma, lo que por otra parte no significa que lo comprendan; pero saben bajo qué apariencia exterior se presenta, y es a esto a lo que se limita toda la idea que tienen de la tradición. El espíritu antitradicional, que es el del Occidente moderno, se enfurece con esta sola idea del dogma, porque es así como se le aparece la tradición, en la ignorancia en que se encuentra acerca de todas las demás formas que puede revestir; y Occidente jamás hubiera llegado a su actual estado de decadencia y de confusión si hubiera permanecido fiel a su dogma, puesto que, para adaptarse a sus particulares condiciones mentales, la tradición debía necesariamente tomar este aspecto especial, al menos en cuanto a su parte exotérica. Esta última restricción es indispensable, pues debe quedar claro que, en el orden esotérico e iniciático, jamás ha podido ser cuestión de dogma, ni siquiera en Occidente; pero éstas son cosas cuyo mismo recuerdo está tan completamente perdido, para los occidentales modernos, que no pueden encontrar términos de comparación que les ayuden a comprender lo que pueden ser las demás formas tradicionales. Por otro lado, si el dogma no existe en todas partes es que, incluso en el orden exotérico, no tenía la misma razón de ser que en Occidente; hay personas que, para no "divagar" en el sentido etimológico de la palabra, tienen necesidad de estar estrictamente tutelados, mientras que hay otras que no tienen ninguna necesidad de ello; el dogma no es necesario sino para los primeros y no para los segundos, al igual que, por tomar un ejemplo de un carácter algo diferente, la prohibición de las imágenes no es necesaria sino para los pueblos que, por sus tendencias naturales, se inclinan a cierto antropomorfismo; y sin duda podría demostrarse muy fácilmente que el dogma es solidario de la forma especial de organización tradicional que representa la constitución de una "Iglesia", y que es, ella también, algo específicamente occidental.

 

No es éste el lugar para insistir mucho acerca de estos últimos puntos; pero, sea como sea, podemos decir esto para concluir: la doctrina tradicional, cuando es completa, posee, por su propia esencia, posibilidades realmente ilimitadas; es entonces lo demasiado vasta como para comprender en su ortodoxia todos los aspectos de la verdad, pero no podría sin embargo admitir nada más que ésta, y es ello precisamente lo que significa la palabra ortodoxia, que no excluye sino el error, pero lo excluye de una manera absoluta. Los orientales, y más generalmente todos los pueblos que poseen una civilización tradicional, siempre han ignorado lo que los occidentales modernos adornan con el nombre de "tolerancia", y que no es realmente sino la indiferencia a la verdad, es decir, algo que no puede concebirse sino allí donde la intelectualidad está totalmente ausente; que los occidentales alaben esta "tolerancia" como una virtud, ¿no es un indicio notable del grado de abatimiento al que les ha conducido la renuncia a la tradición?

 

 

Publicado originalmente en "Etudes Traditionnelles", noviembre de 1938.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Capítulo XVIII: LAS TRES VÍAS Y LAS FORMAS INICIÁTICAS

 

Se sabe que la tradición hindú distingue tres "vías" (mârgas) que son respectivamente las de Karma, Bhakti y Jnânâ; no volveremos acerca de la definición de estos términos, a los que debemos suponer lo suficientemente conocidos de nuestros lectores; pero precisaremos ante todo que, desde el momento en que corresponden a tres formas de Yoga, ello implica esencialmente que todos poseen o son susceptibles de poseer un significado de orden propiamente iniciático (1). Por otra parte, es necesario comprender que toda distinción de este género tiene siempre forzosamente cierto carácter "esquemático" y un poco teórico, pues, de hecho, las "vías" varían indefinidamente para adecuarse a la diversidad de las naturalezas individuales, e, incluso en una clasificación tan general como ésta, no puede tratarse más que de un predominio de uno de los elementos de los que se trata en relación con los demás, sin que ninguno pueda jamás ser completamente excluido. Ocurre aquí como en el caso de los tres gunas: se clasifica a los seres según el guna que predomina en ellos, pero es evidente que la naturaleza de todo ser manifestado no deja de implicar a la vez a todos los gunas, aunque en proporciones diversas, pues es imposible que sea de otro modo en todo lo que depende de Prakriti. La similitud que establecemos entre ambos casos es por otra parte más que una simple comparación, y está tanto más justificada cuanto que realmente existe cierta correlación entre uno y otro: en efecto, el Jnânâ-mârga es evidentemente aquel que conviene a los seres de naturaleza "sattwica", mientras que el Bhakti-mârga y el Karma-mârga convienen a aquellos cuya naturaleza es principalmente "rajásica", por otra parte con diferentes matices; podría quizá decirse, en cierto sentido, que hay en el último algo más próximo a tamas que en el otro, pero no debería llevarse muy lejos esta consideración, pues está claro que los seres de naturaleza "tamásica" no están en absoluto cualificados para seguir ninguna vía iniciática.

 

Sea como fuere de esta última reserva, no es menos cierto que existe una relación entre los respectivos caracteres de los tres mârgas y los elementos constitutivos del ser repartidos según el ternario "espíritu, alma, cuerpo" (2): el Conocimiento puro es, en sí mismo, de orden esencialmente supra-individual, es decir, en definitiva, espiritual, como es evidente el intelecto psíquico de Bhakti, mientras que Karma, en todas sus modalidades, implica forzosamente cierta actividad de orden corporal, y, sean cuales sean las transposiciones de las cuales estos términos son susceptibles, siempre debe encontrarse inevitablemente algo de esta naturaleza original. Esto confirma plenamente lo que decíamos acerca de la correspondencia con los gunas: la vía "jnânica", en estas condiciones, no puede evidentemente convenir sino a los seres en cuales predomina la tendencia ascendente de sattwa, y que, por ello, están predispuestos a apuntar directamente a la realización de los estados superiores más bien que a demorarse en un desarrollo detallado de las posibilidades individuales; las otras dos vías, por el contrario, apelan en principio a los elementos propiamente individuales, aunque sea para transformarlos finalmente en algo que pertenece a un orden superior, y esto es conforme a la naturaleza de rajas, que es la tendencia que produce la expansión del ser en el nivel mismo de la individualidad, la cual, no debe olvidarse, está constituida por el conjunto de los elementos psíquico y corporal. Por otra parte, se desprende inmediatamente de ello que la vía "jnânica" se refiere más particularmente a los "grandes misterios", y las vías "bháktica" y "kármica" a los "pequeños misterios"; en otras palabras, se ve con ello que solamente por Jnânâ es posible alcanzar el objetivo final, mientras que Bhakti y Karma tienen más bien un papel "preparatorio", no conduciendo las vías correspondientes sino hasta determinado punto, pero haciendo posible la obtención del Conocimiento para aquellos cuya naturaleza no sería apta para ello directamente sin tal preparación. Está claro, por otra parte, que no puede haber iniciación efectiva, ni siquiera en los primeros estadios, sin una parte más o menos grande de conocimiento real, incluso cuando, en los medios que ésta pone en acción, el "acento" es puesto sobre todo en uno u otro de los dos elementos "bháktico" y "kármico"; pero lo que queremos decir es que en todo caso, más allá de los límites del estado individual, no puede haber más que una sola y única vía, que es necesariamente la del Conocimiento puro. Otra consecuencia que debemos aun señalar es que, en razón de la conexión entre las vías "bháktica" y "kármica" con el orden de las posibilidades individuales y con el dominio de los "pequeños misterios", la distinción entre ellas está mucho menos claramente contrastada que con la vía "jnânica", lo que naturalmente deberá reflejarse de cierta manera en las relaciones entre las formas iniciáticas correspondientes; deberemos, por lo demás, volver sobre este punto más adelante.

 

Estas consideraciones nos conducen a considerar todavía otra relación, la que existe, de manera general, entre los tres mârgas y las tres castas "dos veces nacidas"; es fácil de comprender, por lo demás, que deba existir tal relación, puesto que la distinción de las castas no es en principio sino una clasificación de los seres humanos según sus naturalezas individuales, y es precisamente por adecuación a la diversidad de estas naturalezas que existe una pluralidad de vías. Los Brahmanes, siendo de naturaleza "sáttwica", están particularmente cualificados para el Jnânâ-mârga, y se dice expresamente que deben tender tan directamente como les sea posible a la posesión de los estados superiores del ser; por otra parte, su propia función en la sociedad tradicional es esencialmente y ante todo una función de conocimiento. Las otras dos castas, cuya naturaleza es principalmente "rajásica", ejercen funciones que, en sí mismas, no sobrepasan el nivel individual y están orientadas hacia la actividad exterior: la de los Kshatriyas corresponde a lo que puede ser llamado el "psiquismo" de la colectividad, y la de los Vaishyas tiene como objeto las diversas necesidades del orden corporal; se desprende de esto, tras lo que anteriormente hemos dicho, que los Kshatriyas deben estar ante todo cualificados para el Bhakti-mârga y los Vaishyas para el Karma-mârga, y, de hecho, es esto lo que generalmente puede ser comprobado en las formas iniciáticas que les están respectivamente destinadas. Sin embargo, hay que hacer una indicación importante a propósito de ello: y es que, si se entiende el Karma-mârga en su sentido más amplio, se define como el swadharma, es decir, el cumplimiento por cada ser de la función que es conforme a su propia naturaleza; se podría entonces considerar una aplicación a todas las castas, aunque, no obstante, este término sería manifiestamente impropio en lo que concierne a los Brâhmanes, estando la función de éstos en realidad más allá del dominio de la acción; pero podría al menos aplicarse a la vez, bien que con modalidades diferentes, al caso de los Kshatriyas y al de los Vaishyas, lo cual es un ejemplo de la dificultad que hay, como antes hemos dicho, en separar de una manera muy clara lo que conviene a unos y a otros, y se sabe además que el Bhagavad Gîtâ expone un Karma-Yoga que está más especialmente destinado al uso de los Kshatriyas. A pesar de ello, no es menos cierto que, si se toman las palabras en su sentido más estricto, las iniciaciones de los Kshatriyas presentan en su conjunto un carácter sobre todo "bháktico" y las de los Vaishyas un carácter más bien "kármico"; y esto se aclarará enseguida mediante un ejemplo extraído de las formas iniciáticas del mundo occidental.

 

Es evidente, en efecto, que, cuando hablamos de castas como aquí lo hacemos, refiriéndonos en primer lugar a la tradición hindú por la comodidad de la exposición y porque nos ofrece a este respecto la terminología más adecuada, lo que decimos se extiende igualmente a todo lo que en otros sitios se corresponde a estas castas, bajo una forma u otra, pues las grandes categorías entre las cuales se dividen las naturalezas individuales de los seres humanos son siempre y en todas partes las mismas, puesto que, llevadas a su principio, no son sino una resultante del predominio respectivo de los diferentes gunas, lo que evidentemente es aplicable a la humanidad entera, en tanto que caso particular de una ley que es válida para todo el conjunto de la manifestación universal. La única diferencia notable está en la proporción más o menos grande, según las condiciones de tiempo y lugar, de hombres que pertenecen a cada una de estas categorías, y que en consecuencia, si están cualificados para recibir una iniciación, serán susceptibles de seguir una u otra de las vías correspondientes (3); y, en los casos más extremos, puede ocurrir que alguna de estas vías deje prácticamente de existir en un medio determinado, habiéndose convertido el número de quienes serían aptos para seguirla en insuficiente para permitir el mantenimiento de una forma iniciática distinta (4). Es lo que ocurre especialmente en Occidente, donde, al menos desde hace ya mucho tiempo, las aptitudes para el conocimiento han sido constantemente mucho más raras y han estado menos desarrolladas que la tendencia a la acción, lo que significa que, en el conjunto del mundo occidental, e incluso en lo que constituye la "elite", al menos relativa, rajas prevalece con mucho sobre sattwa; además, incluso ya en la Edad Media, no se encuentran indicios claros de la existencia de formas iniciáticas propiamente "jnânicas", que habrían debido normalmente corresponder a una iniciación sacerdotal; ello es de tal modo cierto que incluso las organizaciones iniciáticas que estaban entonces en una conexión muy especial con ciertas Órdenes religiosas no dejaban de tener un carácter "bháktico" fuertemente acentuado, tanto como es posible juzgar según el modo de expresión empleado habitualmente por aquellos de sus miembros que dejaron obras escritas. Por el contrario, se encuentran en esta época, por un lado, la iniciación caballeresca, cuyo carácter dominante es evidentemente "bháktico" (5), y, por otro, las iniciaciones artesanales, que eran "kármicas" en el más estricto sentido, puesto que estaban basadas esencialmente en el ejercicio efectivo de un oficio. Es evidente que la primera era una iniciación de Kshatriyas y que las segundas eran iniciaciones de Vaishyas, tomando la designación de las castas según el significado general que hemos explicado hace un momento; y añadiremos que los lazos que existieron casi siempre de hecho entre ambas categorías, tal y como a menudo hemos tenido ocasión de señalar en otros escritos, son una confirmación de lo que hemos dicho anteriormente acerca de la imposibilidad de separarlas completamente. Más tarde, las formas "bhákticas" desaparecieron, y las únicas iniciaciones que actualmente subsisten todavía en Occidente son iniciaciones de oficio o lo han sido en su origen; incluso allí donde, debido a ciertas circunstancias particulares, la práctica del oficio ya no es requerida como una condición esencial, lo que no puede por lo demás ser considerado más que como un empobrecimiento, si no como una verdadera degeneración, ello no cambia evidentemente nada en cuanto a su carácter esencial.

 

Ahora bien, si la existencia exclusiva de formas iniciáticas que pueden ser calificadas como "kármicas" en el Occidente actual es un hecho indudable, es necesario decir que las interpretaciones a las cuales este hecho ha dado lugar no están siempre exentas de equívocos y de confusiones, y ello desde más de un punto de vista: es lo que todavía nos falta por examinar para poner las cosas a punto tan completamente como sea posible. En primer lugar, algunos han imaginado que, por su carácter "kármico", las iniciaciones occidentales se oponen en cierto modo a las iniciaciones orientales, que, según su manera de ver, serían todas propiamente "jnânicas" (6); ello es de todo punto inexacto, pues la verdad es que, en Oriente, todas las categorías de formas iniciáticas coexisten, como lo prueba por otra parte suficientemente la enseñanza de la tradición hindú con respecto a los tres mârgas; si por el contrario no existe más que una en Occidente es porque las posibilidades de este orden se encuentran reducidas al mínimo. Que el predominio cada vez más exclusivo de la tendencia a la acción exterior sea una de las causas principales de este estado de hecho, no es algo dudoso; pero no es menos cierto que a pesar del agravamiento de esta tendencia subsiste aún hoy en día una iniciación, y pretender lo contrario implica un grave equívoco acerca del significado real de la vía "kármica", tal como veremos más precisamente a continuación. Además, no es admisible querer hacer en cierto modo una cuestión de principio acerca de lo que no es sino el efecto de una simple situación contingente, y considerar las cosas como si toda forma iniciática occidental debiera necesariamente ser de tipo "kármico" por ser occidental; no creemos que haya necesidad de insistir más, pues, después de todo lo que ya hemos dicho, debe quedar muy claro que tal punto de vista no podría responder a la realidad, que es además evidentemente mucho más compleja de lo que parece suponerse.

 

Otro punto muy importante es éste: el término Karma, cuando se aplica a una vía o a una forma iniciática, debe ser entendido ante todo en su sentido técnico de "acción ritual"; a este respecto, es fácil comprobar que en toda iniciación hay cierta parte "kármica", puesto que implica siempre esencialmente el cumplimiento de ritos particulares; ello se corresponde, por otra parte, a lo que hemos dicho acerca de la imposibilidad que existe en que una u otra de las tres vías exista en estado puro. Además, y aparte de los ritos propiamente dichos, toda acción, para ser realmente "normal", es decir, conforme al "orden", debe ser "ritualizada", y, como frecuentemente hemos explicado, lo es efectivamente en una civilización íntegramente tradicional; incluso en los casos que podrían ser llamados "mixtos", es decir, aquellos en los que cierta degeneración ha conducido a la introducción del punto de vista profano y se le ha otorgado una parte más o menos amplia en la actividad humana, sigue al menos siendo verdad para toda acción relacionada con la iniciación, y es especialmente así para todo lo que concierne a la práctica del oficio en el caso de las iniciaciones artesanales (7). Se comprueba que ello está tan lejos como es posible de la idea que se hacen de una vía "kármica" quienes piensan que una organización iniciática, porque presente tal carácter, debe mezclarse más o menos directamente con una acción exterior y por completo profana, como inevitablemente lo están en particular, en las condiciones del mundo moderno, las actividades "sociales" de todo género. La razón que éstos invocan en apoyo de su concepción es generalmente que tal organización tiene el deber de contribuir al bienestar y a la mejora de la humanidad en su conjunto; la intención puede ser muy loable en sí misma, pero la forma en que consideran su realización, incluso aunque se la deje libre de las ilusiones "progresistas" con las cuales a menudo está asociada, no es menos completamente errónea. No se ha dicho ciertamente que una organización iniciática no pueda proponerse secundariamente un objetivo como aquel que tienen a la vista, "por añadidura" en cierto modo, y a condición de no confundirlo jamás con lo que constituye su objetivo propio y esencial; pero entonces, para ejercer una influencia sobre el medio exterior sin dejar de ser lo que verdaderamente debe ser, será preciso que ponga en acción otros medios distintos a aquellos que sin duda creen los únicos posibles, y de un orden mucho más "sutil", aunque no menos eficaces. Pretender lo contrario es, en el fondo, desconocer totalmente el valor de lo que a veces hemos denominado como una "acción de presencia"; y este desconocimiento es, en el orden iniciático, comparable a lo que, en el orden exotérico y religioso, es aquel, tan expandido en nuestra época, del papel de las Órdenes contemplativas; es en suma, en ambos casos, una consecuencia de la misma mentalidad específicamente moderna, para la cual todo lo que no cae bajo los sentidos es como si no existiera.

Mientras estemos con este tema, añadiremos aún que también hay errores acerca de la naturaleza de las otras dos vías, y especialmente de la vía "bháktica", pues, en cuanto a la vía "jnânica", es muy difícil confundir el Conocimiento puro, o incluso las ciencias tradicionales que dependen y derivan más propiamente del dominio de los "pequeños misterios", con las especulaciones de la filosofía y de la ciencia profanas. En razón de su carácter más estrictamente trascendente, se puede mucho más fácilmente ignorar completamente esta vía que desnaturalizarla con falsas concepciones; e incluso las torcidas interpretaciones que la quieren hacer pasar por "filosofía", por parte de ciertos orientalistas, que no dejan subsistir en absoluto nada de lo esencial y lo reducen todo a la sombra vana de las "abstracciones", equivalen de hecho a la ignorancia pura y simple y están demasiado alejadas de la verdad como para poder imponer a nadie la menor noción de las cosas iniciáticas. En lo que concierne a Bhakti, el caso es muy diferente, y aquí los errores provienen sobre todo de una confusión del sentido iniciático de este término con su sentido exotérico, que por otra parte, a ojos de los occidentales, adquiere casi forzosamente un aspecto específicamente religioso y más o menos "místico" que no puede tener en las tradiciones orientales: esto no tiene con seguridad nada en común con la iniciación, y, si no se tratara realmente de nada más, es evidente que no podría haber un Bhakti-Yoga; pero esto nos conduce una vez más a la cuestión del misticismo y de sus diferencias esenciales con la iniciación.

 

NOTAS:

 

(1). Decimos "son susceptibles de poseer" porque pueden tener también un sentido exotérico, pero es evidente que no es éste el que se plantea cuando se trata de Yoga; naturalmente, el sentido iniciático es como una transposición en un orden superior.

 

(2). Aún aquí, no debería verse nada de exclusivo en tal correspondencia, pues toda vía iniciática, para ser realmente válida, implica necesariamente una participación del ser al completo.

 

(3). Para no complicar inútilmente nuestra exposición, no haremos intervenir aquí la consideración de las anomalías que, en la época actual y especialmente en Occidente, resultan de la "mezcla de las castas", de la dificultad siempre creciente de determinar exactamente la verdadera naturaleza de cada hombre, y del hecho de que la mayoría no desempeña la función que convendría realmente a su propia naturaleza.

 

(4). Señalemos de pasada que esto puede obligar a quienes todavía están cualificados para esta vía a "refugiarse", si se permite la expresión, en organizaciones que practican otras formas iniciáticas que primitivamente no estaban hechas para ellos, inconveniente que por otra parte puede ser atenuado por una determinada "adaptación" efectuada en el interior de estas mismas organizaciones.

 

(5). Ocurre igual con iniciaciones tales como la de los Fedeli d'Amore, como ya su propio nombre indica expresamente, aunque el elemento "jnânico" parezca no obstante haber tenido un mayor desarrollo que en la iniciación caballeresca, con la cual tenían, por lo demás, relaciones muy estrechas.

 

(6). Es de señalar que, en tal concepción, la existencia de iniciaciones "bhákticas" es completamente ignorada o despreciada.

 

(7). Podría decirse que, en este caso, "kármico" es casi sinónimo de "operativo", entendiendo naturalmente esta última palabra en su verdadero sentido, sobre el cual a menudo hemos tenido ocasión de insistir.

 

Publicado en "Etudes Traditionnelles", junio de 1950.

 

 

 

 

 

Capítulo XIX: ASCESIS Y ASCETISMO

 

Hemos comprobado en diversas ocasiones que algunos establecían entre los términos "ascética" y "mística" una comparación muy poco justificada; para disipar toda confusión a este respecto, es suficiente darse cuenta de que la palabra "ascesis" designa propiamente un esfuerzo metódico para alcanzar un determinado objetivo, y más particularmente un objetivo de orden espiritual (1), mientras que el misticismo, en razón de su carácter pasivo, implica más bien, como a menudo ya hemos dicho, la ausencia de todo método definido (2). Por otra parte, el término "ascética" ha tomado un sentido más restringido que el de "ascesis", ya que es aplicado casi exclusivamente en el dominio religioso, y es quizá esto lo que explica hasta cierto punto la confusión de la que hablamos, pues ni que decir tiene que todo lo que es "místico", en la actual acepción de la palabra, pertenece también a este mismo dominio; pero es preciso guardarse de creer que, inversamente, todo lo que es de orden religioso está por ello más o menos estrechamente emparentado al misticismo, lo cual es un extraño error cometido por ciertos modernos, y sobre todo, es bueno anotarlo, por aquellos que son los más abiertamente hostiles a toda religión.

 

Hay otro término derivado de "ascesis", el de "ascetismo", que se presta quizá mejor aún a las confusiones, porque ha sido claramente desviado de su sentido primitivo, hasta tal punto que, en el lenguaje corriente, ha llegado a no ser apenas más que un sinónimo de "austeridad". Ahora bien, es evidente que la mayoría de los místicos se entregan a austeridades, a veces incluso excesivas, aunque, por lo demás, no sean los únicos, pues éste es un carácter bastante general de la "vida religiosa" tal como se la concibe en Occidente, en virtud de la idea muy extendida que atribuye al sufrimiento, y sobre todo al sufrimiento voluntario, un valor propio en sí mismo; es cierto también que, de una manera general, esta idea, que no tiene nada en común con el sentido original de la ascesis y no es de ningún modo solidaria con ella, está aún más particularmente acentuada entre los místicos, pero, repitámoslo, está lejos de pertenecerles exclusivamente (3). Por otro lado, y es sin duda esto lo que permite comprender que el ascetismo haya tomado comúnmente tal significado, es natural que toda ascesis, o toda regla de vida que apunte a un fin espiritual, revista a ojos de los "mundanos" una apariencia de austeridad, incluso aunque no implique en absoluto la idea de sufrimiento, simplemente porque descarta o descuida forzosamente las cosas que ellos mismos consideran como las más importantes, cuando no incluso como totalmente esenciales para la vida humana, y cuya búsqueda ocupa toda su existencia.

 

Cuando se habla de ascetismo como se hace habitualmente, ello parece implicar aún otra cosa: lo que no debería ser normalmente sino un simple medio con carácter preparatorio es demasiado a menudo tomado por un verdadero fin; no creemos exagerar nada al decir que, para muchos espíritus religiosos, el ascetismo no tiende a la realización efectiva de estados espirituales, sino que tiene por único móvil la esperanza en una "salvación" que no será alcanzada más que en la "otra vida". No queremos insistir más de la cuenta, pero parece que, en semejante caso, la desviación no esté ya solamente en el sentido del término, sino en la cosa misma a la que designa; desviación, decimos, no ciertamente porque hubiera en el deseo de "salvación" algo más o menos ilegítimo, sino porque una verdadera ascesis debe proponerse resultados más directos y precisos. Tales resultados, sea cual sea por otra parte el grado hasta el que puedan llegar, son, en el orden exotérico e incluso religioso, la verdadera meta de la "ascética"; pero, ¿cuántos son, al menos en nuestros días, los que sospechan que pueden ser también alcanzados por una vía activa, luego muy distinta que la vía pasiva de los místicos?

 

Sea como fuere, el sentido de la propia palabra "ascesis", si no el de sus derivados, es lo suficientemente extenso como para aplicarse en todos los órdenes y a todos los niveles: puesto que se trata esencialmente de un conjunto metódico de esfuerzos que tienden a un desarrollo espiritual, se puede muy bien hablar, no solamente de una ascesis religiosa, sino también de una ascesis iniciática. Solamente es preciso tener cuidado en señalar que el fin de esta última no está sometido a ninguna de las restricciones que necesariamente limitan, y en cierto modo por definición, al de la ascesis religiosa, puesto que el punto de vista exotérico al cual ésta va unida se refiere exclusivamente al estado individual humano (4), mientras que el punto de vista iniciático comprende la realización de los estados supra-individuales, hasta inclusive el estado supremo e incondicionado (5). Además, es evidente que los errores o las desviaciones concernientes a la ascesis que pueden producirse en el dominio religioso no podrían encontrarse en el dominio iniciático, pues no se atienen en definitiva más que a las propias limitaciones que son inherentes al punto de vista exotérico como tal; lo que decíamos hace un momento del ascetismo, en particular, no es evidentemente explicable más que en razón del horizonte espiritual más o menos estrechamente limitado que es el de la generalidad de los exoteristas exclusivos, y en consecuencia el de los hombres "religiosos" en el sentido más ordinario de la palabra.

 

El término de "ascesis", tal como lo entendemos aquí, es aquel que, en las lenguas occidentales, corresponde más exactamente al sánscrito tapas; es cierto que éste contiene una idea que no está directamente expresada por el otro, pero esta idea no entra menos estrictamente en la noción que uno se puede formar de la ascesis. El sentido primero de tapas es en efecto el de "calor"; en el caso de que se trata, este calor es evidentemente el de un fuego interior (6) que debe quemar lo que los kabalistas denominarían las "cortezas", es decir, en suma, destruir todo lo que, en el ser, es obstáculo para una realización espiritual; es esto entonces algo que caracteriza, de la manera más general, a todo método preparatorio a esta realización, método que, desde este punto de vista, puede ser considerado como constituyendo una "purificación" previa a la obtención de todo estado espiritual efectivo (7).

 

Si tapas toma a menudo el sentido de esfuerzo penoso o doloroso, no es porque le sea atribuido un valor o una importancia especial al sufrimiento como tal, ni porque éste sea considerado aquí como algo más que un "accidente"; es que, por la propia naturaleza de las cosas, el desapego de las contingencias es siempre forzosamente penoso para el individuo, cuya existencia misma pertenece también al orden contingente. No hay aquí nada que sea asimilable a una "expiación" o a una "penitencia", ideas que desempeñan por el contrario un gran papel en el ascetismo entendido en sentido vulgar, y que sin duda tienen su razón de ser en un determinado aspecto del punto de vista religioso, pero que no podrían manifiestamente encontrar lugar en el dominio iniciático, ni por otra parte en las tradiciones que no están revestidas de una forma religiosa (8).

 

En el fondo, se podría decir que toda ascesis verdadera es esencialmente un "sacrificio", y hemos tenido ocasión de ver en otro lugar que, en todas las tradiciones, el sacrificio, bajo cualquier forma que se presente, constituye propiamente el acto ritual por excelencia, aquel en el cual se resumen en cierto modo todos los demás. Lo que es así sacrificado gradualmente en la ascesis (9) son todas las contingencias de las cuales el ser debe llegar a desprenderse como de otras tantas ataduras u obstáculos que le impiden elevarse a un estado superior (10); pero, si puede y debe sacrificar estas contingencias, es en tanto que ellas dependen de él y forman en cierto modo parte de él mismo del modo que sea (11). Como, por otra parte, la individualidad misma no es también sino una contingencia, la ascesis, en su significado más profundo, no es en definitiva otra cosa que el sacrificio del "yo" cumplido para realizar la conciencia del "Si".

 

 

NOTAS:

 

(1). Quizá no sea inútil decir que la palabra "ascesis", que es de origen griego, no tiene ninguna relación etimológica con el latín ascendere, pues hay quienes se dejan engañar a este respecto por una similitud puramente fonética y completamente accidental entre ambas palabras; por otra parte, aún cuando la ascesis apunta a obtener una "ascensión" del ser hacia estados más o menos elevados, es evidente que el medio no debe en ningún caso ser confundido con el resultado.

 

(2). Cf. Aperçus sur l’Initiation, pp. 12-13.

 

(3). Cf. Aperçus sur l'Initiation, pp. 177-178.

 

(4). Por supuesto se trata aquí de la individualidad considerada en su integralidad, con todas las extensiones de que es susceptible, sin lo cual la propia idea religiosa de la "salvación" no podría tener verdaderamente ningún sentido.

 

(5). Apenas creemos útil recordar que ésta es precisamente la diferencia esencial entre la "salvación" y la "Liberación"; no solamente estos dos objetivos no son del mismo orden, sino que pertenecen incluso a órdenes que, aunque diferentes, serían aún comparables entre ellos, puesto que no podría haber ninguna medida común entre un estado condicionado cualquiera y el estado incondicionado.

 

(6). La relación de este fuego interior con el "azufre" de los hermetistas, que es igualmente concebido como un principio de naturaleza ígnea, es demasiado evidente como para que sea necesario hacer algo más que indicarlo de pasada (ver La Grande Triade, cap. XII).

 

(7). Se podrá relacionar esto con lo que hemos dicho acerca de la verdadera naturaleza de las pruebas iniciáticas (Aperçus sur l’Initiation, cap. XXV).

 

(8). En las traducciones de los orientalistas se encuentran frecuentemente las palabras "penitencia" y "penitente", que no se aplican en ningún modo a aquello de lo que se trata en realidad, mientras que las de "ascesis" y "asceta" convendrían por el contrario perfectamente en la mayor parte de los casos.

 

(9). Decimos gradualmente puesto que se trata de un proceso metódico, y por otra parte es fácil comprender que, salvo quizá en algunos casos excepcionales, el desapego completo no puede operarse de una sola vez.

 

(10). Para este ser, se puede decir que estas contingencias son entonces destruidas como tales, es decir, en tanto que cosas manifestadas, pues no existen verdaderamente ya para él, aunque subsistan sin cambio para los demás seres; pero, por otra parte, esta destrucción aparente es en realidad una "transformación", pues es evidente que, desde el punto de vista principial, nada de lo que es podría nunca ser destruido.

 

(11). A este respecto se puede también recordar el simbolismo de la "puerta estrecha", que no puede ser franqueada por aquel que, como los "ricos" de que se trata en el Evangelio, no han sabido despojarse de las contingencias, o que, "habiendo querido salvar su alma (es decir, el "yo"), la “pierde" porque no puede, en esas condiciones, unirse efectivamente al principio permanente e inmutable de su ser.

 

 

Publicado en "Etudes Traditionnelles", octubre-noviembre de 1947.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Capítulo XX: GURÚ Y UPAGURÚ

 

Si a menudo se habla del papel iniciático del Gurú o del Maestro espiritual (lo que por otra parte, claro está, no significa que quienes hablan de ello lo comprendan siempre exactamente), hay, por el contrario, otra noción que generalmente se silencia: es la que la tradición hindú designa con el término upagurú. Hay que entender por ello todo ser, sea cual sea, cuyo encuentro es para alguien la ocasión o el punto de partida de un cierto desarrollo espiritual; y, de manera general, no es en absoluto necesario que este ser sea consciente del papel que así desempeña. Por lo demás, si bien hablamos de un ser, podríamos hacerlo igualmente de una cosa o incluso de una circunstancia cualquiera que provoque el mismo efecto; lo cual viene a reiterar lo que ya hemos dicho frecuentemente, a saber, que no importa lo que pueda, según el caso, actuar a este respecto como una "causa ocasional"; ni que decir tiene que ésta no es una causa en el sentido propio de la palabra, y que en realidad la verdadera causa se encuentra en la naturaleza misma de aquel sobre el que se ejerce esta acción, como lo demuestra el hecho de que lo que tiene tal efecto para él puede muy bien no tener ninguno para un individuo diferente. Añadamos que los upagurúes, así entendidos, pueden naturalmente ser múltiples en el curso de un mismo desarrollo espiritual, pues cada uno de ellos no tiene sino un papel transitorio y no puede actuar eficazmente más que en un momento determinado, fuera del cual su intervención no tendría mas importancia que la que tienen la mayor parte de las cosas que se presentan a nosotros a cada instante y a las que consideramos como más o menos indiferentes.

 

La denominación de upagurú indica que éste no tiene más que un papel accesorio y subordinado, que, en el fondo, podría ser considerado como el de un auxiliar del verdadero Gurú; en efecto, éste debe saber utilizar todas las circunstancias favorables al desarrollo de sus discípulos, conforme a las posibilidades y aptitudes particulares de cada uno de ellos, e incluso, si se trata realmente de un Maestro espiritual en el sentido completo del término, puede a veces provocar él mismo la manifestación de dichas circunstancias en el momento oportuno. Se podría decir entonces que, en cierta forma, éstas no son sino "prolongaciones" del Gurú, del mismo modo que los instrumentos y los diversos medios empleados por un ser para ejercer o amplificar su acción son otras tantas prolongaciones de él mismo; y, por consiguiente, es evidente que el papel propio de éste no está en absoluto disminuido por ello, sino que, por el contrario, encuentra la posibilidad de ejercerse más completamente y de una manera mejor adaptada a la naturaleza de cada discípulo, puesto que la diversidad indefinida de las circunstancias contingentes permite siempre encontrar en ellas alguna correspondencia con la de las naturalezas individuales.

 

Lo que acabamos de decir se aplica al caso que puede considerarse como normal, o que al menos debería serlo en lo que concierne al proceso iniciático, es decir, al caso que implica la presencia efectiva de un Gurú humano; antes de pasar a consideraciones de otro orden, que se aplican igualmente a los casos más o menos excepcionales que pueden existir fuera de éste, conviene hacer aún otra observación. Cuando la iniciación propiamente dicha es conferida por alguien que no posee las cualidades requeridas para cumplir la función de un Maestro espiritual, y que, en consecuencia, actúa únicamente como "transmisor" de la influencia vinculada al rito que realiza, tal iniciador puede también ser asimilado propiamente a un upagurú, que tiene, por otra parte, en cuanto tal, una importancia particular y en cierto modo única en su género, puesto que es su intervención lo que determina realmente el "segundo nacimiento", y ello incluso aunque la iniciación deba permanecer simplemente virtual. Este caso es también el único en que el upagurú debe forzosamente tener conciencia de su papel, al menos en algún grado; añadimos esta restricción porque, cuando se trata de organizaciones iniciáticas más o menos degeneradas o aminoradas, puede ocurrir que el iniciador ignore la verdadera naturaleza de lo que transmite y ni siquiera tenga ninguna idea de la eficacia inherente a los ritos, lo que, como en otras ocasiones hemos explicado, no impide en absoluto que éstos sean válidos desde el momento que son cumplidos regularmente y en las condiciones requeridas. Se comprende, sin embargo, que, a falta de un Gurú, la iniciación así recibida corre el riesgo de no llegar jamás a ser efectiva, salvo en ciertos casos excepcionales de los cuales quizá hablaremos en otra ocasión; todo lo que diremos por el momento es que, si bien teóricamente no hay en ello una imposibilidad absoluta, se trata de algo tan insólito de hecho como lo es la vinculación iniciática obtenida fuera de los medios ordinarios, de manera que es en suma inútil considerarlo cuando uno quiere atenerse a lo que es susceptible de la aplicación más amplia.

 

Dicho esto, volveremos a la consideración de los upagurúes en general, de los cuales todavía nos resta por precisar un significado más profundo que el que hemos indicado hasta ahora, pues el propio Gurú humano no es, en el fondo, sino la representación exteriorizada y como "materializada" del verdadero "Gurú interior", y su necesidad es debida a que el iniciado, en tanto no ha alcanzado un determinado grado de desarrollo espiritual, es incapaz de entrar directamente en comunicación consciente con éste. Haya o no un Gurú humano, el Gurú interior está siempre presente en todos los casos, puesto que no es sino uno con el propio "Sí"; y, en definitiva, es en este punto de vista donde debe uno situarse si quiere comprender plenamente las realidades iniciáticas; bajo este aspecto, no hay por otra parte ya excepciones como las mencionadas hace un momento, sino solamente modalidades diversas según las cuales se ejerce la acción de este Gurú interior. Como el Gurú humano, aunque en un grado menor y, si se permite la expresión, más "parcialmente", los upagurúes son manifestaciones del Gurú interior; como tales, son, podríamos decir, las apariencias que adopta para comunicar, en la medida de lo posible, con el ser que todavía no puede ponerse en relación directa con él, de manera que la comunicación no puede efectuarse sino por medio de estos "soportes" exteriores. Ello permite entender, por ejemplo, por qué se dice que el anciano, el enfermo, el cadáver y el monje encontrados sucesivamente por el futuro Buda eran formas tomadas por los Dêvas que querían dirigirle hacia la iluminación, no siendo aquí estos Dêvas sino aspectos del Gurú interior; no se debe necesariamente entender con esto que no se tratara más que de simples "apariciones", aunque éstas sean sin duda posibles también en ciertos casos. La realidad individual del ser que desempeña el papel de un upagurú no se ve en modo alguno afectada o destruida por ello; si, no obstante, se desvanece ante la realidad de orden superior de la que es el "soporte" ocasional y momentáneo, es solamente para aquel a quien se dirige especialmente el "mensaje", del cual, consciente o lo mas a menudo inconscientemente, se ha convertido así en el portador.

 

Para prevenir cualquier error, añadiremos que es preciso guardarse de interpretar lo que acabamos de decir en último lugar como queriendo indicar que las manifestaciones del Gurú interior constituirían solamente algo "subjetivo"; no es en absoluto así como lo entendemos, y, desde nuestro punto de vista, la "subjetividad" no es sino la más vana de las ilusiones. La realidad superior de la que hablamos se sitúa mucho más allá del dominio "psicológico", y lo "subjetivo" no tiene ya verdaderamente ningún sentido; algunos podrán incluso encontrar que esto es demasiado evidente como para que haya necesidad de insistir, pero conocemos demasiado bien la mentalidad de la mayoría de nuestros contemporáneos para no saber que tales precisiones están lejos de ser superfluas; ¿no hemos visto acaso personas que, cuando se trata del "Maestro espiritual", llegan a traducir la expresión por "director de conciencia?"

 

 

 

Publicado en "Etudes Traditionnelles", enero-febrero de 1948.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Capítulo XXI: VERDADEROS Y FALSOS INSTRUCTORES ESPIRITUALES

 

A menudo hemos insistido sobre la distinción que debe hacerse entre la iniciación propiamente dicha, que es la vinculación pura y simple a una organización iniciática, implicando esencialmente la transmisión de una influencia espiritual, y los medios que podrán a continuación ser puestos en práctica para contribuir a hacer efectiva una iniciación que en un principio no era sino virtual, medios cuya eficacia está naturalmente subordinada, en todos los casos, a la condición indispensable de una vinculación previa. Estos medios, en tanto que constituyen la ayuda aportada desde el exterior al trabajo interior del cual debe resultar el desarrollo espiritual del ser (y está claro que jamás pueden suplir en modo alguno este mismo trabajo), pueden ser denominados, en su conjunto, por el término de instrucción iniciática, tomando a éste en su sentido más amplio, y no limitándolo a la comunicación de ciertos datos de orden doctrinal, sino incluyendo igualmente todo lo que, de la forma que sea, es propio para guiar al iniciado en el trabajo que realiza para alcanzar una realización espiritual en el grado que sea.

 

Lo más difícil, y sobre todo en nuestra época, no es ciertamente obtener una vinculación iniciática, lo que quizá no es a veces sino demasiado fácil (1), sino encontrar un instructor verdaderamente cualificado, es decir, capaz de cumplir realmente la función de guía espiritual, tal como acabamos de decir, aplicando todos los medios convenientes a sus propias posibilidades particulares, fuera de las cuales es evidentemente imposible, incluso para el Maestro más perfecto, obtener ningún resultado efectivo. Sin tal instructor, como anteriormente hemos explicado, la iniciación, siendo con seguridad válida en sí misma, desde el momento en que la influencia espiritual ha sido realmente transmitida por medio de un rito apropiado (2), permanecería siempre simplemente virtual, salvo en muy raros casos excepcionales. Lo que agrava aún más la dificultad es que aquellos que tienen la pretensión de ser guías espirituales, sin estar en absoluto cualificados para desempeñar este papel, probablemente jamás han sido tan numerosos como en nuestros días; y el peligro que se desprende de ello es tanto mayor cuanto que, de hecho, estas personas poseen generalmente facultades psíquicas muy potentes y más o menos anormales, lo que evidentemente no demuestra nada desde el punto de vista del desarrollo espiritual y es incluso de ordinario un indicio más bien desfavorable a este respecto, aunque no es menos susceptible de engañar y de imponerse a todos aquellos que no están lo suficientemente advertidos y que, por consiguiente, no saben realizar las distinciones esenciales. No se podría entonces poner más en guardia contra estos falsos instructores, que no pueden más que extraviar a quienes se dejen seducir por ellos y que aún deberían sentirse satisfechos si no les ocurre nada más enojoso que una pérdida de su tiempo; que por otra parte no sean más que simples charlatanes, como no hay sino demasiados actualmente, o que se engañen a sí mismos antes de engañar a los demás, es algo que evidentemente no cambia en absoluto las consecuencias, e incluso en cierto sentido, aquellos que son más o menos completamente sinceros (pues pueden haber en todo esto muchos grados) no dejan quizá de ser los más peligrosos por su propia inconsciencia. Apenas hay necesidad de añadir que la confusión entre lo psíquico y lo espiritual, que desgraciadamente está tan extendida en nuestros contemporáneos, y a la cual hemos denunciado en numerosas ocasiones, contribuye en gran medida a hacer posibles los peores equívocos a este respecto; si a ello se le añade el atractivo de los pretendidos "poderes" y el gusto por los "fenómenos" más o menos extraordinarios, que por otra parte casi inevitablemente le están asociados, se tendrá entonces una explicación muy completa del éxito de ciertos falsos instructores.

No obstante, hay un carácter por el cual muchos de éstos, si no todos, pueden ser reconocidos fácilmente, y, aunque en suma no sea sino una consecuencia directa y necesaria de todo lo que constantemente hemos expuesto con respecto a la iniciación, no creemos inútil, ante cuestiones que nos han sido planteadas últimamente a propósito de ciertos personajes más o menos sospechosos, el precisarla aún de manera más explícita. Cualquiera que se presente como un instructor espiritual sin vincularse a una forma tradicional determinada o sin conformarse a las reglas establecidas por éstas no puede tener verdaderamente la cualidad que se atribuye; puede ser, según el caso, un vulgar impostor o un "iluso" que ignora las condiciones reales de la iniciación; y en este último caso más todavía que en el otro es muy de temer que no sea frecuentemente, en definitiva, nada más que un instrumento al servicio de algo que ni siquiera él mismo sospecha. Diremos otro tanto (y por otra parte este carácter se confunde forzosamente hasta cierto punto con el anterior) de cualquiera que tenga la pretensión de dispensar indistintamente una enseñanza de naturaleza iniciática a no importa quien e incluso a simples profanos, descuidando la necesidad, como primera condición de su eficacia, de la vinculación a una organización regular, o aún de cualquiera que proceda según métodos no conformes a los de alguna iniciación reconocida tradicionalmente. Si se supiera aplicar estas pocas indicaciones y atenerse siempre estrictamente a ellas, los promotores de "pseudo-iniciaciones" de cualquier forma con que estuviesen revestidas se encontrarían casi inmediatamente desenmascarados (3); faltaría solamente el peligro que puede provenir de representantes de iniciaciones desviadas, aunque reales, y que han dejado de estar en la línea de la ortodoxia tradicional; pero éstas están ciertamente mucho menos extendidas, al menos en el mundo occidental, y, en consecuencia, es evidentemente menos urgente preocuparse de ellas en las circunstancias presentes. Por lo demás, podemos decir al menos que los "instructores" que se vinculan a tales iniciaciones tienen generalmente en común con aquellos de los que acabamos de hablar, la costumbre de manifestar sus "poderes" psíquicos con todo propósito y sin ninguna razón válida (pues no podemos considerar como tal la de atraer a sus discípulos o retenerlos por este medio, lo que es el fin al que apuntan de manera ordinaria), y atribuir su preponderancia a un desarrollo excesivo y más o menos desordenado de las posibilidades de este orden, lo que va siempre en detrimento de todo verdadero desarrollo espiritual.

Por otro lado, en cuanto a los verdaderos instructores espirituales, el contraste que presentan con los falsos, en los diversos aspectos que acabamos de indicar, puede, si no hacerlos reconocer con una completa seguridad (en el sentido en que estas condiciones, si son necesarias, pueden sin embargo no ser suficientes), al menos ayudar bastante a ello; pero conviene hacer otra advertencia para disipar aún algunas ideas falsas. Contrariamente a lo que muchos parecen imaginar, no siempre es necesario, para que alguien sea apto para desempeñar este papel en ciertos límites, que haya alcanzado él mismo una realización espiritual completa; debería ser evidente, en efecto, que es preciso mucho menos que esto para ser capaz de guiar validamente a un discípulo en los primeros estadios de su carrera iniciática. Por supuesto, cuando éste haya alcanzado el punto más allá del cual no puede ya conducirle, el instructor que se encuentre en este caso, pero que es no obstante verdaderamente digno de ese nombre, no vacilará jamás en hacerle saber que a partir de entonces ya no puede hacer nada por él, y en dirigirle, para seguir su trabajo en las condiciones más favorables, sea a su propio Maestro si ello es posible, sea a otro instructor al que reconozca como más completamente cualificado que él mismo; y, cuando es así, no hay en suma nada de asombroso ni de anormal en que el discípulo pueda finalmente superar el nivel espiritual de su primer instructor, quien por otra parte, si es verdaderamente lo que debe ser, no podrá sino felicitarse por haber contribuido por su parte, por modesta que sea, a conducirle a ese resultado. Los celos y las rivalidades individuales, en efecto, no podrían tener ningún lugar en el verdadero dominio iniciático, mientras que, por el contrario, ocupan casi siempre uno demasiado grande en la manera de actuar de los falsos instructores; y es únicamente a éstos a quienes deben denunciar y combatir, cada vez que las circunstancias lo exijan, no solamente los auténticos Maestros espirituales, sino también todos aquellos que poseen en cualquier grado conciencia de lo que realmente es la iniciación.

 

 

NOTAS:

 

(1). Queremos aludir con ello al hecho de que ciertas organizaciones iniciáticas se han hecho mucho más "abiertas", lo que por otra parte es siempre para éstas una causa de degeneración.

 

(2). Debemos recordar aquí que el iniciador que actúa como "transmisor" de la influencia vinculada al rito no es forzosamente apto para desempeñar el papel de instructor; si ambas funciones están normalmente reunidas allí donde las instituciones tradicionales no han sufrido ninguna disminución, están muy lejos de estarlo siempre de hecho en las condiciones actuales.

 

(3). No hay que olvidar, naturalmente, el contar también entre las "pseudo-iniciaciones", tal como hemos explicado en otras ocasiones, a todas aquellas que pretenden basarse sobre formas tradicionales que no tienen actualmente ninguna existencia efectiva; pero éstas al menos son manifiestamente reconocibles a primera vista y sin que haya necesidad de examinar las cosas más de cerca, mientras que puede no ocurrir siempre lo mismo para las demás.

 

 

 

Publicado en "Etudes Traditionnelles", marzo de 1948.

Capítulo XXII: SABIDURIA INNATA Y SABIDURIA ADQUIRIDA

 

Confucio enseñaba que hay dos clases de sabios, siéndolo unos de nacimiento, mientras que los otros, entre los que él mismo se contaba, no se han hecho tales sino mediante su esfuerzo. Debe recordarse aquí que el "sabio" (cheng), tal como él lo entendía, que representa el grado más elevado de la jerarquía confucianista, constituye al mismo tiempo, como ya en otro lugar hemos explicado (1), el primer escalón de la jerarquía taoísta, situándose así en cierto modo en el punto límite donde se reúnen los dominios exotérico y esotérico. En estas condiciones, uno puede preguntarse si, al hablar del sabio de nacimiento, Confucio había querido designar con ello solamente al hombre que por naturaleza posee todas las cualificaciones requeridas para acceder efectivamente y sin ninguna otra preparación a la jerarquía iniciática, y que, en consecuencia, no tenía ninguna necesidad de esforzarse en escalar poco a poco, mediante estudios más o menos largos y penosos, los grados de la jerarquía exterior. Ello es en efecto muy posible e incluso constituye la interpretación más verosímil; tal sentido es, por cierto, tanto más legítimo cuanto que implica al menos el reconocimiento de que hay seres que están, por así decir, destinados, por sus propias posibilidades, a pasar inmediatamente más allá de ese dominio exotérico en el cual el propio Confucio siempre ha procurado mantenerse. Por otro lado, sin embargo, también puede uno preguntarse si, superando las limitaciones inherentes al punto de vista propiamente confucianista, la sabiduría innata no es susceptible de tener un significado más amplio y profundo, en el cual lo que acabamos de indicar podría, por lo demás, entrar a título de caso particular.

 

Es fácil comprender que tal cuestión se plantee, pues, como a menudo hemos tenido ocasión de decir, todo conocimiento efectivo constituye una adquisición permanente, obtenida por el ser de una vez por todas, y nada podría jamás hacérsela perder. Por consiguiente, si un ser que ha alcanzado un determinado grado de realización en un estado de existencia, pasa a otro estado, deberá necesariamente llevar en él lo que así ha adquirido, que aparecerá entonces como "innato" en ese nuevo estado; está claro, por otra parte, que no puede tratarse en ello más que de una realización que permanece incompleta, sin lo cual el paso a otro estado no tendría ningún sentido concebible, y, en el caso del ser que pasa al estado humano, pues es éste el que nos interesa más particularmente aquí, esta realización no ha llegado todavía a la superación de las condiciones de la existencia individual; ésta puede extenderse desde los grados más elementales hasta el punto más cercano a aquel que, en el estado humano, corresponde a la perfección de este estado (2). Puede incluso señalarse que, en el estado primordial, todos los seres que nacían como hombres debían encontrarse en este último caso, puesto que poseían esa perfección de su individualidad de una manera natural y espontánea, sin tener que hacer ningún esfuerzo para llegar a ella, lo que implica que estaban a punto de alcanzar tal grado antes de nacer al estado humano; eran entonces verdaderamente sabios de nacimiento, y ello no solamente en la restringida acepción en que Confucio podía entenderlo desde su propio punto de vista, sino en toda la plenitud de sentido que puede ser dada a esta expresión.

 

Antes de ir más lejos, será bueno llamar la atención sobre el hecho de que se trata aquí de una adquisición obtenida en estados de existencia diferentes al estado humano, lo que no tiene ni puede tener nada en común con una concepción "reencarnacionista" cualquiera; además, ésta, aparte de las razones de orden metafísico que se oponen de una manera absoluta en todos los casos, sería todavía más manifiestamente absurda en el caso de los primeros hombres, y esto basta para que sea inútil insistir más sobre ello. Lo que quizá es más importante señalar expresamente, ya que podría fácilmente inducir a error, es que, cuando hablamos del estado humano, no debe concebirse esta anterioridad como implicando en realidad y literalmente una sucesión mas o menos asimilable a la sucesión temporal tal como la que existe en el interior del propio estado humano, sino solamente como expresando el encadenamiento causal de los diferentes estados; éstos, a decir verdad, no pueden ser descritos como sucesivos más que de una manera puramente simbólica, aunque por otra parte es evidente que, sin recurrir a un simbolismo adecuado a las condiciones de nuestro mundo, sería totalmente imposible expresar esto inteligiblemente en lenguaje humano. Hecha esta reserva, se puede hablar de un ser como habiendo ya alcanzado un grado determinado de realización antes de nacer al estado humano; basta con saber en qué sentido debe entenderse esto para que tal manera de hablar, por poco adecuada que sea en sí misma, no presente verdaderamente ningún inconveniente; y es así como tal ser poseerá de nacimiento el grado correspondiente a esta realización en el mundo humano, grado que puede ir desde el del cheng-jen o sabio confucianista hasta el del tchen-jen u "hombre verdadero".

 

No debería sin embargo creerse que, en las condiciones actuales del mundo terrestre, esta sabiduría innata pueda manifestarse espontáneamente como ocurría en la época primordial, pues evidentemente es preciso tener en cuenta los obstáculos que opone el medio. El ser de que se trata deberá entonces recurrir a los medios que de hecho existen para superar estos obstáculos, lo que significa que no está en absoluto eximido, como se podría estar tentado de suponer erróneamente, de la vinculación a una "cadena" iniciática, a falta de la cual, en tanto esté en el estado humano, permanecería simplemente igual a como estaba al entrar, y como inmerso en una especie de "sueño" espiritual que no le permite ir más lejos en la vía de su realización. Podría aún concebirse, con rigor, que manifieste exteriormente, sin tener necesidad de desarrollarlo de una forma gradual, el estado del cheng-jen, porque éste no está aún sino en el límite superior del dominio exotérico; pero, para todo lo que está más allá, la iniciación propiamente dicha constituye siempre, por el momento, una condición indispensable, y, por lo demás, suficiente en semejante caso (3). Este ser podrá entonces pasar en apariencia por los mismos grados que el iniciado que simplemente ha partido del estado del hombre ordinario, pero la realidad será no obstante muy diferente; en efecto, no solamente la iniciación, en lugar de no ser en principio sino virtual como lo es habitualmente, será para él inmediatamente efectiva, sino que también "reconocerá" estos grados, si se permite la expresión, como teniéndolos ya en él, de una forma que puede ser comparada a la "reminiscencia" platónica, y que incluso es sin duda, en el fondo, uno de los significados de ésta. Este caso es comparable también a lo que sería, en el orden del conocimiento teórico, el de alguien que posee ya interiormente la conciencia de ciertas verdades doctrinales, pero que es incapaz de expresarlas porque no tiene a su disposición los términos apropiados, y que, desde el momento en que está resuelto a enunciarlas, las reconoce al punto y penetra completamente su sentido sin experimentar ninguna dificultad para asimilárselas. Puede incluso ocurrir que, cuando se encuentre en presencia de los ritos y símbolos iniciáticos, éstos se le aparezcan como si siempre los hubiera conocido, de una manera en cierto modo "intemporal", porque posee efectivamente en él todo lo que, más allá e independientemente de las formas particulares, constituye su esencia misma; y, de hecho, este conocimiento no tiene realmente ningún comienzo temporal, puesto que resulta de una adquisición realizada fuera del curso del estado humano, que es el único verdaderamente condicionado por el tiempo. Otra consecuencia de lo que acabamos de decir es que, para recorrer la vía iniciática, un ser tal como éste del que hablamos no tiene ninguna necesidad de la ayuda de un Gurú exterior y humano, puesto que en realidad la acción del verdadero Gurú interior opera en él desde el principio, haciendo evidentemente inútil la intervención de todo "sustituto" provisional, pues el papel del Gurú exterior no es en definitiva sino éste; y he aquí, a este respecto, el caso excepcional al cual ya hemos aludido. Lo que es indispensable que se comprenda es que precisamente éste no puede ser sino un caso absolutamente insólito, y lo es incluso naturalmente cada vez más a medida que la humanidad avanza en la marcha descendente de su ciclo; se podría, en efecto, ver en ello como un último vestigio del estado primordial y de aquellos que lo han continuado anteriormente al Kali-Yuga, vestigio por otra parte forzosamente oscurecido, puesto que el ser que posee "por derecho" desde su nacimiento la cualidad de "hombre verdadero", o la que le corresponde en un menor grado de realización, no puede ya desarrollarla de hecho de una forma completamente espontánea e independiente de toda circunstancia contingente. Por supuesto, el papel de las contingencias no deja de estar reducido para él al mínimo, ya que no se trata en suma sino de una vinculación iniciática pura y simple, que evidentemente siempre le es posible obtener, tanto más cuanto que será como inevitablemente conducido a ella por las "afinidades" que son un efecto de su propia naturaleza. Pero lo que ante todo debe ser evitado, pues es un peligro siempre de temer cuando se consideran excepciones como ésta, es que algunos puedan imaginar que tal caso es el suyo, sea porque se sienten naturalmente llevados a buscar la iniciación, lo que, lo más a menudo, indica solamente que están prestos a entrar en esta vía, y no que ya la hayan recorrido en parte en otro estado, sea porque, antes de toda iniciación, han visto algunos "resplandores" mas o menos vagos, de orden probablemente más bien psíquico que espiritual, que en suma no tienen nada de extraordinario y no prueban más que cualquier "premonición" que pueda ocasionalmente tener todo hombre cuyas facultades estén un poco menos estrechamente limitadas de lo que comúnmente lo están las de la humanidad actual, y que, por ello, se encuentra menos exclusivamente encerrado en la modalidad corporal de su individualidad, lo que por otra parte, de manera general, ni siquiera implica necesariamente que esté verdaderamente cualificado para la iniciación. Todo esto no representa con seguridad más que razones totalmente insuficientes para pretender poder prescindir de un Maestro espiritual y llegar sin embargo a la iniciación efectiva, no menos que para eximirse de todo esfuerzo personal en vistas a este resultado; la verdad obliga a decir que ésta es una posibilidad que existe, pero también que no puede pertenecer sino a una ínfima minoría, si bien, en suma, ni siquiera hay que tenerla prácticamente en cuenta. Quienes poseen realmente esta posibilidad tomarán siempre conciencia de ella en el momento oportuno, de una manera cierta e indudable, y esto es, en el fondo, lo único que importa; en cuanto a los demás, si se dejan arrastrar por sus vanas imaginaciones y les dan crédito, comportándose en consecuencia, serán llevados a las más molestas decepciones

 

NOTAS

 

(1). La Grande Triade, cap. XVIII.

 

(2). Decimos solamente el punto más cercano, porque, si la perfección de un estado individual hubiera sido efectivamente alcanzada, el ser no tendría ya que pasar por otro estado individual.

 

(3). El único caso en el que esta condición no existe es aquel en que se trata de la realización descendente, ya que ésta presupone que la realización ascendente ha sido cumplida hasta su último término; este caso es entonces evidentemente distinto al que ahora consideramos.

 

 

 

Publicado en "Etudes Traditionnelles", enero-febrero de 1949.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Capítulo XXIII: TRABAJO INICIÁTICO COLECTIVO Y "PRESENCIA" ESPIRITUAL

 

Hay formas iniciáticas en las cuales, debido a su propia constitución, el trabajo colectivo ocupa un lugar en cierto modo preponderante; no queremos decir con ello, por supuesto, que pueda nunca sustituir al trabajo personal y puramente interior de cada uno o eximir de él de una forma cualquiera, pero al menos constituye en semejante caso un elemento totalmente esencial, mientras que en otras formas puede estar muy reducido o incluso ser por completo inexistente. El caso de que se trata es especialmente el de las iniciaciones que subsisten actualmente en Occidente; y sin duda ocurre generalmente lo mismo, en un grado más o menos acentuado, en todas las iniciaciones de oficio, allí donde éstas se encuentren, pues hay aquí algo que parece ser inherente a su propia naturaleza. A esto se refiere, por ejemplo, un hecho tal como aquel al que hemos aludido en un reciente estudio a propósito de la Masonería (1), de una "comunicación" que no puede ser efectuada más que con la cooperación de tres personas, de tal modo que ninguna de ellas posee por sí sola el poder necesario a este efecto; podemos citar igualmente, en el mismo orden de ideas, la condición de la presencia de un determinado número mínimo de asistentes, siete por ejemplo, para que una iniciación pueda validamente tener lugar, mientras que hay otras iniciaciones donde la transmisión, tal como frecuentemente se da en particular en la India, se opera simplemente de un maestro a un discípulo sin la concurrencia de nadie más. Es evidente que tal diferencia de modalidades debe entrañar consecuencias igualmente diferentes en todo el conjunto del trabajo iniciático posterior; y, entre estas consecuencias, nos parece especialmente interesante examinar más de cerca la que se refiere al papel del Gurú o de lo que ocupa su lugar.

 

En el caso en que la transmisión iniciática es efectuada por una sola persona, ésta asume por ello la función de Gurú frente al iniciado; poco importa aquí que sus cualificaciones a este respecto sean más o menos completas y que, como a menudo de hecho ocurre, no sea capaz de conducir a su discípulo más que hasta tal o cual estadio determinado; el principio no deja de ser el mismo: el Gurú está en el punto de partida, y no podría haber ninguna duda con respecto a su identidad. En el otro caso, por el contrario, las cosas se presentan de una manera mucho menos simple y evidente, y legítimamente se puede preguntar dónde está en realidad el Gurú; sin duda, todo "maestro" puede siempre, cuando instruye a un "aprendiz", ocupar este lugar en cierto sentido y en cierta medida, pero no es jamás sino de una manera muy relativa, y, si incluso quien cumple la transmisión iniciática no es propiamente sino un upagurú, con mayor razón ocurrirá lo mismo con los demás; por otra parte, no hay aquí nada que se asemeje a la relación exclusiva entre el discípulo y un Gurú único, que es una condición indispensable para que pueda emplearse este término en su verdadero sentido. De hecho, no parece que, en tales iniciaciones, haya habido nunca propiamente hablando Maestros espirituales ejerciendo su función de forma continua; si los ha habido, lo cual evidentemente no puede ser excluido (2), no es en suma sino más o menos excepcionalmente, si bien su presencia no aparece como un elemento constante y necesario en la especial constitución de las formas iniciáticas de que se trata. Es necesario sin embargo que, a pesar de todo, haya habido algo que ocupara su lugar; es la razón de que deba inquirirse por qué o por quién esta función es desempeñada efectivamente en semejante caso.

 

A esta pregunta podría estarse tentado de responder que es la colectividad misma constituida por el conjunto de la organización iniciática considerada lo que desempeña el papel de Gurú; esta respuesta estaría en efecto sugerida muy naturalmente por la indicación que hemos hecho al principio acerca de la importancia preponderante concedida al trabajo colectivo; pero, no obstante, sin que se pueda decir que es completamente falsa, es al menos insuficiente. Debe precisarse por otra parte que, cuando hablamos así de la colectividad, no la entendemos simplemente como la reunión de los individuos considerados sólo en su modalidad corporal, tal como podría ocurrir si se tratara de una agrupación profana cualquiera; lo que sobre todo tenemos in mente es la "entidad psíquica" colectiva a la cual algunos han dado muy impropiamente el nombre de "egrégora". Recordaremos lo que ya hemos dicho a este propósito (3): lo "colectivo" como tal no podría en modo alguno superar el dominio individual, puesto que no es en definitiva sino una resultante de las individuales que lo componen ni, en consecuencia, ir más allá del orden psíquico; ahora bien, todo lo que no es sino psíquico no puede tener ninguna relación efectiva y directa con la iniciación, puesto que ésta consiste esencialmente en la transmisión de una influencia espiritual, destinada a producir efectos de orden igualmente espiritual, luego transcendentes con respecto a la individualidad, de lo cual debe evidentemente deducirse que todo lo que puede volver efectiva la acción en principio virtual de esta influencia debe necesariamente tener un carácter supra-individual, y por ello, si puede decirse, también supra-colectivo. Por lo demás, está claro que no es en tanto que individuo humano que el Gurú propiamente dicho ejerce su función, sino en tanto que representa algo supra-individual, de lo cual, en esta función, su individualidad no es en realidad sino el soporte; para que ambos casos sean equiparables, es preciso entonces que lo que aquí es asimilable al Gurú sea, no la colectividad misma, sino el principio transcendente al cual sirve de soporte y que es lo único que le confiere un verdadero carácter iniciático. De lo que se trata es entonces aquello que puede ser denominado, en el más estricto sentido de la palabra, una "presencia" espiritual, actuando en y por el propio trabajo colectivo; y es la naturaleza de esta "presencia" la que, sin pretender en absoluto tratar la cuestión bajo todos sus aspectos, nos queda por explicar un poco más completamente.

 

En la Kábala hebrea se dice que, desde que los sabios se ocupan de los misterios divinos, la Shekinah está entre ellos; así, incluso en una forma iniciática donde el trabajo colectivo no parece ser, de manera general, un elemento esencial, una "presencia" espiritual no deja de estar afirmada claramente en el caso en que tal trabajo tiene lugar, y podría decirse que esta "presencia" se manifiesta en cierto modo en la intersección de las "líneas de fuerza" que van de uno a otro entre quienes participan de ella, como si su "descenso" fuera directamente requerido por la resultante colectiva que se produce en este punto determinado y que le ofrece un soporte apropiado. No insistiremos más acerca de este aspecto quizá demasiado "técnico" de la cuestión, y solamente añadiremos que se trata aquí más especialmente del trabajo de iniciados que ya han alcanzado un grado avanzado de desarrollo espiritual, contrariamente a lo que tiene lugar en las organizaciones donde el trabajo colectivo constituye la modalidad habitual y normal desde el principio; pero, por supuesto, esta diferencia no cambia en nada el principio mismo de la "presencia" espiritual.

 

Lo que acabamos de decir debe, por añadidura, ser comparado a esta frase de Cristo: "Cuando dos o tres se reúnan en mi nombre, yo estaré en medio de ellos"; y esta comparación es particularmente notable cuando se conoce la estrecha relación existente entre el Mesías y la Shekinah (4). Es cierto que según la interpretación corriente, esto se referiría simplemente a la oración; pero, por legítima que sea esta aplicación en el orden exotérico, no hay ninguna razón para limitarla exclusivamente a él y para no considerar también otro significado más profundo, que debido a ello será cierto a fortiori; o al menos no podría haber en ello otra razón que la limitación del propio punto de vista exotérico, para quienes no pueden o no quieren superarlo. Debemos además llamar muy especialmente la atención acerca de la expresión "en mi nombre" que, por otra parte, se encuentra tan frecuentemente en el Evangelio, pues no parece ser actualmente entendida mas que en un sentido muy pobre, si no pasa incluso inadvertida; casi nadie, en efecto, comprende todo lo que implica tradicionalmente en realidad, bajo el doble aspecto doctrinal y ritual. Ya hemos hablado un poco de esta última cuestión en diversas ocasiones, y quizá debamos volver sobre ella; por el momento, solamente queremos indicar una importante consecuencia desde el punto de vista en que nos situamos; y es que, con todo rigor, el trabajo de una organización iniciática siempre debe cumplirse "en nombre" del principio espiritual del cual procede y que está en cierto modo destinada a manifestar en nuestro mundo (5). Este principio puede ser más o menos "especializado", de acuerdo con las modalidades propias de cada organización iniciática; pero, siendo de naturaleza puramente espiritual, como evidentemente exige la propia meta de toda iniciación, es siempre, en definitiva, la expresión de un aspecto divino, y es una emanación directa de éste lo que propiamente constituye la "presencia" que inspira y guía el trabajo iniciático colectivo, a fin de que tal trabajo pueda producir resultados efectivos según la medida de las capacidades de cada uno de los que en él toman parte.

 

NOTAS

 

(1). Ver "Parole perdue et mots substitués", en el nº de diciembre de 1948 de la revista "Etudes Traditionnelles".

 

(2). Debió necesariamente haberlos al menos en el origen de toda forma iniciática determinada, teniendo sólo ellos la cualidad para realizar la "adaptación" requerida para su constitución.

 

(3). Ver cap. VI: Influences spirituelles et "égrégores".

 

(4). A veces se pretende que existiría una variante de este texto, que se refiriera solamente a "tres" en lugar de "dos o tres", y algunos quieren interpretar a estos tres como siendo el cuerpo, el alma y el espíritu; se trataría entonces de la concentración y de la unificación de todos los elementos del ser en el trabajo interior, necesario para que se opere el "descenso" de la influencia espiritual en el centro de este ser. Esta interpretación es con seguridad plausible, e, independientemente de la cuestión de saber exactamente cuál es el texto más correcto, expresa en sí misma una verdad innegable, aunque, en todo caso, no excluye en absoluto la que se refiere al trabajo colectivo; sólo si estuviera realmente especificado el número de tres, debería admitirse que representa entonces un mínimo requerido para la eficacia de dicho trabajo, tal como de hecho ocurre en ciertas formas iniciáticas.

 

(5). Toda fórmula ritual distinta de aquella que responde a lo que estamos diciendo no puede entonces, cuando es una sustitución, ser considerada más que como representando un empobrecimiento debido a un desconocimiento o a una ignorancia más o menos completa de lo que es verdaderamente el "nombre", e implicando en consecuencia una cierta degeneración de la organización iniciática, puesto que esta sustitución demuestra que ésta ya no es plenamente consciente de la auténtica naturaleza de la relación que la une a su principio espiritual.

 

 

 

Publicado en "Etudes Traditionnelles", abril y mayo de 1949.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Capítulo XXIV: SOBRE EL PAPEL DEL GURÚ

 

Hemos tenido, últimamente, ocasión de comprobar en algunos, con respecto al papel del Gurú (1), errores y exageraciones tales que nos hemos visto obligados de nuevo a volver sobre esta cuestión para colocar las cosas en su sitio. Casi estaríamos tentados, ante semejantes afirmaciones, de lamentar el haber insistido sobre este papel en tantas circunstancias; es cierto que muchos tienen tendencia a disminuir su importancia, si no incluso a desconocerla por completo, y es esto lo que justifica nuestra insistencia; pero son errores que van en sentido opuesto a aquel de que se trata esta vez.

 

Así, hay quienes llegan a pretender que nadie podrá jamás alcanzar la Liberación si no tiene un Gurú, y, naturalmente, entienden por ello un Gurú humano; subrayaremos en primer lugar que éstos harían con seguridad mejor preocupándose de cosas menos alejadas de ellos que el objetivo último de la realización espiritual, limitándose a considerar la cuestión en lo que concierne a los primeros estadios de ésta, que por otra parte son, de hecho, aquellos para los cuales la presencia de un Gurú puede aparecer como más particularmente necesaria. No debe olvidarse, en efecto, que el Gurú humano no es en realidad, como anteriormente hemos dicho, sino una representación exterior y como un "sustituto" del verdadero Gurú interior, de manera que su necesidad no es debida sino a que el iniciado, en tanto no ha alcanzado un determinado grado de desarrollo espiritual, es aún incapaz de entrar directamente en comunicación consciente con él. Es esto, en todo caso, lo que limita a los primeros estadios esta necesidad de la ayuda de un Gurú humano, y decimos a los primeros estadios porque es evidente que la comunicación de que se trata se hace posible para un ser antes de que esté preparado para alcanzar la Liberación. Teniendo en cuenta esta restricción, ¿se puede considerar esta necesidad como absoluta? O, en otras palabras, ¿la presencia del Gurú humano es, en todos los casos, rigurosamente indispensable al inicio de la realización, es decir, si no para conferir una iniciación válida, lo que sería evidentemente absurdo, sí al menos para hacer efectiva una iniciación que, sin esta condición, permanecería siempre simplemente virtual? Por importante que realmente sea el papel del Gurú, y no seremos ciertamente nosotros quienes lo neguemos, estamos obligados a decir que tal aserción es totalmente falsa, y ello por numerosas razones, de las cuales la primera es que hay casos excepcionales de seres para los cuales una transmisión iniciática pura y simple es suficiente, sin que un Gurú tenga que intervenir en absoluto para "despertar" inmediatamente adquisiciones espirituales obtenidas en otros estados de existencia; por extraños que estos casos sean, prueban al menos que no podría en modo alguno tratarse de una necesidad de principio. Pero hay algo mucho más importante que considerar aquí, puesto que no se trata de hechos excepcionales de los cuales podría decirse con razón que prácticamente no deben ser tenidos en cuenta, sino de vías perfectamente normales: existen formas de iniciación que, por su propia constitución, no implican en absoluto que alguien deba cumplir la función de un Gurú en el sentido propio de la palabra, y este caso es especialmente el de ciertas formas en las cuales el trabajo colectivo ocupa un lugar preponderante, siendo desempeñado entonces el papel del Gurú no por un individuo humano, sino por una influencia espiritual efectivamente presente en el curso de dicho trabajo (2). Sin duda, hay aquí cierta desventaja, en el sentido en que tal vía es evidentemente menos segura y más difícil de seguir que aquella en la cual el iniciado se beneficia del control constante de un Maestro espiritual; pero ésta es otra cuestión, y lo que importa desde el punto de vista en que ahora nos situamos es que la existencia misma de estas formas iniciáticas, que necesariamente se proponen el mismo objetivo que las otras, y que en consecuencia deben poner a disposición de sus adherentes medios suficientes para alcanzarlo desde el momento en que están plenamente cualificados, prueba ampliamente que la presencia de un Gurú no podría ser considerada como constituyendo una condición indispensable en todos los casos. Está claro, por otra parte, que, haya o no un Gurú humano, el Gurú interior está siempre presente, puesto que forma uno con el propio "Sí"; que, para manifestarse a quienes todavía no pueden tener una consciencia inmediata de él, adopte como soporte a un ser humano o a una influencia espiritual "no encarnada", no es en suma sino una diferencia de modalidades que no afecta en nada lo esencial.

 

Hace un instante hemos dicho que el papel del Gurú, allí donde existe, es especialmente importante al principio de la iniciación efectiva, y ello incluso puede parecer muy evidente, pues es natural que un iniciado tenga tanta más necesidad de ser guiado cuando menos avanzado esté en la vía; esta observación contiene ya implícitamente la refutación de otro error que hemos comprobado, y que consiste en pretender que no puede ser un verdadero Gurú más que aquel que ya ha llegado al término de la realización espiritual, es decir, a la Liberación. Si verdaderamente fuese así, sería más bien desalentador para quienes buscan obtener la ayuda de un Gurú, pues está claro que las probabilidades que tendrían de encontrar uno estarían entonces extremadamente restringidas; pero, en realidad, para que alguien pueda desempeñar eficazmente este papel de Gurú en un principio, basta que sea capaz de conducir a su discípulo hasta un determinado grado de iniciación efectiva, lo cual es posible incluso aunque él mismo no haya pasado de ese grado (3). Es la razón de que la ambición de un verdadero Gurú, si puede decirse así, deba ser sobre todo poner a su discípulo en estado de poder prescindir de él lo máximo posible, sea dirigiéndolo, cuando ya no pueda conducirlo más lejos, a otro Gurú que posea una competencia más extensa que la suya propia (4), sea, si es capaz de ello, llevándolo al punto en que se establecerá la comunicación consciente y directa con el Gurú interior; y, en este último caso, ello es cierto tanto si el Gurú humano es verdaderamente un jivan-mukta como si posee un menor grado de realización espiritual.

 

No hemos acabado aún con todas las concepciones erróneas que se dan en ciertos medios, y entre las cuales hay una que nos parece particularmente peligrosa; hay personas que se imaginan que pueden considerarse como vinculados a tal forma tradicional por el único hecho de que a ésta pertenece su Gurú, o al menos aquel al que se creen autorizados a considerar como tal, sin que para ello tengan que hacer nada ni cumplir ningún rito. Debería ser evidente que esta pretendida vinculación no podría en absoluto poseer un valor efectivo, que ni siquiera tiene la menor realidad; sería verdaderamente demasiado fácil vincularse a una tradición sin otras condiciones que ésta, y no puede verse aquí sino el efecto de un completo desconocimiento de la necesidad de la práctica de un exoterismo, que, en el caso de una iniciación que depende de una tradición determinada y no exclusivamente esotérica, no puede naturalmente ser sino el de esta misma tradición (5). Quienes piensan así creen sin duda haber pasado ya más allá de todas las formas, pero su error no es aún sino muy grande, pues la propia necesidad que experimentan de recurrir a un Gurú es una prueba suficiente de que todavía no han llegado a ello (6); que el propio Gurú haya llegado a tal punto o no, no cambia nada en lo que concierne a los discípulos y ni siquiera les afecta en modo alguno. Lo más asombroso, es preciso decirlo, es que pueda encontrarse un Gurú que acepte a discípulos en semejantes condiciones, sin haber previamente rectificado en ellos dicho error; ya sólo ello seria muy propio para causar serias dudas acerca de la realidad de su cualidad espiritual. En efecto, todo verdadero Maestro espiritual debe necesariamente ejercer su función en conformidad con una determinada tradición; cuando no es así, hay aquí una de las marcas que permiten reconocer más fácilmente que no se trata más que de un falso Maestro espiritual, que, por otra parte, en ciertos casos, puede muy bien no actuar de mala fe, sino engañarse él mismo a causa de la ignorancia de las condiciones reales de la iniciación; ya nos hemos explicado suficientemente más arriba como para que sea inútil insistir más (7). Es importante, por lo demás, ya que es preciso prever todas las objeciones, establecer una distinción muy clara entre este caso y aquel en que puede ocurrir que, accidentalmente en cierto modo, y fuera de su función tradicional, un Maestro espiritual ofrezca no solamente aclaraciones de orden doctrinal, lo que no podría plantear dificultades, sino también ciertos consejos de un carácter más práctico a personas que no pertenecen a su propia tradición; debe quedar claro que no puede tratarse entonces sino de simples consejos, que, como todos los que podrían proceder de cualquier otro, obtienen únicamente su valor de los conocimientos que posee quien los da en tanto que individuo humano, y no en tanto que representante de una determinada tradición, y que no podrían en absoluto poner, frente a él mismo, a quien los recibe en la situación de un discípulo en el sentido iniciático de la palabra. Ello no tiene evidentemente nada en común con la pretensión de conferir una iniciación a personas que no satisfacen las condiciones requeridas para recibirla validamente, condiciones entre las cuales figura siempre necesariamente la vinculación regular y efectiva a la tradición a la cual pertenece la forma iniciática considerada, con todas las observancias rituales que están esencialmente implicadas; y debe decirse claramente que, a falta de esta vinculación, la relación que une a los supuestos discípulos con su Gurú no es, en tanto que conexión iniciática, sino una ilusión pura y simple.

 

 

 

 

 

 

NOTAS:

 

(1). A pesar de que este término pertenezca propiamente a la tradición hindú, aquí entendemos por él, para simplificar el lenguaje, un Maestro espiritual en el sentido más general, sea cual sea la forma tradicional de que dependa.

 

(2). Es de notar a este respecto que, incluso en ciertas formas iniciáticas donde la función del Gurú normalmente existe, no es sin embargo siempre estrictamente indispensable de hecho: así, en la iniciación islámica, ciertas Turuq, sobre todo en las condiciones actuales, no están dirigidas por un verdadero Shaij capaz de desempeñar efectivamente el papel de un Maestro espiritual, sino solamente por Kholafâ que no puede apenas hacer más que transmitir validamente la influencia iniciática; no es menos cierto que, cuando es así, la barakah del Shaikh fundador de la tariqah puede muy bien, al menos para las individualidades particularmente bien dotadas, y en virtud de esa simple vinculación a la silsilah, suplir la ausencia de un Sheij actualmente vivo, y este caso es entonces completamente comparable a aquel que acabamos de mencionar.

 

(3). Esta capacidad supone por otra parte, además del desarrollo espiritual correspondiente a la posesión de ese grado, ciertas cualidades especiales, al igual que, entre aquellos que poseen los mismos conocimientos en un orden cualquiera, no todos son igualmente aptos para enseñarlos a los demás.

 

(4). Debe quedar claro que este cambio no puede jamás operarse regular y legítimamente más que con la autorización del primer Gurú, e incluso por su iniciativa, pues sólo él, y no el discípulo, es quien puede decidir si su papel frente a éste ha terminado, y también si tal otro Gurú es realmente capaz de guiar a dicho discípulo más lejos de lo que él mismo podría. Añadamos que tal cambio puede también tener a veces una razón muy diferente, y ser debido solamente a que el Gurú constate que el discípulo, a causa de ciertas particularidades de su naturaleza individual, puede ser guiado más eficazmente por algún otro.

 

(5). Tomamos aquí la palabra "exoterismo" en su acepción más amplia, para designar la parte de una tradición que se dirige indistintamente a todos, y que constituye la base normal y necesaria de toda iniciación correspondiente.

 

(6). Incluso hay aquí algo contradictorio, pues, si realmente hubieran podido llegar a este punto antes de tener un Gurú, ésta seria con seguridad la mejor prueba de que éste no es tan indispensable como por otra parte afirman.

 

(7). Véase el artículo: "Vrais et faux instructeurs spirituels".

 

 

 

Publicado en "Etudes Traditionnelles", marzo de 1950.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Capítulo XXV: SOBRE LOS GRADOS INICIATICOS

 

Nos hemos extrañado mucho al comprobar últimamente que algunos, de quienes no obstante pensábamos que habrían debido comprender mejor lo que tantas veces hemos expuesto acerca de la iniciación, cometían aún con respecto a este tema extrañas equivocaciones, dando con ello testimonio de nociones totalmente inexactas sobre cuestiones que sin embargo son relativamente simples. Es así como, especialmente, hemos oído emitir la aserción, perfectamente inexplicable por parte de quien posee o debería poseer algún conocimiento de estas cosas, de que, entre el estado espiritual de un iniciado que simplemente "ha entrado en la vía" y el "estado primordial", no existe ningún grado intermedio. La verdad es que existe por el contrario un gran número de ellos, pues el camino de los "pequeños misterios", que desemboca en el "estado primordial", es ciertamente muy largo de recorrer, y, de hecho, muy pocos llegan a su término; ¿cómo podría sostenerse que todos los que están sobre este camino están realmente en el mismo punto, y que no hay quienes han llegado a etapas diferentes? Por otra parte, si fuese así, ¿cómo es que las formas iniciáticas que se refieren propiamente a los "pequeños misterios" comprenden generalmente una pluralidad de grados, por ejemplo, tres en algunas de ellas, siete en ciertas otras, para limitarnos al caso de las más conocidas, y a qué podrían corresponder estos grados? Hemos citado además una enumeración taoísta en la cual, entre el estado del "hombre sabio" y el del "hombre verdadero", se hace mención de otros dos grados intermedios (1); este ejemplo es incluso particularmente claro, puesto que el "estado primordial", que es el del "hombre verdadero", está expresamente situado en el cuarto grado de una jerarquía iniciática. En todo caso, y de cualquier forma en que estén repartidos, estos grados no pueden, al menos teóricamente, o si se quiere simbólicamente cuando se trata de una iniciación simplemente virtual, representar sino las diferentes etapas de una iniciación efectiva, a las cuales necesariamente corresponden otros tantos estados espirituales distintos de los que éstas son la realización sucesiva; si fuera de otro modo, estarían completamente desprovistos de todo significado. En realidad, los grados intermedios de la iniciación pueden incluso ser en multitud indefinida, y debe quedar claro que los que existen en una organización iniciática no constituyen jamás sino una especie de clasificación más o menos general y "esquemática", limitada a la consideración de ciertas etapas principales o más claramente caracterizadas, lo que por otra parte explica la diversidad de estas clasificaciones (2). Es también evidente que, incluso aunque una organización iniciática, por una razón cualquiera de "método", no confiera grados claramente distintos y señalados por ritos particulares a cada uno de ellos, eso no impide que las mismas etapas existan forzosamente para quienes están vinculados a dicha organización, al menos cuando pasan a la iniciación efectiva, pues no hay ningún medio que permita alcanzar directamente el objetivo.

 

Todavía podemos presentar las cosas de otra manera, que quizá las haga más "tangibles": hemos explicado que la iniciación en los "pequeños misterios", que naturalmente toma al hombre tal como es en su estado actual, le hace en cierto modo remontar el ciclo recorrido en sentido descendente por la humanidad en el curso de su historia, a fin de conducirlo finalmente al propio "estado primordial" (3). Ahora bien, es evidente que entre éste y el estado presente de la humanidad ha habido muchos estadios intermedios, tal y como lo demuestra la distinción tradicional de las cuatro edades, en el interior de cada una de las cuales aún cabría establecer subdivisiones; la degeneración espiritual no se ha producido de un solo golpe, sino mediante etapas sucesivas, y, lógicamente, la regeneración no puede operarse más que recorriendo las mismas etapas en sentido inverso, aproximándose así gradualmente al "estado primordial" que se trata de reconquistar.

 

Comprenderíamos mejor que se pudiera creer que no hay grados distintos en el recorrido de los "grandes misterios", es decir, entre el estado del "hombre verdadero" y el del "hombre trascendente"; ello seria igualmente falso, pero al menos esta ilusión sería más fácilmente explicable. No obstante, hay múltiples estados supra-individuales, entre los cuales algunos están muy alejados del estado incondicionado, único en el cual es realizada la "Liberación" o la "Identidad Suprema"; pero, desde el momento en que un ser ha superado el "estado primordial" para alcanzar un estado supra-individual, sea cual sea, cualquiera que esté aún en el estado individual humano lo pierde en cierto modo de vista, al igual que un observador cuya vista estuviera limitada a un plano horizontal no podría conocer de una vertical más que el punto de encuentro con este plano, escapándosele todos los demás necesariamente. Este punto, que propiamente corresponde al "estado primordial" es entonces, al mismo tiempo, como en otro lugar hemos dicho, el "rastro" único de todos los estados supra-humanos; es la razón de que, desde el estado humano, el "hombre trascendente" y aquellos que solamente han realizado estados supra-individuales todavía condicionados sean verdaderamente "indiscernibles" entre ellos, así como el "hombre verdadero" que sin embargo no ha alcanzado más que el centro del estado humano y no tiene actualmente posesión efectiva de ningún estado superior (4).

 

Esta nota no tiene otro objetivo que el de recordar algunas nociones que ya habíamos expuesto, pero que parecen no haber sido siempre lo suficientemente comprendidas; y hemos estimado tanto más necesario volver sobre ellas cuanto que es verdaderamente muy peligroso, para quienes aún no han llegado más que al primer estadio de la iniciación, imaginar que ya son, si se permite la expresión, candidatos inmediatos para la realización del "estado primordial". Es cierto que hay quienes van todavía mucho más lejos y se persuaden de que, para obtener inmediatamente la "Liberación", es suficiente experimentar un sincero deseo, acompañado de una confianza absoluta en un Gurú, sin tener que realizar el menor esfuerzo por sí mismo; con seguridad, uno cree soñar cuando se encuentra en presencia de semejantes aberraciones.

 

NOTAS

 

(1). Ver La Grande Triade, cap. XVIII.

 

(2). Ver Aperçus sur l'Initiation, cap. XLIV.

 

(3). Ver Aperçus sur l’Initiation, cap. XXXIX.

 

(4). Ver La Grande Triade, cap. XVIII.

 

 

 

Publicado en "Etudes Traditionnelles", septiembre de 1950.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Capítulo XXVI: CONTRA EL "QUIETISMO"

 

Aunque a menudo ya hayamos hablado de las profundas diferencias que separan al misticismo de todo lo que es de orden esotérico e iniciático, no creemos inútil volver sobre un punto particular que se relaciona con esta cuestión, habiendo tenido ocasión de comprobar que hay aún en esto un error muy extendido: se trata de la calificación de "quietismo" aplicada a ciertas doctrinas orientales. Que ello sea un error se desprende ya del hecho de que estas doctrinas no tienen nada de místico, mientras que el mismo término de "quietismo" ha sido creado especialmente para designar una forma de misticismo, que es por otra parte de aquellas a las que se puede llamar "aberrantes", y cuyo carácter principal es el llevar al extremo la pasividad que, en uno u otro grado, es inherente al misticismo como tal. Ahora bien, por un lado, conviene no extender términos de este género a lo que no depende del dominio místico, pues se hacen entonces tan impropios como las etiquetas filosóficas cuando se las pretender aplicar fuera de la filosofía; y, por otro, la pasividad, incluso en los límites en que puede ser considerada en cierto modo como "normal" desde el punto de vista místico, y con mayor razón en su exageración "quietista", es completamente extraña a las doctrinas de que se trata. A decir verdad, suponemos que la imputación de "quietismo", tal como la de "panteísmo", no es a menudo, para algunos, sino un pretexto para negar o despreciar una doctrina sin tomarse el trabajo de estudiarla más profundamente y de pretender verdaderamente comprenderla; ocurre así, más generalmente, con todos los epítetos "peyorativos" que se emplean con o sin razón para calificar las doctrinas más diversas, reprochándoles a éstas el "caer" en esto o aquello, expresión habitual en semejante caso y que es a este respecto muy significativa; pero, como hemos señalado en otras ocasiones, todo error tiene necesariamente alguna razón para producirse, de manera que a pesar de todo es conveniente examinar las cosas un poco más de cerca.

 

No es dudoso que el quietismo, en el sentido propio de la palabra, goce de una mala reputación en Occidente, y en primer lugar en los medios religiosos, lo que en suma es natural, puesto que la variedad de misticismo que así es designada ha sido expresamente declarada heterodoxa, y a justo título, en razón de los numerosos y graves peligros que presenta desde diversos puntos de vista, y que, en el fondo, no son otros que los de la propia pasividad llevada a su más alto grado y puesta en práctica "integralmente", es decir, sin que se aporte ningún atenuante a las consecuencias que entraña en todos los órdenes. Por esta parte, no cabe entonces asombrarse si aquellos en quienes las injurias ocupan el lugar de los argumentos, y que desgraciadamente son demasiado numerosos, se sirven del quietismo, tanto como del panteísmo, como de una especie de "espantapájaros", si se permite la expresión, para desviar a aquellos que se dejan impresionar de todo aquello ante lo cual experimentan un temor que, de hecho, no es debido sino a su incapacidad para comprenderlo. Pero hay algo más curioso; es que la mentalidad "laica" de los modernos retoma con gusto esta misma acusación de quietismo contra la propia religión, extendiéndola indebidamente, no sólo a todos los místicos, incluidos los más ortodoxos, sino también a los religiosos que pertenecen a las órdenes contemplativas, quienes por otra parte son todos indistintamente "místicos" a sus ojos, aunque sin embargo no lo sean necesariamente en realidad; ocurre incluso que llevan la confusión aún más lejos, llegando a identificar pura y simplemente misticismo y religión.

Esto se explica muy fácilmente por los prejuicios que, de una manera general, son inherentes a la mentalidad occidental moderna: ésta, vuelta exclusivamente hacia la acción exterior, ha llegado poco a poco no solamente a ignorar por su propia cuenta todo lo que se refiere a la contemplación, sino incluso a experimentar hacia ella un verdadero odio allí donde la encuentre. Estos prejuicios están de tal forma extendidos que muchas personas que se consideran religiosas, pero que no por ello dejan de estar fuertemente afectadas por esta mentalidad antitradicional, declaran de buen grado que establecen una gran diferencia entre las órdenes contemplativas y las que se ocupan de actividades sociales: naturalmente no tienen sino elogios para estas últimas, pero, en cambio, están prestos a aliarse con sus adversarios para pedir la supresión de las primeras, bajo el pretexto de que no están adaptadas a las condiciones de una época de "progreso" como la nuestra. Es conveniente indicar de pasada que, aún actualmente, tal distinción seria imposible en las Iglesias cristianas de Oriente, donde no se concibe que alguien pueda hacerse monje para otra cosa que para entregarse a la contemplación, y donde por otra parte la vida contemplativa, lejos de ser tachada neciamente de "inutilidad" y de "ociosidad", es por el contrario unánimemente considerada como la forma superior de actividad que verdaderamente es.

 

Debe decirse, a este propósito, que hay en las lenguas occidentales algo muy molesto, que puede contribuir por su parte a ciertas confusiones: es el empleo de las palabras "acción" y "actividad", que evidentemente tienen un origen común, pero que sin embargo no poseen ni el mismo sentido ni la misma extensión. La acción es siempre entendida como una actividad de orden exterior, que no depende propiamente sino del orden corporal, y es precisamente por ello que se distingue de la contemplación y que parece incluso oponérsele en cierto modo, aunque, aquí como en todo, el punto de vista de la oposición tenga forzosamente un carácter ilusorio, tal como en otro lugar hemos explicado, y sea más bien de un complementarismo de lo que se trata en realidad. Por el contrario, la actividad tiene un sentido mucho más general y se aplica igualmente en todos los dominios y en todos los niveles de la existencia: así, para tomar el ejemplo más simple, se habla mucho de actividad mental, pero, incluso con toda la imprecisión del lenguaje corriente, apenas podría hablarse de acción mental; y, en un orden más elevado, se puede también hablar de actividad espiritual, lo que efectivamente es la contemplación (distinguida, por supuesto, de la simple meditación que no es sino un medio puesto en marcha para alcanzarla, y que pertenece aún al dominio de la mentalidad individual). Hay incluso algo más: si se considera el complementarismo de lo "activo" y lo "pasivo", en correspondencia con el "acto" y la "potencia" tomados en sentido aristotélico, se comprueba sin esfuerzo que lo más activo es también, y por ello mismo, lo más cercano al orden puramente espiritual, mientras que el orden corporal es aquel donde predomina la pasividad; de aquí deriva la consecuencia, que no es paradójica sino en apariencia, de que la actividad es tanto mayor y más real cuando se ejerce en un dominio más alejado del de la acción. Desgraciadamente, la mayoría de los modernos no parece apenas comprender este punto de vista, y de ello se desprenden singulares equívocos, como el de ciertos orientalistas que no dudan en calificar de "pasivo" a Purusha, si se trata de la tradición hindú, o a Tien, si se trata de la tradición extremo-oriental, es decir, en todos los casos, a lo que es precisamente, por el contrario, el principio activo de la manifestación universal.

 

Estas pocas consideraciones permitirán comprender por qué motivo los modernos están tentados a ver "quietismo", o lo que ellos creen poder denominar así, en toda doctrina que sitúa a la contemplación por encima de la acción, es decir, en suma, en toda doctrina tradicional sin excepción; parecen por otra parte creer que ello significa en cierto modo despreciar la acción e incluso negarle todo valor propio, aunque sea en el orden contingente que es el suyo, lo que es absolutamente falso, puesto que no se trata en realidad sino de situar cada cosa en el lugar que normalmente le corresponde: reconocer que algo ocupa el grado más bajo de una jerarquía no equivale ciertamente a negar la legitimidad de su existencia, pues no deja de ser un elemento necesario del conjunto del que forma parte. No sabemos por cuál razón se ha adquirido la costumbre de atacar, más especialmente, en este aspecto, a la doctrina hindú, que en ello no difiere absolutamente en nada de las demás tradiciones, sean orientales u occidentales; por lo demás, nos hemos explicado suficientemente en diversas ocasiones acerca de la manera en que ésta considera la acción, como para no tener necesidad de insistir más aquí. Solamente señalaremos cuán absurdo es hablar de "quietismo" a propósito del Yoga, como hacen algunos, cuando se piensa en la prodigiosa actividad que es preciso desplegar, y ello en todos los dominios, para alcanzar el objetivo del Yoga (es decir, en realidad, el Yoga mismo, entendido en su sentido estricto, no siendo los medios preparatorios designados así sino por extensión); por otra parte, se trata aquí de métodos propiamente iniciáticos, cuya actividad es uno de sus caracteres esenciales como tales. Añadamos, para prevenir toda posible objeción, que, si las interpretaciones de algunos hindúes contemporáneos pueden parecer prestarse a la imputación de "quietismo", es que éstos no están en ningún grado cualificados para hablar de estas cosas, e incluso, debido a la educación occidental que han recibido, son casi tan ignorantes como los mismos occidentales en lo que concierne a su propia tradición.

 

Pero, si se ha convenido en reprochar a la doctrina hindú su desprecio por la acción, es sobre todo, de una manera general, con respecto al Taoísmo cuando se siente la necesidad de hablar más expresamente todavía de "quietismo", y ello a causa del papel que desempeña el "no-actuar" (wou-wei), del cual los orientalistas no comprenden en absoluto el verdadero significado, y al que algunos de ellos hacen sinónimo de "inactividad", de "pasividad" e incluso de "inercia" (ello es por otra parte porque el principio activo de la manifestación es "no actuante", por lo que ellos lo pretenden "pasivo", tal y como hemos antes). Hay no obstante algunos que se han dado cuenta de que aquí hay un error; pero, no comprendiendo más a fondo aquello de lo que se trata, confunden igualmente acción y actividad, negándose entonces a traducir wou-wei por "no-actuar", y reemplazando este término por perífrasis más o menos vagas e insignificantes, que aminoran el alcance de la doctrina y no dejan percibir su sentido profundo y específicamente iniciático. En realidad, la traducción de "no-actuar" es la única aceptable, pero, a causa de la incomprensión ordinaria, conviene explicar cómo debe ser entendida: no solamente este "no-actuar" no es inactividad, sino que, según lo que anteriormente hemos indicado, es por el contrario la suprema actividad, y ello porque está tan lejos como es posible del dominio de la acción exterior, y completamente libre de todas las limitaciones impuestas a ésta por su propia naturaleza; si el "no-actuar" no estuviera, por definición, más allá de todas las oposiciones, se podría entonces decir que es en cierto modo el extremo opuesto al fin que el quietismo asigna al desarrollo de la espiritualidad.

 

Es evidente que el "no-actuar", o lo que le es equivalente en la parte iniciática de otras tradiciones, implica, para quien ha llegado a él, un perfecto desapego con respecto a la acción exterior, como por otra parte de todas las demás contingencias, y ello porque tal ser se sitúa en el centro mismo de la "rueda cósmica", mientras que estas cosas no pertenecen sino a su circunferencia; si el quietismo profesa por su parte una indiferencia que parece semejarse en algunos aspectos a este desapego es con seguridad por otras razones. Al igual que fenómenos similares pueden ser debidos a causas muy diversas, maneras de actuar (o, en ciertos casos, de abstenerse de actuar) que son exteriormente las mismas pueden proceder de las intenciones más diferentes; pero naturalmente, para quienes se limitan a las apariencias, pueden resultar de ello muchas falsas asimilaciones. Hay efectivamente bajo este aspecto ciertos hechos, extraños a ojos de los profanos, que podrían ser invocados por ellos en apoyo de la errónea aproximación que quieren establecer entre el quietismo y las tradiciones de orden iniciático; pero esto plantea algunas cuestiones que son lo suficientemente interesantes por sí mismas como para merecer que les consagremos especialmente un artículo.

 

 

Publicado en "Etudes Traditionnelles", diciembre de 1945.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Capítulo XXVII: LOCURA APARENTE Y SABIDURÍA OCULTA

 

Hicimos alusión, al final del capítulo anterior, a ciertas maneras de actuar más o menos extraordinarias que pueden, según los casos, proceder de razones muy diferentes; es cierto que, de manera general, implican siempre que la acción exterior es considerada de modo distinto a como lo es por la mayoría de los hombres, y que no se ha concedido, a esta acción tomada en sí misma, la importancia que comúnmente se le atribuye; pero hay a este respecto muchas distinciones que establecer. Debemos precisar en primer lugar que el desapego por la acción, del cual hemos hablado a propósito del "no-actuar", es ante todo una perfecta indiferencia en lo que concierne a los resultados que pueden obtenerse, puesto que estos resultados, sean cuales sean, no afectan ya realmente al ser que ha alcanzado el centro de la "rueda cósmica". Además, es evidente que tal ser no actuará jamás por deseo de actuar y, por otra parte, si debe hacerlo por un motivo cualquiera, teniendo plenamente conciencia de que esta acción no es mas que una simple apariencia contingente, ilusoria como tal desde su propio punto de vista (no decimos, por supuesto, desde el punto de vista de los demás seres que son testigos de ello), no lo cumplirá forzosamente de una manera que difiera exteriormente de la de los demás hombres, a menos que no tenga para ello motivos particulares en ciertos casos determinados. Se comprenderá sin esfuerzo que esto es algo totalmente diferente a la actitud de los quietistas y de otros místicos más o menos "irregulares", que, pretendiendo tratar a la acción como desdeñable (cuando sin embargo están muy lejos de haber llegado al punto en que ésta aparece como puramente ilusoria), encuentran sobre todo un pretexto para hacer indistintamente cualquier cosa, según los impulsos de la parte instintiva o "subconsciente" de su ser, lo que evidentemente conlleva el riesgo de conducir a toda clase de abusos, de desórdenes o de desviaciones, y que, en todo caso, tiene como mínimo el grave peligro de dejar a las posibilidades inferiores desarrollarse libremente y sin control, en lugar de hacer para dominarlas un esfuerzo que por otra parte sería incompatible con la extrema pasividad que caracteriza a los místicos de este género.

 

Puede uno también preguntarse hasta qué punto la indiferencia indicada en semejante caso es real (y, ¿puede serlo verdaderamente para alguien que no ha alcanzado el centro y efectivamente franqueado por ello todas las contingencias "periféricas"?), pues se ve a veces a estos mismos místicos entregarse a extravagancias perfectamente deseadas: es así que los quietistas propiamente dichos, los de finales del siglo XVII, habían formado entre ellos una asociación llamada de la "Santa Infancia", en la cual se aplicaban a imitar todas las maneras de actuar y de hablar de los niños. Estaba en su intención el poner en práctica tan literalmente como fuera posible el precepto evangélico de "convertirse en niños pequeños"; pero ésta es verdaderamente la "letra que mata", y puede uno asombrarse de que a un hombre como Fenelón no le haya repugnado prestarse a una parodia, pues apenas es posible calificar de otro modo esta imitación exterior de los niños por parte de los adultos, que inevitablemente tiene un carácter superficial y forzado, y por consiguiente algo de caricaturesco. En todo caso, esta simulación, pues en suma no era otra cosa, no se adecua apenas con la concepción quietista según la cual el ser debe tener su conciencia en cierto modo separada de la acción, luego jamas aplicarse a cumplir ésta de una manera más que de otra. No queremos tampoco decir con esto que cierta simulación, aunque sea la de la locura (y la de la infancia no está después de todo tan alejada de aquella en cuanto a las apariencias), no pueda estar a veces justificada, incluso en los simples místicos; pero esta justificación no es posible sino a condición de situarse en un punto de vista que no es el del quietismo. Pensamos de manera especial en ciertos casos que muy frecuentemente se encuentran en las formas orientales del Cristianismo (donde, por otra parte, es bueno notarlo, el propio misticismo no tiene exactamente el mismo significado que en su forma occidental): en efecto, la hagiografía oriental conoce vías de santificación extrañas e insólitas, como la de los "locos en Cristo", que cometen actos extravagantes para ocultar sus dones espirituales a las miradas del entorno bajo la horrible apariencia de la locura, o más bien para liberarse de las ataduras de este mundo en su expresión más íntima y molesta para el espíritu, la de nuestro "yo social" (1). Se comprende que esta apariencia de locura sea efectivamente un medio, aunque quizá no el único, de escapar a toda curiosidad indiscreta, tanto como a toda obligación social difícilmente compatible con el desarrollo espiritual; pero es importante señalar que se trata entonces de una actitud adoptada frente al mundo exterior y que constituye una especie de "defensa" contra éste, y no, como en el caso de los quietistas de los que hablábamos hace un instante, de un medio que deba conducir por sí mismo a la adquisición de ciertos estados interiores. Debe añadirse que tal simulación es muy peligrosa, pues fácilmente puede desembocar poco a poco en una locura real, especialmente en el místico que, por definición, jamás es por completo dueño de sus estados; por otra parte, entre la simulación pura y simple y la locura propiamente dicha pueden haber múltiples grados de desequilibrio más o menos acentuado, y todo desequilibrio es necesariamente un obstáculo, que, en tanto que subsista, se opone al desarrollo armonioso y completo de las posibilidades superiores del ser.

 

Esto nos lleva a considerar otro caso, que puede parecer exteriormente muy similar al anterior, aunque no obstante, en el fondo, sea muy diferente bajo numerosos aspectos: es el de lo que, en el Islam, es denominado los majâdhîb; éstos se presentan en efecto bajo un aspecto extravagante que recuerda mucho al de los "locos en Cristo" que acaba de ser examinado, pero aquí ya no se trata de simulación, ni por otra parte tampoco de misticismo, aunque sea esto lo que con seguridad puede llevar más fácilmente a engaño a un observador exterior. El majdhûb pertenece normalmente a una tarîqah, y, en consecuencia, ha seguido una vía iniciática, al menos en sus primeros estadios, lo cual, como ya a menudo hemos dicho, es incompatible con el misticismo; pero, en un cierto momento, se ha ejercido sobre él, de la parte espiritual, una "atracción" (jadhb, de donde el nombre de majdhûb), que, a falta de una preparación adecuada y de una actitud suficientemente "activa", ha provocado un desequilibrio y como una "escisión", si puede decirse, entre los diferentes elementos de su ser. La parte superior, en lugar de arrastrar con ella a la parte inferior y hacerla participar en la medida de lo posible en su propio desarrollo, se aparta de ella por el contrario y la deja, por así decir, atrás (2); y no puede resultar de ello sino una realización fragmentaria y más o menos desordenada. En efecto, desde el punto de vista de una realización completa y normal, ninguno de los elementos del ser es verdaderamente desdeñable, incluso aquellos que, perteneciendo a un orden inferior, deben ser considerados por ello como no teniendo sino una menor realidad (pero no como no teniendo ninguna realidad); solamente es preciso siempre saber mantener cada cosa en el lugar que le corresponde en la jerarquía de los grados de la existencia; y ello es igualmente cierto de la acción exterior, que no es en suma más que la actividad propia de algunos de estos elementos. Pero, a falta de ser capaz de "unificar" su ser, el majdhûb "pierde pie" y se encuentra como "fuera de sí mismo"; ello es debido a que ya no es dueño de sus estados, pero sólo por esto es comparable al místico; y, aunque no sea en realidad ni un loco ni un simulador (no debiendo forzosamente esta última palabra ser tomada aquí en un sentido desfavorable, como ya se habrá podido comprender por lo que antecede), presenta sin embargo a menudo las apariencias de la locura (3). En lo que concierne a la vía iniciática, hay aquí una desviación indudable, como también la hay, aunque de un género algo diferente, en los productores de "fenómenos" más o menos extraordinarios tal como especialmente se encuentra en la India; y, además de que unos y otros tienen en común que su desarrollo espiritual jamás puede alcanzar su perfección, veremos dentro de un momento que todavía existe otra razón para aproximar más aún estos dos casos.

 

Lo que acabamos de decir se aplica naturalmente a los verdaderos majâdhîb; pero, aparte de éstos, también puede haber falsos majâdhîb, que adoptan voluntariamente las apariencias de los primeros sin serlo realmente; es especialmente aquí donde debe ponerse la mayor atención en observar las diferencias esenciales, pues esta misma simulación puede ser de dos clases totalmente contrarias. Están en efecto, por un lado, los simuladores vulgares, a los que también se les podría llamar "falsificadores", que encuentran algunas ventajas en hacerse pasar por majâdhîb para llevar una existencia en cierto modo "parásita"; éstos, evidentemente, no tienen el menor interés y no son en suma más que simples mendigos que, como los falsos enfermos y otros simuladores de este género, dan prueba de cierta habilidad especial en el desempeño de su oficio. Pero, por otro lado, ocurre también que, por razones diversas, y ante todo por pasar inadvertido y no dejar ver al vulgo lo que realmente es, un hombre habiendo alcanzado un alto grado de desarrollo espiritual, se disimula entre los majâdhîb: e incluso un walî, en sus relaciones con el mundo exterior (relaciones cuya naturaleza y motivos escapan necesariamente a la apreciación de los hombres ordinarios) puede también revestir a veces la apariencia de un majdhûb. Por otra parte, salvo en lo que concierne a la intención de permanecer oculto, que se encuentra en ambas partes, este caso no podría ser comparado al de los "locos en Cristo", que no han alcanzado tal grado y no son sino místicos de un género particular; y es evidente que los peligros que señalábamos a este propósito no existen en absoluto aquí, puesto que se trata de seres cuyo estado real no puede ser ya afectado por esas manifestaciones exteriores.

 

Nos falta ahora señalar que lo mismo ocurre también con los productores de "fenómenos" a los cuales hemos aludido más arriba; y esto nos conduce directamente al caso de los "juglares", cuyas maneras de actuar tan a menudo han servido de "disfraz", en todas las formas tradicionales, a iniciados de alto rango, sobre todo cuando debían cumplir en el exterior alguna "misión" especial. Por juglar, en efecto, no debe entenderse únicamente una especie de "prestidigitador", según la acepción muy restringida que los modernos han dado a esta palabra; desde el punto de vista en que nos situamos, el hombre que exhibe los más auténticos "fenómenos" de orden psíquico entra exactamente en la misma categoría, pues en realidad el juglar es quien entretiene a la muchedumbre haciendo cosas curiosas, o incluso simplemente afectando conductas extravagantes (4). Es así como se entendía en la Edad Media, donde el juglar era por ello identificado en cierto modo con el bufón; y se sabe, por otra parte, que el bufón era también llamado "loco", aunque realmente no lo fuera, lo que muestra el estrecho vínculo que existe entre los diversos casos de los que acabamos de hablar. Si a ello se añade que el juglar, tal como por otra parte el majdhûb, es habitualmente un "errante", es fácil comprender las ventajas que ofrece su papel cuando se trata de escapar a la atención de los profanos o de desviarla de lo que conviene dejar que ignoren, sea por razones de simple oportunidad, sea por otras razones de un orden mucho más profundo (5). En efecto, la locura es en suma una de las máscaras más impenetrables de las que la sabiduría puede cubrirse, ya que es su extremo opuesto; es la razón de que, en el Taoísmo, los "Inmortales" son siempre descritos, cuando se manifiestan en nuestro mundo, bajo un aspecto más o menos extravagante e incluso ridículo, y que, por añadidura, no está exento de cierta "vulgaridad"; pero este último rasgo se refiere todavía a otro aspecto de la cuestión.

 

 

NOTAS:

 

(1). Vladimir Lossky, Essai sur la Théologie mystique de l’Eglise d’Orient, p. 17.

 

(2). Está claro, por otra parte, que el vínculo jamás puede ser completamente roto, pues entonces la muerte sobrevendría enseguida; pero está extremadamente debilitado y como "relajado", lo que por lo demás se produce también, en un grado u otro, en todos los casos de desequilibrio.

 

(3). Es la razón de que, en el lenguaje ordinario, la palabra majdhûb sea empleada a veces como una especie de "eufemismo" de majnûn, "loco".

 

(4). Etimológicamente, el juglar (del latín joculator) es propiamente un "gracioso", sea cual sea por otra parte el género de "bromas" al cual se entrega.

 

(5). El juglar y el majdhûb verdaderos pueden también, en razón de las mismas ventajas, servir para transmitir ciertas cosas sin ser ellos mismos conscientes; pero ésta es otra cuestión que por ahora no nos concierne.

 

 

 

Publicado en "Etudes Traditionnelles", enero-febrero de 1946.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Capítulo XXVIII: LA MÁSCARA "POPULAR"

 

Hemos indicado hace un momento que los "Inmortales" del Taoísmo son descritos bajo apariencias en las que se combinan la extravagancia y la vulgaridad; la unión de ambos aspectos puede además encontrarse en otros sitios, y, especialmente, el majdhûb y el "juglar", y por consiguiente aquellos que adoptan dichas apariencias tal como hemos explicado, al mismo tiempo que aparecen como "locos", presentan también evidentemente cierto carácter "popular". No obstante, estos dos aspectos no están forzosamente unidos en todos los casos, y ocurre además que lo que podemos llamar indiferentemente "vulgar" o "popular" (pues ambos términos son en el fondo casi sinónimos) les sirve de "máscara" iniciática; queremos decir con ello que los iniciados, y especialmente los de los órdenes más elevados, se disimulan de buena gana entre el pueblo, haciendo de manera que no se distingan en nada exteriormente. Se puede subrayar que ésta es, en suma, la aplicación más estricta y completa del precepto rosacruciano que ordena adoptar siempre el lenguaje y las costumbres de las gentes entre las cuales vive y conformarse en todo a sus maneras de actuar; puede verse en ello, con seguridad, en principio, un medio de pasar inadvertido entre los profanos, lo que no deja de tener importancia en diversos aspectos, aunque existan aún para ello otras razones más profundas.

 

Es preciso, en efecto, prestar atención a lo siguiente: siempre es del pueblo de lo que se trata en semejante caso, y no de lo que se ha convenido en llamar en Occidente la "clase media", o de lo que le corresponde más o menos exactamente en otros lugares; hasta tal punto es así que, en los países de tradición islámica, se dice que, cuando un Qutb debe manifestarse entre los hombres ordinarios, reviste a menudo la apariencia de un mendigo o de un vendedor ambulante. Es, por otra parte, a este mismo pueblo (y la comparación no es ciertamente fortuita) al que se confía siempre la conservación de las verdades de orden esotérico que de otro modo correrían el riesgo de perderse, verdades que es incapaz de comprender, con seguridad, pero que no obstante transmite fielmente, incluso aunque deban por ello estar recubiertas, ellas también, de una mascara más o menos grosera; éste es en suma el origen real y la verdadera razón de ser de todo "folklore", y especialmente de los supuestos "cuentos populares". Pero, podrá preguntarse, ¿cómo ocurre que sea en ese medio, al que algunos designan gustosa y peyorativamente como el "bajo pueblo", que la élite, e incluso la parte más alta de la élite, que en cierto modo es todo lo contrario a aquel, pueda encontrar su mejor refugio, sea para ella misma, sea para las verdades de las que es la normal depositaria? Parece que haya aquí algo paradójico, incluso contradictorio; pero veremos que en realidad no lo hay.

 

El pueblo, al menos en tanto que no ha sufrido una "desviación" de la cual no es en absoluto responsable, pues no es en suma por sí mismo sino una masa eminentemente "plástica", que corresponde a la parte propiamente "substancial" de lo que se puede llamar la entidad social, el pueblo, decimos, lleva en sí, debido a esta misma "plasticidad", posibilidades que no tiene la "clase media"; éstas no son con seguridad sino posibilidades indistintas y latentes, virtualidades si se quiere, pero que no por ello no existen y son siempre susceptibles de desarrollarse si encuentran condiciones favorables. Contrariamente a lo que gusta afirmar en nuestros días, el pueblo no actúa espontáneamente y no produce nada por sí mismo; pero es como un "depósito" de donde todo puede ser extraído, lo mejor como lo peor, según la naturaleza de las influencias que se ejerzan sobre él. En cuanto a la "clase media", no es sino muy fácil darse cuenta de lo que puede esperarse de ella, si se reflexiona en que se caracteriza esencialmente por ese supuesto "buen sentido" estrechamente limitado que encuentra su más acabada expresión en la concepción de la "vida ordinaria", y en que las producciones más típicas de su mentalidad propia son el racionalismo y el materialismo de la época moderna; es esto lo que da la medida mas exacta de sus posibilidades, puesto que es lo que resulta de ellas cuando se les permite desarrollarse libremente. No queremos por otra parte en absoluto decir que no haya sufrido ciertas sugestiones, pues ella también es "pasiva", al menos relativamente; pero no es menos cierto que es en ella donde las concepciones de que se trata han tomado forma, luego donde estas sugestiones han encontrado un terreno apropiado, lo que forzosamente implica que éstas respondían en cierto modo a sus propias tendencias; y, en el fondo, si es justo calificarla de "media", ¿no es sobre todo a condición de dar a esta palabra un sentido de "mediocridad"?

 

Pero aún hay algo que por otra parte explica lo que acabamos de decir y le da todo su significado: y es que la élite, al ser el pueblo su extremo opuesto, encuentra verdaderamente en él su reflejo más directo, tal como en todo el punto más alto se refleja directamente en el punto más bajo y no en uno u otro de los puntos intermedios. Se trata, es cierto, de un reflejo oscuro e invertido, como lo es el cuerpo en relación con el espíritu, pero que no por ello deja de ofrecer la posibilidad de un "enderezamiento", comparable al que se produce al final de un ciclo: no es sino cuando el movimiento descendente ha alcanzado su término, luego el punto más bajo, que todo puede ser conducido inmediatamente al punto más alto para comenzar un nuevo ciclo; y por ello es exacto decir que "los extremos se tocan", o, mas bien, se reúnen. La similitud entre el pueblo y el cuerpo, a la cual hemos aludido, se justifica por otra parte también por el carácter de elemento "substancial" que presentan igualmente ambos, en el orden social y en el orden individual respectivamente, mientras que la mente, sobre todo si se considera especialmente bajo su aspecto de "racionalidad", corresponde más bien a la "clase media". Resulta entonces de ello que la élite, descendiendo en cierto modo hasta el pueblo, encuentra todas las ventajas en la "incorporación", en tanto que ésta es necesaria para la constitución de un ser realmente completo en nuestro estado de existencia: y el pueblo es para ella un "soporte" y una "base" del mismo modo que el cuerpo lo es para el espíritu manifestado en la individualidad humana (1).

 

La aparente identificación entre la élite y el pueblo corresponde propiamente, en el esoterismo islámico, al principio de los Malâmatiyah, que siguen la regla de adoptar un exterior tanto más ordinario y común, incluso grosero, cuando su estado interior es más perfecto y de una espiritualidad más elevada, y de jamás dejar traslucir esta espiritualidad en sus relaciones con los demás hombres (2). Se podría decir que, con esta extrema diferencia entre lo interior y lo exterior, colocan entre estas dos partes de su ser el máximo "intervalo", si se permite la expresión, lo que les permite comprender en sí mismos la mayor suma de posibilidades de todo orden, lo cual, al término de su realización, debe lógicamente conducir a la verdadera "totalización" del ser (3). Está claro, por lo demás, que esta diferencia no se refiere en definitiva sino al mundo de las apariencias y que, en la realidad absoluta, y en consecuencia en ese término de la realización del cual acabamos de hablar, ni hay ya ni interior ni exterior, pues, aún aquí, los extremos se han reunido finalmente en el Principio.

 

Por otra parte, es particularmente importante indicar que la apariencia "popular" revestida por los iniciados constituye, en todos los grados, como una imagen de la "realización descendente" (4); es ésta la causa de que del estado de los Malâmatiyah se diga que "se parece al estado del Profeta, que fue elevado a los más altos grados de la Proximidad divina", pero que, "cuando se vuelve hacia las criaturas, no habla con ellas más que de cosas exteriores", de tal manera que "de su conversación íntima con Dios, nada deja ver su persona". Si además se dice que "este estado es superior al de Moisés, que no pudo recordar la faz de Dios tras haber hablado con Él", esto se refiere todavía a la idea de la totalidad, en virtud de lo que explicamos hace un momento; es, en el fondo, una aplicación del axioma según el cual "el todo es más que la parte" (5), sea cual sea por otro lado esta parte, aunque sea la más eminente de todas (6). En el caso representado aquí por el estado de Moisés, en efecto, el "redescenso" no se ha efectuado completamente, si puede decirse, y no engloba integralmente a todos los niveles inferiores, hasta aquel simbolizado por la apariencia exterior de los hombres vulgares, para hacerlos participar de la verdad trascendente en la medida de sus respectivas posibilidades; y es éste, en cierto modo, el aspecto inverso de aquel que anteriormente considerábamos al hablar del pueblo como "soporte" de la élite, y naturalmente también su aspecto complementario, pues este mismo papel de "soporte", para ser eficaz, requiere necesariamente una determinada participación, de manera que los dos puntos de vista se implican recíprocamente (7).

 

Es evidente que el precepto de no distinguirse en modo alguno del vulgo en cuanto a las apariencias, cuando en realidad difiere tan profundamente, se encuentra también expresamente en el Taoísmo, y el propio Lao-Tsé lo ha formulado en numerosas ocasiones (8); aquí, por otra parte, está muy estrechamente unido a cierto aspecto del simbolismo del agua, que se desliza siempre hacia los lugares más bajos (9), y que, aún siendo lo más débil, consigue no obstante vencer a las cosas más fuertes y potentes (10). El agua, en tanto que es una imagen del principio "substancial" de las cosas, puede ser tomada también, en el orden social, como un símbolo del pueblo, lo que se corresponde bien con su posición inferior; y el Sabio, imitando la naturaleza o la manera de ser del agua, se confunde aparentemente con el pueblo; pero esto mismo le permite, mejor que cualquier otra situación, no solamente influir sobre el pueblo entero por su "acción de presencia", sino también guardar intacto y al abrigo de todo alcance aquello por lo cual es interiormente superior a los demás hombres, y que constituye por otra parte la única superioridad verdadera.

 

No hemos podido más que indicar los principales aspectos de esta muy compleja cuestión, y terminaremos con una última observación que se refiere más particularmente a las tradiciones esotéricas occidentales: se dice que los Templarios que escaparon a la destrucción de su Orden se disimularon entre los obreros constructores; incluso aunque algunos no quieran ver en esto más que una "leyenda", la cosa no deja de ser significativa por su simbolismo; y, por otra parte, de hecho, es indudable que al menos ciertos hermetistas actuaron así, especialmente aquellos que se unieron a la corriente rosacruciana (11). Recordaremos a propósito de esto que, entre las organizaciones iniciáticas cuya forma está basada en el ejercicio de un oficio, las que siempre han permanecido puramente "artesanales" han sufrido una menor degeneración que aquellas que fueron afectadas por la intrusión de elementos que pertenecían en gran medida a la "burguesía"; aparte de otras razones que ya hemos expuesto en otro lugar, ¿no puede verse aquí también un ejemplo de esa facultad de conservación "popular" del esoterismo, de la cual el "folklore" es igualmente una manifestación?

 

NOTAS:

 

(1). Se puede igualmente comparar esto, en tanto que se trata de un "descenso del espíritu", con las consideraciones que expondremos al final del capítulo XXXI: "Les deux nuits".

 

(2). Ver Abdul-Hâdi, El-Malâmatiyah, en el nº de octubre de 1.933 del "Voile d'Isis", y los apéndices de la presente obra.

 

(3). No queremos decir con ello que la totalidad no pueda ser realizada más que de esta manera, sino solamente que puede serlo efectivamente según el modo propio de la vía de los Malâmatiyah.

 

(4). Véase el último capitulo de esta obra: "Réalisation ascendante et descendante".

 

(5). No decimos "más grande", como habitualmente se hace, lo cual restringe el alcance del axioma a su sola aplicación matemática; aquí debe evidentemente ser considerado más allá del dominio cuantitativo.

 

(6). Es igualmente así como debe ser entendida la superioridad innata del hombre con respecto a los ángeles, tal como es considerada en la tradición islámica.

 

(7). La participación de que se trata aquí no se limita por otra parte siempre exclusivamente al exoterismo tradicional; puede uno darse cuenta de ello por un ejemplo como el de la mayoría de las turuq islámicas, que, en su aspecto más exterior, aunque sin embargo todavía esotérico por definición, llevan asociados elementos propiamente "populares" y que no son manifiestamente susceptibles de nada más que de una iniciación simplemente virtual; y parece que ocurría lo mismo en las "Bacantes" de la antigüedad griega.

 

(8). Tao-te-King, especialmente capítulos XX, XLI y LXVII.

 

(9). Ibid, cap. VIII; cf. caps. LXI y LXVI.

 

(10). Ibid, caps. XLIII y LXXVIII.

 

(11). Está claro que no hacemos alusión en absoluto a los pretendidos orígenes de la transformación "especulativa" de la Masonería, que no fue en realidad sino una degeneración, tal como suficientemente hemos explicado en otras ocasiones, y que lo que tenemos a la vista se remonta a épocas muy anteriores al siglo XVIII.

 

 

Publicado en "Etudes Traditionnelles", marzo-abril de 1946.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Capítulo XXIX: LA UNIÓN DE LOS EXTREMOS

 

Lo que anteriormente hemos dicho acerca de las relaciones entre la élite iniciática y el pueblo parece requerir aún algunas precisiones complementarias para no dejar lugar a ningún error; y, en principio, no debería existir confusión alguna con respecto al sentido de la "vulgaridad" del que hemos hablado. En efecto, si el término "vulgar", tomado en su acepción original, tal como hemos hecho, es en suma sinónimo de "popular", hay también otra especie de vulgaridad, que corresponde más realmente al sentido peyorativo que frecuentemente le da el lenguaje ordinario, y la verdad es que este último pertenece más bien a la "clase media". Aquí está, por ofrecer un ejemplo que hará comprender inmediatamente aquello de lo que se trata, toda la diferencia que A. K. Coomaraswamy ha señalado muy bien entre el arte "popular" y el arte "burgués" (1), o aún, si se quiere, toda la que existe, en cuanto a los objetos destinados al uso cotidiano, entre las producciones de los artesanos de otro tiempo y las de la industria moderna (2).

 

Esta indicación nos lleva a los Malâmatiyah, cuya denominación deriva del término malâmah que significa "reproche" (3); ¿qué debe entenderse por ello? No es que sus acciones sean efectivamente censurables en sí mismas y desde el punto de vista tradicional, lo que sería inconcebible, ya que, lejos de despreciar las prescripciones de la sharî’a, se aplican por el contrario especialmente a enseñarlas, tanto por su ejemplo como por sus palabras. Sólo que su manera de actuar, ya que no se distingue en nada de la del pueblo (4), parece censurable a los ojos de cierta "opinión", que precisamente es ante todo la de la "clase media", o la de gente que se considera "cultivada", según la expresión tan de moda hoy en día; la concepción de la "cultura" profana, sobre la cual ya nos hemos explicado en otras ocasiones (5) es en efecto muy característica de la mentalidad de esta "clase media", a quien ha dado, mediante su "brillo" totalmente superficial e ilusorio, el medio de disimular su verdadera nulidad intelectual. Esta misma gente es también la que gusta de invocar la "costumbre" en toda circunstancia; y es evidente que los Malâmatiyah, o aquellos que en otras tradiciones se comportan como ellos, no podrían estar en modo alguno dispuestos a tener en cuenta esta "costumbre" desprovista de todo significado y de todo valor espiritual, ni en consecuencia a preocuparse por una "opinión" que no considera sino apariencias tras las que no hay nada (6). No es ciertamente aquí donde el "espíritu", o la élite que lo representa, puede encontrar un punto de apoyo, pues todo esto no tiene absolutamente nada de espiritual, y sería más bien la negación de toda espiritualidad; allí donde por el contrario tiene su reflejo, incluso aún cuando éste sea invertido como necesariamente es todo reflejo, tiene también por ello su "soporte" normal, ya se trate del cuerpo en el orden individual o del pueblo en el orden social.

 

Es precisamente, como ya hemos dicho, porque el punto más alto se refleja en el más bajo que puede decirse que los extremos se reúnen; hemos recordado a propósito de esto la comparación que puede hacerse con lo que se produce al final de un ciclo, y ésta es una cuestión que requiere unas pocas explicaciones más. Es preciso señalar, en efecto, que el "enderezamiento" por el cual se opera el retorno del punto más bajo al más alto es propiamente "instantáneo", es decir, en realidad, intemporal, o mejor, para no limitarnos a la consideración de las condiciones especiales de nuestro mundo, fuera de toda duración, lo que implica un paso por lo no-manifestado: es esto lo que constituye el "intervalo" (sandhyâ), que, según la tradición hindú, existe siempre entre dos ciclos o dos estados de manifestación. Si fuera de otro modo, el origen y el fin no podrían coincidir en el Principio, si se trata de la totalidad de la manifestación, ni corresponderse si se consideran solamente ciclos particulares; por otra parte, en razón de la "instantaneidad" de este paso, no se produce en realidad ninguna solución de continuidad, y esto es lo que permite hablar verdaderamente de una reunión de los extremos, aunque la confluencia escape forzosamente a todo medio de investigación más o menos exterior, ya que se sitúa fuera de la serie de las sucesivas modificaciones que constituyen la manifestación (7).

 

Debido a esta razón se dice que todo cambio de estado no puede cumplirse más que en la oscuridad (8), siendo el color negro, en su sentido superior, el símbolo de lo no-manifestado; pero, en su significado inferior, este color negro simboliza también la indistinción de la pura potencialidad o de la materia prima (9); y, aún aquí, estos dos aspectos, aunque no deban en absoluto ser confundidos, se corresponden no obstante análogamente y se asocian en cierta forma, según el punto de vista desde el cual se consideren las cosas. Toda "transformación" aparece como una "destrucción" cuando se la considera desde el punto de vista de la manifestación; y lo que en realidad es un retorno al estado principial parece, si es visto exteriormente y desde la parte "substancial", no ser sino un "retorno al caos", al igual que el origen, aunque procediendo inmediatamente del Principio, adquiere desde ese mismo ángulo la apariencia de una "salida del caos" (10). Por otra parte, como todo reflejo es necesariamente una imagen de lo que es reflejado, el aspecto inferior puede ser considerado como representando en su orden relativo al aspecto superior, a condición, claro está, de no olvidar ver en ello la aplicación del "sentido inverso"; y esto, que es cierto de las relaciones entre el espíritu y el cuerpo, no lo es menos de las de la élite y el pueblo.

La existencia del pueblo, o de quienes en apariencia se confunden con él, es, incluso según el lenguaje corriente, una existencia "oscura"; y, en cuanto al pueblo, esta expresión, aunque sin duda quienes la emplean no tengan conciencia de ello, no hace en suma sino traducir el carácter inherente al papel "substancial" que es el suyo en el orden social: es desde este punto de vista, no diremos en la indistinción total de la materia prima, pero si al menos en su indistinción relativa, que cumple la función de materia en un cierto nivel. Es de un modo muy distinto para el iniciado que vive entre el pueblo sin distinguirse de él exteriormente: también como aquel que disimula su sabiduría bajo las apariencias no menos "tenebrosas" de la locura, él puede, aparte de las ventajas de diverso género que encuentra, ver en esta misma oscuridad de su existencia como una imagen de las "tinieblas de arriba" (11). Todavía puede extraerse de ello otra consecuencia: si los iniciados que ocupan los rangos más elevados en la jerarquía espiritual no toman parte visible en los acontecimientos que se desarrollan en el mundo es ante todo porque tal acción "periférica" sería incompatible con la posición "central" que es la suya; si se mantienen por completo apartados de toda distinción "mundana", es evidentemente porque conocen su inanidad; pero, además, se puede decir que si consintieran en salir de la oscuridad, su exterior, por ello mismo, no se correspondería verdaderamente con su interior, si bien resultaría de ello entonces, si fuera posible, una especie de desarmonía en su propio ser; pero el grado espiritual que han alcanzado, excluyendo forzosamente semejante suposición, excluye entonces también la posibilidad de que efectivamente consientan en ello (12). Es evidente, por otra parte, que de lo que aquí se trata no tiene nada en común, en el fondo, con la "humildad", y que los seres de los que hablamos están más allá del dominio sentimental al que ésta esencialmente pertenece; pero éste es también uno de los casos donde cosas exteriormente semejantes pueden proceder de razones totalmente diferentes en realidad (13).

 

Para volver al punto que sobre todo ahora nos concierne, diremos todavía esto: el "negro más negro que el negro" (nigrum nigro nigrius), según la expresión de los hermetistas, es con seguridad, tomado en su sentido más inmediato y en cierto modo más literal, la oscuridad del caos o de las "tinieblas inferiores"; pero también es por ello, según lo que acabamos de explicar, un símbolo natural de las "tinieblas superiores" (14). Al igual que el "no-actuar" es verdaderamente la plenitud de la actividad, o que el "silencio" contiene en sí mismo todos los sonidos en su modalidad parâ o no-manifestada, estas "tinieblas superiores" son en realidad la Luz que sobrepasa toda luz, es decir, más allá de toda manifestación y de toda contingencia, el aspecto principial de la propia luz; y es aquí, y solamente aquí, donde se opera en definitiva la verdadera reunión de los extremos.

 

 

NOTAS:

 

(1). Ver especialmente "De la mentalité primitive", en el número de agosto-septiembre-octubre de 1939 de los "Etudes Traditionnelles". -Recordemos también, por otra parte, el empleo que Dante hace de la palabra "vulgar" en su tratado De vulgari eloquentia, y especialmente su expresión de vulgar ilustrado (Véase "Nouveaux aperçus sur le langage secret de Dante", en el nº de julio de 1.932 del “Voile d’Isis”).

 

(2). En efecto, la industria moderna es la obra propia de la "clase media", que la ha creado y que la dirige, y es por ello que sus productos no pueden satisfacer sino necesidades de las que toda espiritualidad está excluida, de acuerdo con la concepción de la "vida ordinaria"; esto nos parece demasiado evidente como para que haya lugar a insistir más.

 

(3). Se les llama también ahlul-malâmah, literalmente la "gente de la censura", es decir, quienes se exponen a ser censurados.

 

(4). La propia ley exotérica puede ser llamada "vulgar" si se toma este término en el sentido de "común", al aplicarse indistintamente a todos; por otra parte, ¿no se ven en nuestros días, un poco por todas partes, muchas personas que creen dar prueba de "distinción" absteniéndose de cumplir los ritos tradicionales?

 

(5). Ver Aperçus sur l’Initiation, cap. XXXIII.

 

(6). Ver capítulo IV de esta misma obra: "La coutume contre la tradition".

 

(7). Nos proponemos volver sobre este punto al tratar del simbolismo de la "cadena de los mundos".

 

(8). Ver Aperçus sur l’Initiation, cap. XXVI.

 

(9). Ver más adelante "Les deux nuits".

 

(10). En el simbolismo alquímico, toda "transmutación" presupone el paso por un estado de indiferenciación que está representado por el color negro, y que igualmente puede ser considerado bajo estos dos aspectos.

 

(11). Esto puede referirse también a lo que hemos dicho en otra parte acerca del sentido superior del anonimato (Le Règne de la Quantité et les Signes des Temps, cap. IX): éste es igualmente "oscuridad" para el individuo, pero, al mismo tiempo, representa la superación de la condición individual y es incluso una consecuencia necesaria, puesto que el nombre y la forma (nâma-rûpa) son estrictamente constitutivos de la individualidad como tal.

 

(12). Podría recordarse a este propósito lo que en otro lugar hemos expuesto sobre el "rechazo de los poderes" (Aperçus sur l'Initiation, cap. XXII): en efecto, estos "poderes", aunque de un orden diferente, no son menos contrarios a la "oscuridad" de la que acabamos de hablar.

 

(13). No se trata de negar que la humildad pueda ser considerada como una virtud desde el punto de vista exotérico y más especialmente religioso (el cual comprende, por supuesto, el de los místicos); pero, desde el punto de vista iniciático, ni la humildad ni el orgullo, que es su correlativo, pueden tener sentido para quien ha superado el dominio de las oposiciones.

 

(14). Expresiones como las de "cabezas negras" o "rostros negros", que se encuentran en diversas tradiciones, presentan también un doble sentido comparable a éste en ciertos aspectos; quizá tengamos algún día ocasión de volver sobre este tema.

 

 

 

Publicado en "Etudes Traditionnelles", mayo de 1946.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Capítulo XXX: ¿EL ESPÍRITU ESTÁ EN EL CUERPO O EL CUERPO EN EL ESPÍRITU?

 

La concepción ordinaria según la cual el espíritu está considerado como alojado en cierto modo en el cuerpo no puede dejar de parecer muy extraña a cualquiera que posea solamente los datos metafísicos más elementales, y ello no sólo porque el espíritu no podría estar verdaderamente "localizado", sino porque, incluso aunque ésta no sea más que una "manera de hablar" más o menos simbólica, aparece a primera vista como implicando un ilogismo manifiesto y una inversión de las relaciones normales. En efecto, el espíritu no es otro que Atmâ, y es el principio de todos los estados del ser, en todos los grados de su manifestación; ahora bien, toda cosa está necesariamente contenida en su principio, y no podría en absoluto salir de él en realidad, ni con mayor razón encerrarlo en sus propios límites; son entonces todos estos estados del ser, y en consecuencia también el cuerpo, que no es sino una simple modalidad de uno de ellos, los que deben en definitiva estar contenidos en el espíritu, y no a la inversa. Lo "menos" no puede contener a lo "más", al igual que tampoco puede producirlo; esto es por otra parte aplicable en diferentes niveles, tal como a continuación veremos; pero, por el momento, consideraremos el caso más extremo, aquel que concierne a la relación entre el principio mismo del ser y la modalidad más restringida de su manifestación individual humana. Se podría estar tentado de pensar inmediatamente que la concepción corriente no es debida sino a la ignorancia de la gran mayoría de los hombres y que no corresponde más que a un simple error de lenguaje, que todos repiten por la fuerza de la costumbre y sin reflexionar; sin embargo, la cuestión no es en el fondo tan simple, y este error, si lo es, tiene razones mucho más profundas de lo que podría creerse en un principio.

Debe quedar claro, ante todo, que la imagen espacial del "continente" y del "contenido", en estas consideraciones, jamás deberá ser tomada literalmente, puesto que sólo uno de los términos considerados, el cuerpo, posee efectivamente carácter espacial, no siendo el propio espacio nada más que una de las condiciones propias de la existencia corporal. El empleo de tal simbolismo espacial, tanto como el de un simbolismo temporal, no deja de ser, como en numerosas ocasiones hemos explicado, no solamente legítimo, sino incluso inevitable, desde el momento que debemos forzosamente servirnos de un lenguaje que, siendo el del hombre corporal, está él mismo sometido a las condiciones que determinan la existencia de éste como tal; basta con no olvidar jamás que todo lo que no pertenece al mundo corporal no podría, por ello mismo, estar en realidad ni en el espacio ni en el tiempo.

Nos importa poco, por otra parte, que los filósofos hayan creído deber plantear y discutir una cuestión como la de una "sede del alma", pareciendo entenderla en un sentido completamente literal, pudiendo ser por otra parte el espíritu lo que ellos llaman "alma", al menos en la medida en que ellos lo conciben, según la confusión habitual del lenguaje occidental moderno a este respecto. Está claro, en efecto, que, para nosotros, los filósofos profanos no se distinguen en nada del vulgo y que sus teorías no poseen más valor que la simple opinión corriente; no son entonces con seguridad sus supuestos "problemas" lo que podría inclinarnos a pensar que una especie de "localización" del espíritu en el cuerpo representa otra cosa que un error puro y simple; pero son las propias doctrinas tradicionales las que nos demuestran que sería insuficiente atenerse a ello y que este tema requiere un examen más profundo.

Se sabe, en efecto, que, según la doctrina hindú, jîvâtmâ, que en realidad es el propio Atmâ, aunque considerado especialmente en su relación con la individualidad humana, reside en el centro de esta individualidad, que simbólicamente es designada como el corazón; ello no quiere decir en absoluto, por supuesto, que esté como encerrado en el órgano corporal que lleva ese nombre, ni tampoco siquiera en un órgano sutil correspondiente; pero no es menos cierto que esto implica que, en cierto modo, se sitúa en la individualidad, e incluso más precisamente en una parte, la más central, de esta individualidad. Atmâ no puede ser verdaderamente ni manifestado ni individualizado; con mayor razón no puede ser incorporado; sin embargo, en tanto que jîvâtmâ, aparece como si estuviera individualizado e incorporado; esta apariencia no puede ser evidentemente más que ilusoria con respecto a Atmâ, aunque no deja de existir desde cierto punto de vista, aquél en que jîvâtmâ parece distinguirse de Atmâ, y que es el de la manifestación individual humana. Es entonces desde este punto de vista que puede decirse que el espíritu está situado en el individuo; e, incluso, desde el punto de vista más particular de la modalidad corporal de éste, se podrá decir también, a condición de no ver en ello una "localización" literal, que está situado en el cuerpo; no se trata entonces de un error propiamente hablando, sino solamente de la expresión de una ilusión que, siendo tal en cuanto a la realidad absoluta, no deja de corresponder a un determinado grado de la realidad, aquél de los estados de manifestación a los cuales se refiere, y no se convierte en un error más que si se pretende aplicar a la concepción del ser total, como si el principio mismo de éste pudiera ser afectado o modificado por uno de sus estados contingentes.

Hemos hecho, en lo que acabamos de decir, una distinción entre la individualidad integral y su modalidad corporal, comprendiendo la primera, además, todas las modalidades sutiles; y, a propósito de esto, podemos añadir una observación que, aunque accesoria, ayudará sin duda a comprender lo que tenemos principalmente a la vista. Para el hombre ordinario, cuya conciencia no está en cierto modo "despierta" más que en su modalidad corporal, lo que es más o menos oscuramente percibido de las modalidades sutiles aparece como incluido en el cuerpo, ya que esta percepción no corresponde efectivamente sino a sus relaciones con éste, más bien que a lo que son en sí mismas; pero, en realidad, no pueden estar contenidas en el cuerpo y como limitadas por sus fronteras, en primer lugar porque es en ellas donde está el principio inmediato de la modalidad corporal, y después porque son susceptibles de una extensión incomparablemente mayor debido a la propia naturaleza de las posibilidades que ellas comprenden. Así, cuando estas modalidades son efectivamente desarrolladas, aparecen como "prolongaciones" que se extienden en todos los sentidos más allá de la modalidad corporal, que se encuentra así como enteramente envuelta por ellas; hay entonces a este respecto, para quien ha realizado la individualidad integral, una especie de "inversión", si se puede expresar así, con respecto al punto de vista del hombre ordinario. En este caso, las limitaciones individuales todavía no están por otra parte superadas, y es la razón por la que hablábamos al principio de una posible aplicación en diferentes niveles; por analogía, se podrá comprender desde ahora que una "inversión" se opera igualmente, en otro orden, cuando el ser pasa a la realización supra-individual. En tanto que el ser no alcance a Atmâ sino en sus relaciones con la individualidad, es decir, como jîvâtmâ, éste se le aparecerá como incluido en esta individualidad, y no podrá aparecérsele de otro modo puesto que es incapaz de franquear los limites de la condición individual; pero cuando logre alcanzar a Atmâ directamente y tal como es en sí, esta misma individualidad, y con ella todos los demás estados, individuales o supra-individuales, se le aparecerán por el contrario como comprendidos en Atmâ, tal como en efecto están desde el punto de vista de la realidad absoluta, puesto que no son sino las propias posibilidades de Atmâ, fuera del cual nada podría verdaderamente ser en ningún modo.

Hemos precisado, en lo anterior, los límites en los cuales es cierto, desde un punto de vista relativo, decir que el espíritu está contenido, sea en la individualidad humana, sea incluso en el cuerpo; y, además, hemos indicado la razón por la cual esto es así, razón que es en suma inherente a la propia condición del ser para el cual este punto de vista es legítimo y válido. Sin embargo, esto aún no es todo, y se debe señalar que el espíritu es considerado como situado, no solamente en la individualidad en general, sino en su punto central, al cual corresponde el corazón en el orden corporal; esto requiere algunas otras explicaciones, que permitirán conectar entre sí los dos puntos de vista aparentemente opuestos que respectivamente se refieren a la realidad relativa y contingente del individuo y a la realidad absoluta de Atmâ. Es fácil darse cuenta de que estas consideraciones deben descansar esencialmente sobre una aplicación del sentido inverso de la analogía, aplicación que demuestra al mismo tiempo, de una manera particularmente clara, las precauciones que exige la transposición del simbolismo espacial, puesto que, contrariamente a lo que tiene lugar en el orden corporal, es decir, en el espacio entendido en sentido propio y literal, se puede decir que, en el orden espiritual, es lo interior lo que envuelve a lo exterior, y es el centro lo que contiene todas las cosas.

 

Una de las mejores "ilustraciones" de la aplicación del sentido inverso nos es ofrecida por la representación de los diferentes cielos, correspondientes a los estados superiores del ser, por otros tantos círculos o esferas concéntricas, tal como por ejemplo encontramos en Dante. En esta representación parece en principio que los cielos, si son más vastos, es decir, menos limitados, a medida que son más elevados, son también mas "exteriores" en el sentido de que están más alejados del centro, estando éste entonces constituido por el mundo terrestre; se trata del punto de vista de la individualidad humana, que está precisamente representado por la tierra, y este punto de vista es cierto de una manera relativa, en tanto que esta individualidad es real en su orden y es de ella de donde precisamente se debe partir para elevarse a los estados superiores. Pero, cuando la individualidad es superada, la "inversión" de la que hemos hablado (que es realmente un "enderezamiento" del ser) se opera, y todo el conjunto de la representación simbólica se encuentra en cierto modo vuelto del revés: es entonces el cielo más elevado de todos el que es al mismo tiempo el más central, puesto que es en él donde reside el propio centro universal; y, por el contrario, el mundo terrestre está ahora situado en la periferia más exterior. Debe señalarse además que, en esta "inversión" en cuanto a la situación, el círculo que corresponde al cielo más elevado debe sin embargo permanecer siendo el mayor de todos y envolver a todos los demás (como, según la tradición islámica, el "Trono" divino envuelve a todos los mundos): es preciso que sea así, ya que, en la realidad absoluta, es el centro lo que lo contiene todo. La imposibilidad de figurar materialmente este punto de vista, según el cual lo que es más grande es al mismo tiempo lo más central, no expresa en suma nada más que las limitaciones mismas a las cuales está inevitablemente sometido el simbolismo geométrico, debido a que no es sino un lenguaje tomado de la condición espacial, es decir, de una de las condiciones propias de nuestro mundo corporal, que están en consecuencia ligadas exclusivamente al otro punto de vista, el de la individualidad humana.

En lo que concierne al centro, se ve claramente aquí, por la relación inversa que existe entre el verdadero centro, que es el del ser total o el del Universo, según se consideren las cosas desde el punto de vista "microcósmico" o "macrocósmico", y el centro de la individualidad o de su dominio particular de existencia, se ve, decimos, cómo, tal como ya hemos expuesto en otras ocasiones, lo que es lo primero y lo más grande en el orden de la realidad principial se convierte en cierta manera (sin que no obstante sea en absoluto alterado o modificado en sí mismo) en lo último y lo más pequeño en el orden de las apariencias manifestadas(1). Se trata en suma, para continuar sirviéndonos del simbolismo espacial, de la relación entre el punto geométrico y lo que puede denominarse análogamente el punto metafísico: éste es el verdadero centro primordial, que contiene en sí todas las posibilidades, y que es entonces lo más grande; no está en absoluto "situado", pues nada puede contenerlo o limitarlo, y son por el contrario todas las cosas las que se sitúan con relación a él (y está claro que esto aún debe ser entendido simbólicamente, puesto que no se trata en ello únicamente de las posibilidades espaciales). En cuanto al punto geométrico, que está situado en el espacio, es evidentemente, incluso en sentido literal, lo más pequeño, ya que es sin dimensiones, es decir, no ocupa rigurosamente ninguna extensión; pero esa "nada" espacial corresponde directamente al "todo" metafísico, y éstos son, podríamos decir, los dos aspectos extremos de la indivisibilidad, considerada respectivamente en el principio y en la manifestación. En cuanto a la consideración del "primero" y el "último", es suficiente, a este respecto, recordar lo que hemos explicado anteriormente, que el punto más alto tiene su reflejo directo en el punto más bajo; y, a este simbolismo espacial, puede añadirse también un simbolismo temporal, según el cual lo que está primero en el dominio principial, y en consecuencia en el "no-tiempo", aparece en último lugar en el desarrollo de la manifestación (2).

Es fácil aplicar todo esto a lo que hemos considerado en primer lugar: en efecto, el espíritu (Atmâ) es verdaderamente el centro universal que contiene todas las cosas (3); pero, al reflejarse en la manifestación humana, aparece por ello como "localizado" en el centro de la individualidad, e incluso, más precisamente, en el centro de su modalidad corporal, puesto que ésta, en tanto que es el término de la manifestación humana, es también la modalidad "central", de manera que es su centro lo que propiamente, con respecto a la individualidad, es el reflejo directo y la representación del centro universal. Este reflejo no es con seguridad sino una apariencia, del mismo modo que la propia manifestación individual; pero, en tanto que el ser está limitado por las condiciones individuales, esta apariencia es para él la realidad, y no puede ser de otro modo, puesto que es exactamente del mismo orden que su conciencia actual. Es solamente cuando el ser ha superado estos límites que el otro punto de vista se hace real para él, tal como lo es (y siempre lo ha sido) de una manera absoluta; su centro está entonces en lo universal y la individualidad (y con mayor razón el cuerpo) no es más que una de las posibilidades contenidas en ese centro; y, debido a la "inversión" que así se ha efectuado, las verdaderas relaciones de todo se encuentran restablecidas, tal como jamás han dejado de estarlo para el ser principial.

Añadiremos que esta "inversión" está en estrecha relación con lo que el simbolismo kabalístico designa como el "desplazamiento de las luces", y también con esa sentencia que la tradición islámica pone en boca de los awliyâ, "Nuestros cuerpos son nuestros espíritus, y nuestros espíritus son nuestros cuerpos" (ajsâmnâ arwâhnâ, wa arwâhnâ ajsâmnâ), indicando con ello no solamente que todos los elementos del ser están completamente unificados en la "Identidad Suprema", sino también que lo "oculto" se ha convertido entonces en lo "aparente" y a la inversa. Según la tradición islámica igualmente, el ser que ha pasado al otro lado del barzakh se ha opuesto en cierto modo a los seres ordinarios (y ésta es por otra parte una estricta aplicación del sentido inverso de la analogía entre el "Hombre Universal" y el hombre individual): "Si él anda sobre la arena, no deja ningún rastro; si anda sobre las rocas, sus pies dejan su huella (4). Si se expone al sol, no proyecta sombra; en la oscuridad, una luz emana de él (5)".

 

 

NOTAS:

 

(1). Cf. los textos de los Upanishads que hemos citado en diversas ocasiones con respecto a este tema, así como la parábola evangélica del "grano de mostaza".

 

(2). En la tradición islámica, el Profeta es a la vez "el primero de la creación de Dios" (awwal Khalqi'Llah) en cuanto a su realidad principial (en-nûr el-mohammedî), y "el sello (es decir, el último) de los enviados de Dios" (Khâtam rusuli'Llah) en cuanto a su manifestación terrestre; es así "el primero y el último" (el-awwal wa el-akher) con respecto a la creación (binnisbati lil-Khalq), al igual que Allah es "el Primero y el Ultimo" en sentido absoluto (mutlaqan). Igualmente, en la tradición cristiana el Verbo es "el Alfa y el Omega", el comienzo y el fin" de todas las cosas.

 

(3). Recordaremos a propósito de esto que, en la tradición islámica, la Luz primordial (en-nûr el-mohammedî, según lo dicho en la nota anterior) es también el Espíritu (Er-Rûh), en el sentido total y universal de esta palabra; se sabe, por otra parte, que la tradición cristiana identifica a la Luz con el propio Verbo.

 

(4). Esto tiene una evidente relación con el simbolismo de las "huellas de pies" sobre las rocas, que se remonta a las épocas "prehistóricas" y que se encuentra un poco por todas las tradiciones; sin entrar ahora con este tema en consideraciones demasiado complejas, podemos decir que, de manera general, estas huellas representan la "huella" de los estados superiores en nuestro mundo.

 

(5). Recordaremos aún que el espíritu corresponde a la luz, y el cuerpo a la sombra o a la noche; es entonces el propio espíritu lo que envuelve todas las cosas en su propia irradiación.

 

 

Publicado en "Etudes Traditionnelles", junio de 1939.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Capítulo XXXI: LAS DOS NOCHES

 

No pretendemos en absoluto hablar aquí de lo que los místicos llaman "noche de los sentidos" y "noche del espíritu"; aunque éstas puedan presentar algunas similitudes parciales con aquello de lo que se trata, contienen muchos elementos difíciles de "situar" exactamente e incluso a menudo elementos de un carácter bastante "turbio", lo que evidentemente se debe a las imperfecciones y a las limitaciones inherentes a toda realización simplemente mística, y sobre las cuales nos hemos explicado suficientemente en otras ocasiones como para tener que insistir de nuevo. Por otra parte, nuestra intención no consiste sino en considerar las "tres noches" simbólicas que representan tres muertes y tres nacimientos, refiriéndose respectivamente, en lo que concierne al ser humano, a los tres órdenes corporal, psíquico y espiritual (1); la razón de este simbolismo, que naturalmente es aplicable a los sucesivos grados de la iniciación, es que todo cambio de estado se produce a través de una fase de oscurecimiento y de "envolvimiento", de donde resulta que la "noche" puede ser considerada según una multiplicidad de sentidos jerarquizados, como los propios estados del ser; pero nos detendremos por ahora en los dos extremos. En efecto, lo que nos proponemos es precisar un poco la manera en la cual el simbolismo de las "tinieblas", en su acepción tradicional más general, se presenta en dos sentidos opuestos, uno superior y otro inferior, así como la naturaleza de la relación análoga que existe entre ambos sentidos y que permite resolver su aparente oposición.

En su sentido superior, las tinieblas representan lo no-manifestado, tal como ya hemos explicado en el curso de nuestros anteriores estudios; no hay aquí ninguna dificultad, y, sin embargo, parece que este sentido superior sea muy generalmente ignorado o desconocido, pues es fácil comprobar que, cuando se trata de las tinieblas, no se piensa comúnmente sino en su sentido inferior; y aún, añadiremos, según un significado "maléfico" que no le es en absoluto esencialmente inherente, y que no se justifica sino en el caso de algunos aspectos secundarios y mucho más particularizados. En realidad, el sentido inferior representa propiamente el "caos", es decir, el estado de indiferenciación o de indistinción que está en el punto de partida de la manifestación, sea en su totalidad, sea relativamente en cada uno de sus estados; y vemos aquí inmediatamente aparecer la aplicación de la analogía en sentido inverso, pues esta indiferenciación, a la que se podría llamar "material" en lenguaje occidental, es como el reflejo de la indiferenciación principial de lo no manifestado, reflejándose el punto más alto en el punto más bajo, tal y como los vértices de los dos triángulos opuestos en el símbolo del "sello de Salomón". Deberemos todavía volver a continuación sobre esta consideración; pero lo que ante todo importa comprender antes de ir más lejos es que esta indistinción, cuando se aplica a la totalidad de la manifestación universal, no es otra que la de Prakriti, en tanto que ésta se identifica con la hylè primordial o con la materia prima de las antiguas doctrinas cosmológicas occidentales; en otras palabras, es el estado de potencialidad pura, que en cierto modo no es sino una imagen reflejada, y por ello invertida, del estado principial de las posibilidades no manifestadas; y esta distinción es particularmente importante, pues la confusión entre posibilidad y potencialidad es el origen de innumerables errores. Por otra parte, cuando se trata solamente del estado original de un mundo o de un estado de existencia, la indistinción potencial no puede ser ya considerada más que en un sentido relativo y "especificado", en virtud de una cierta similitud que existe entre el proceso de desarrollo de la manifestación universal y el de cada una de sus partes constitutivas, similitud que encuentra especialmente su expresión en las leyes cíclicas; esto, que es susceptible de aplicación en todos los grados, y en el caso de un ser particular tanto como en el de un dominio de existencia más o menos amplio, se corresponde con la observación que más arriba hemos indicado con respecto al tema de una multiplicidad de sentidos jerarquizados, pues está claro que, debido a su propia multiplicidad, estos sentidos no pueden ser sino relativos.

 

De lo que acaba de decirse se desprende que el sentido inferior de las tinieblas es de orden cosmológico, mientras que su sentido superior es de orden propiamente metafísico; puede también señalarse desde este momento que su relación permite darse cuenta de que el origen y el desarrollo de la manifestación pueden ser considerados a la vez en un sentido ascendente y en otro descendente. Si esto es así, es porque la manifestación no procede solamente de Prakriti, a partir de la cual su desarrollo al completo es un paso gradual de la potencia al acto, que puede ser descrito como un proceso ascendente; procede en realidad de los dos polos complementarios del Ser, es decir, de Purusha y de Prakriti, y, con respecto a Purusha, su desarrollo es un alejamiento gradual del Principio, luego un verdadero descenso. Esta consideración contiene implícitamente la solución de muchas antinomias aparentes, cuya marcha está, podríamos decir, regulada por una combinación de las tendencias que corresponden a estos dos "movimientos" opuestos o, más bien, complementarios; los desarrollos a los cuales esto puede dar lugar están por otra parte evidentemente fuera de nuestro tema; pero al menos podrá comprenderse fácilmente con ello que no hay ninguna contradicción entre la asimilación del punto de partida o del estado original de la manifestación con las tinieblas en su sentido inferior, por un lado, y, por otro, la enseñanza tradicional concerniente a la espiritualidad del "estado primordial", pues ambas cosas no se refieren al mismo punto de vista, sino respectivamente a los dos puntos de vista complementarios que acabamos de definir.

 

Hemos considerado el sentido inferior de las tinieblas como el reflejo de su sentido superior, lo que en efecto es desde un determinado punto de vista; pero, al mismo tiempo, desde un punto de vista distinto, es también en cierto modo su "reverso", tomando esta palabra en la acepción en la que el "reverso" y el "anverso" se oponen como las dos caras de una misma cosa; y esto requiere aún algunas explicaciones. El punto de vista al cual se aplica la consideración del reflejo es naturalmente el de la manifestación, y el de todo ser situado en el dominio de la manifestación; pero, con respecto al Principio, donde el origen y el fin de todo se acercan y se unen, no podría tratarse de un reflejo, puesto que realmente no hay sino una sola y misma cosa, estando necesariamente el punto de partida de la manifestación, tanto como su punto de desenlace, en lo no-manifestado. Desde el punto de vista del Principio en sí mismo, si se nos permite emplear en este caso tal manera de hablar, no se pueden siquiera distinguir dos aspectos de esta cosa única, puesto que tal distinción no se plantea y no es válida sino con respecto a la manifestación; pero, si el Principio es considerado en su relación con la manifestación, se podrán distinguir como dos aspectos, correspondientes a la salida de lo no-manifestado y al retorno a lo no-manifestado. Ya que el retorno a lo no-manifestado es el término final de la manifestación, se puede decir que es cuando es visto desde esta parte que lo no-manifestado aparece propiamente como las tinieblas en sentido superior, mientras que, visto desde el punto de partida de la manifestación, aparece por el contrario como las tinieblas en sentido inferior; y, según el sentido en el cual se cumpla el "movimiento" de ésta hacia aquel, se podría decir también que el aspecto superior está siempre encarado hacia el Principio, mientras que el aspecto inferior está encarado hacia la manifestación, a pesar de que esta imagen de dos aspectos parezca implicar una especie de simetría que, entre el Principio y la manifestación, no podría verdaderamente existir, y de que, por otra parte, en el Principio mismo, no pueda evidentemente haber ninguna distinción entre lo superior y lo inferior. El punto de vista del reflejo es ilusorio con respecto a éste, tal como el reflejo mismo lo es también en relación con lo que es reflejado; el punto de vista de los dos aspectos corresponde entonces a un grado más profundo de realidad, aunque sin embargo sea todavía ilusoria en otro nivel, puesto que desaparece a su vez cuando el Principio es considerado en sí mismo y no en relación con la manifestación.

El punto de vista que acabamos de exponer en último lugar será quizá más claro si se considera lo que le corresponde, en el propio interior de la manifestación, en el paso de un estado a otro: este paso es en sí mismo un punto único, pero naturalmente puede ser considerado desde uno u otro de los dos estados entre los cuales está situado y de los que es el límite común. Aún aquí encontramos la consideración de los dos aspectos: este paso es una muerte con respecto a uno de los estados, mientras que es un nacimiento con respecto al otro; pero esta muerte y este nacimiento coinciden en realidad, y su distinción no existe sino con respecto a ambos estados, de los cuales uno tiene su fin y el otro su origen en este mismo punto. La analogía es evidente con lo que, en las anteriores consideraciones, concernía, no a dos estados particulares de la manifestación, sino a la manifestación total misma y al Principio, o más precisamente al paso de uno a la otra; conviene además añadir que, aquí todavía, el sentido inverso de la analogía encuentra su aplicación, pues, por un lado, el nacimiento a la manifestación es como una muerte al Principio, y, por otro, inversamente, la muerte a la manifestación es un nacimiento o más bien un "renacimiento" al Principio, de manera que el origen y el fin se encuentran invertidos según se les considere con respecto al Principio o con respecto a la manifestación; esto, por supuesto, siempre en la relación entre uno y otra, pues, en la inmutabilidad del Principio, no hay con seguridad ni nacimiento ni muerte, ni origen ni fin, sino que es él mismo el origen primero y el fin último de todas las cosas, sin que, por lo demás, haya en este origen y en este fin una distinción cualquiera en la realidad absoluta.

 

Si consideramos ahora el caso del ser humano, podemos plantearnos lo que, para él, corresponde a las dos "noches" entre las cuales se despliega, como hemos visto, toda la manifestación universal; y, en cuanto a las tinieblas superiores, no hay ninguna dificultad, pues se trate de un ser particular o de un conjunto de seres, jamás pueden representar sino el retorno a lo no-manifestado; este sentido, en razón de su carácter propiamente metafísico, permanece sin cambios en todas las aplicaciones que es posible hacer de este simbolismo. Por el contrario, en lo que concierne a las tinieblas inferiores, es evidente que no pueden ser tomadas aquí más que en un sentido relativo, pues el punto de partida de la manifestación humana no coincide con el de la manifestación universal, sino que ocupa en el interior de ésta cierto nivel determinado; lo que aparece como "caos" o como potencialidad no puede serlo entonces sino relativamente, y posee ya de hecho un determinado grado de diferenciación y de "cualificación"; ya no es la materia prima, sino, si se quiere, una materia secunda, que desempeña un papel análogo para el nivel de existencia considerado. Por otra parte, está claro que estas indicaciones no se aplican solamente al caso de un ser, sino también al de un mundo; sería un error pensar que la potencialidad pura y simple puede encontrarse en el origen de nuestro mundo, que no es sino un grado de existencia entre otros; el âkâsha, a pesar de su estado de indiferenciación, no está sin embargo desprovisto de toda cualidad, y ya se encuentra "especificado" en vistas a la producción de la manifestación corporal; no podría entonces en modo alguno ser confundido con Prakriti, que, siendo absolutamente indiferenciada, contiene por ello en sí la potencialidad de toda manifestación.

 

Resulta de ello que, a lo que representa las tinieblas inferiores en el estado humano, no podrá serle aplicado, con respecto a las tinieblas superiores, más que la imagen del reflejo, con exclusión de la de los dos aspectos; en efecto, todo nivel de existencia puede ser tomado como un plano de reflexión, y no es, por otra parte, sino porque el Principio en cierta forma se refleja en ella por lo que posee alguna realidad, aquella de la que es susceptible en su propio orden; pero, por otro lado, si pasamos al aspecto de las tinieblas inferiores, no es en el Principio o en lo no-manifestado donde se encontrarían en semejante caso, sino solamente en un estado "pre-humano" que no es sino otro estado de manifestación. Aquí, hemos sido llevados a lo que anteriormente hemos explicado acerca del paso de un estado a otro; por un lado, es el nacimiento al estado humano, y, por otro, es la muerte al estado "prehumano"; o, en otros términos, es el punto que, según la parte desde donde se le considere, aparece como el punto de desenlace de un estado y como el punto de partida del otro. Ahora bien, si las tinieblas inferiores son tomadas en este sentido, se podría preguntar por qué motivo no se considera simplemente, de una manera simétrica, a las tinieblas superiores como representando la muerte al estado humano, o el término de este estado, que no coincide forzosamente con una vuelta a lo no-manifestado, sino que puede no ser aún más que el paso a otro estado de manifestación; de hecho, el simbolismo de la noche se aplica, tal como hemos dicho, a todo cambio de estado, sea cual sea; pero, aparte de que no podría tratarse en este caso más que de una "superioridad" muy relativa, no siendo el comienzo y el fin de un estado sino dos puntos situados en niveles consecutivos separados por una distancia infinitesimal según el "eje" del ser, no es esto lo que importa desde el punto de vista en que nos situamos. En efecto, lo que debe ser considerado esencialmente es el ser humano tal como actualmente está constituido en su integralidad, y con todas las posibilidades que lleva en él; ahora bien, entre estas posibilidades, está la de alcanzar directamente lo no-manifestado, a lo cual ya roza, si puede decirse, por su parte superior, que, aunque no siendo en sí misma propiamente humana, es no obstante lo que le hace existir en tanto que humano, puesto que es el centro mismo de su individualidad; y, en la condición del hombre ordinario, este contacto con lo no-manifestado aparece en el estado de sueño profundo. Debe quedar muy claro por otra parte que éste no es un "privilegio" del estado humano, y que, si se considerara cualquier otro estado, siempre se encontraría esta misma posibilidad del retorno directo a lo no-manifestado, sin necesidad del paso a través de otros estados de manifestación, pues la existencia en un estado cualquiera no es posible sino a causa de que Atmâ reside en el centro de ese estado, que sin él se desvanecería como una pura nada; es la razón de que, al menos en principio, todo estado pueda ser tomado igualmente como punto de partida o como "soporte" de la realización espiritual, pues, en el orden universal o metafísico, todos contienen las mismas virtualidades.

 

Desde el momento que uno se sitúa en el punto de vista de la constitución del ser humano, las tinieblas inferiores deberán aparecer más bien bajo el aspecto de una modalidad de este ser que bajo el de un primer "momento" de su existencia; pero ambas cosas se réunen, por otro lado, en cierto sentido, pues aquello de lo que se trata es siempre el punto de partida del desarrollo del individuo, desarrollo cuyas diferentes fases corresponden a sus diversas modalidades, entre las cuales se establece por ello una determinada jerarquía; es entonces lo que puede llamarse una potencialidad relativa, a partir de la cual se efectuará el desarrollo integral de la manifestación individual. A este respecto, lo que representa las tinieblas inferiores no puede ser sino la parte más grosera de la individualidad humana, la más "tamásica" en cierto modo, pero en la cual esta individualidad se encuentra por completo sin embargo envuelta como un germen o un embrión; en otras palabras, no será sino la modalidad corporal misma. No debe uno por lo demás asombrarse de que sea el cuerpo lo que corresponde al reflejo de lo no-manifestado en el ser humano, pues, aún aquí, la consideración del sentido inverso de la analogía permite resolver inmediatamente todas las aparentes dificultades: el punto más alto, como ya hemos dicho, tiene necesariamente su reflejo en el punto más bajo; y así, por ejemplo, la inmutabilidad principial tiene, en nuestro mundo, su imagen invertida en la inmutabilidad del mineral. Podría decirse, de manera general, que las propiedades del orden espiritual encuentran su expresión, aunque "invertida" en cierto modo y como "negativa", en lo más corporal; y esto no es, en el fondo, sino la aplicación en este mundo de lo que hemos explicado anteriormente en cuanto a la relación inversa entre el estado de potencialidad y el estado principial de no-manifestación. En virtud de la misma analogía, el estado de vigilia, que es aquel en el cual la conciencia del individuo está "centrada" en la modalidad corporal, es espiritualmente un estado de sueño, y a la inversa; esta consideración del sueño permite por otra parte comprender todavía mejor que lo corporal y lo espiritual aparecen respectivamente como "noche" uno con respecto a otro, aunque naturalmente sea ilusorio considerarlos simétricamente como dos polos del ser, aunque no sea sino porque el cuerpo, en realidad, no es una materia prima, sino un simple "sustituto" de ésta relativamente a un estado determinado, mientras que el espíritu jamás deja de ser un principio universal que no se sitúa en ningún nivel relativo. Es teniendo en cuenta estas reservas, y hablando en razón de las apariencias inherentes de un cierto nivel de existencia, que se puede hablar de un "sueño del espíritu" que corresponde a la vigilia corporal; la "impenetrabilidad" de los cuerpos, por extraño que esto pueda parecer, no es en sí misma sino una expresión de ese "sueño", y, además, todas sus propiedades características podrían igualmente interpretarse según este punto de vista análogo.

 

Bajo el aspecto de la realización, lo que ante todo debe retenerse de estas consideraciones es que, si se cumple a partir del estado humano, es el propio cuerpo lo que debe servir de base y de punto de partida; él es el "soporte" normal, contrariamente a ciertos prejuicios corrientes en Occidente y según los cuales se desearía no ver en él más que un obstáculo o tratarlo en "cantidad despreciable"; la aplicación al papel que un elemento de orden corporal desempeña en todos los ritos, en tanto que medios auxiliares de la realización, es demasiado evidente como para que haya necesidad de insistir sobre ello. Por otra parte, se podrían con seguridad extraer de todo esto muchas otras consecuencias, que no podemos ahora desarrollar; se puede especialmente entrever con ello la posibilidad de ciertas transposiciones y "transmutaciones" demasiado inalcanzables para quien jamás las ha considerado; pero, por supuesto, no es concibiendo al cuerpo según las teorías "mecanicistas" y "psico-químicas" de los modernos como será posible comprender nada de ello (2).

 

NOTAS

 

(1). Cf. A. K. Coomaraswamy, Notes on the Katha Upanishad, 1ª parte.

 

(2). En la tradición islámica, las dos "noches" de las que hemos hablado están representadas respectivamente por laylatul-qadr y laylatul-mirâj, que corresponden a un doble movimiento "descendente" y "ascendente": la segunda es la ascensión nocturna del Profeta, es decir, un retorno al Principio a través de los diferentes "cielos" que son los estados superiores del ser; en cuanto a la primera, es la noche en que se cumple el descenso del Corán, y esta noche, según el comentario de Mohyiddin ibn 'Arabî, se identifica con el propio cuerpo del Profeta. Lo que es particularmente notable aquí es que la "revelación" es recibida, no en la mente, sino en el cuerpo del ser que tiene la "misión" de expresar el Principio: Et Verbum caro factum est, dice también el Evangelio (caro, y no mens), y ésta es, muy exactamente, otra expresión, bajo la forma propia de la tradición cristiana, de lo que representa laylatul-qadr en la tradición islámica.

 

Publicado en "Etudes Traditionnelles", abril y mayo de 1939.

 

Capítulo XXXII: REALIZACION ASCENDENTE Y REALIZACION DESCENDENTE

 

En la realización total del ser, cabe considerar la unión de dos aspectos que corresponden en cierto modo a dos fases de ésta, una "ascendente" y otra "descendente". La consideración de la primera fase en la cual el ser, partido de un determinado estado de manifestación, se eleva hasta la identificación con su principio no-manifestado, no puede ofrecer ninguna dificultad, puesto que es la que, siempre y en todas partes, está expresamente indicada como el proceso y la meta esencial de toda iniciación, desembocando ésta en la "salida del cosmos", como ya hemos explicado en anteriores artículos, y, por consiguiente, en la liberación de las condiciones limitativas de todo estado de existencia. Por el contrario, en cuanto a la segunda fase, la del "redescenso" en lo manifestado, parece que no se haya hablado de ella sino muy raramente, y, en muchos casos, de una manera menos explícita, e incluso a veces, podríamos decir, con cierta reserva o vacilación, que las explicaciones que nos proponemos ofrecer permitirán por otra parte comprender; es ésta sin duda la razón de que fácilmente dé lugar a malentendidos, sea que erróneamente se considere esta manera de enfocar las cosas como más o menos excepcional, sea que se produzcan confusiones con respecto al verdadero carácter del "redescenso" de que se trata.

 

Consideraremos en primer lugar lo que podría llamarse la cuestión de principio, es decir, la razón misma por la cual toda doctrina tradicional, ya que se presenta bajo una forma realmente completa, no puede, en realidad, considerar las cosas de otro modo; y esta razón podrá ser comprendida sin dificultades si nos referimos a la enseñanza del Vedanta sobre los cuatro estados de Atmâ, tal como son descritos especialmente en la Mândukya Upanishad (1). En efecto, no solamente están los tres estados representados en el ser humano por la vigilia, el sueño y el sueño profundo, y que respectivamente corresponden a la manifestación corporal, a la manifestación sutil y a lo no-manifestado; más allá de estos tres estados, luego más allá de lo no-manifestado, hay un cuarto, que puede ser llamado "ni manifestado ni no-manifestado", puesto que es el principio de ambos, aunque también, por ello mismo, comprende a la vez a lo manifestado y a lo no-manifestado. Ahora bien, a pesar de que el ser alcanza realmente su propio "Sí" en el tercer estado, el de lo no-manifestado, no es sin embargo éste el término último, sino el cuarto, sólo en el cual es plenamente realizada la "Identidad Suprema", pues Brahma es a la vez "ser y no-ser" (sadasat), "manifestado y no-manifestado" (vyaktâvyakta), "sonido y silencio" (shabdâshabda), sin lo cual no seria verdaderamente la Totalidad absoluta; y, si la realización se detuviera en el tercer estado, ésta no implicaría sino el segundo de los dos aspectos, aquel al que el lenguaje no puede expresar sino bajo una forma negativa. Así, como ha expresado Ananda K. Coomaraswamy en un reciente estudio (2), "es preciso haber pasado más allá de lo manifestado (lo cual está representado por el paso "más allá del Sol") para alcanzar lo no-manifestado (la "oscuridad" entendida en su sentido superior), pero el fin último está todavía más allá de lo no-manifestado; el término de la vía no se alcanza en tanto que Atmâ no sea conocido a la vez como manifestado y no-manifestado"; se debe entonces, para llegar a él, pasar aún "mas allá de la oscuridad", o, como expresan algunos textos, "ver la otra faz de la oscuridad". De otro modo, Atmâ puede "brillar" en sí mismo, pero no "irradia"; es idéntico a Brahma, pero en una sola naturaleza, no en la doble naturaleza comprendida en Su única esencia (3).

 

Aquí es necesario prevenir una posible objeción: se podría, en efecto, señalar que no hay ninguna medida común entre lo manifestado y lo no-manifestado, de tal manera que lo primero es nulo frente a lo segundo, y, además, que lo no-manifestado, siendo ya en sí mismo el principio de lo manifestado, debe entonces contenerlo en cierta forma. Todo ello es perfectamente cierto, pero no lo es menos que lo manifestado y lo no-manifestado, en tanto son así considerados, aparecen aún en un sentido como dos términos entre los cuales existe una oposición; y esta oposición, incluso aunque no sea sino ilusoria (como por otra parte lo es en el fondo toda oposición), no debe por ello dejar de quedar finalmente resuelta; ahora bien, no puede serlo más que pasando más allá de uno y otro de ambos términos. Por otra parte, si lo manifestado no puede ser llamado real en el sentido absoluto de la palabra, no deja de poseer en sí mismo una determinada realidad, relativa y contingente sin duda, pero que no obstante es una realidad en algún grado, ya que no se trata de una pura nada, e incluso sería inconcebible que lo fuera, pues ello lo excluiría de la Posibilidad universal. No se puede entonces decir, en definitiva, que lo manifestado sea estrictamente desdeñable, aunque lo parezca con respecto a lo no-manifestado, y aunque ésta sea quizás una de las razones por las cuales lo que a ello se refiere, en la realización, pueda ser a veces menos evidente y encontrarse como sumido en la sombra. En fin, si lo manifestado está comprendido en principio en lo no-manifestado, es en tanto que conjunto de las posibilidades de manifestación, pero no en tanto que efectivamente manifestado; para que esté también comprendido bajo este último aspecto, es necesario remontarse, como ya hemos dicho, al principio común de lo manifestado y lo no-manifestado, que es verdaderamente el Principio supremo del que todo procede y en el que todo está contenido; y es preciso que sea así, como se comprenderá aún mejor a continuación, para que exista la realización plena y total del "Hombre universal".

 

Se plantea entonces otra cuestión: según lo que acabamos de decir, se trata aquí de etapas diferentes en el transcurso de una sola y misma vía, o, más exactamente, de una etapa y del término final de esta vía, y es evidente que deba ser así en efecto, puesto que la realización se continúa con ello hasta su último desenlace; pero entonces, ¿cómo puede hablarse, tal como lo hicimos en un principio, de una fase "ascendente" y de una fase "descendente"? Es evidente que, si ambas representaciones son legítimas, deben, para no ser contradictorias, referirse a puntos de vista diferentes; pero, antes de ver cómo pueden efectivamente conciliarse, podemos ya indicar que, en todo caso, esta conciliación no es posible sino a condición de que el "redescenso" no sea concebido en absoluto como una especie de "regresión" o de "retorno hacia atrás", lo que, por lo demás, sería incompatible con el hecho de que todo lo que es adquirido por el ser en el curso de la realización iniciática lo es de una manera permanente y definitiva. No hay entonces aquí nada comparable a lo que se produce en el caso de los "estados místicos" pasajeros, tales como el "éxtasis", según los cuales el ser se encuentra pura y simplemente en la existencia humana terrestre, con todas las limitaciones individuales que la condicionan, no guardando de estos estados, en su conciencia actual, más que un reflejo indirecto y siempre más o menos imperfecto (4). Apenas hay necesidad de decir que el "redescenso" en cuestión tampoco es asimilable a lo que es designado como el "descenso a los Infiernos"; éste tiene lugar, como se sabe, previamente al inicio mismo del proceso iniciático propiamente dicho, y, agotando ciertas posibilidades inferiores del ser, desempeña un papel "purificador" que no tendría manifiestamente ninguna razón de ser a continuación, y sobre todo en el nivel al cual se refiere aquello de lo que estamos tratando ahora. Añadamos aún, para no pasar por alto ninguno de los equívocos posibles, que no hay aquí absolutamente nada en común con lo que podría ser llamado una "realización al revés", que no tendría sentido más que si tomara esta dirección "descendente" a partir del estado humano, pero cuyo significado, entonces, sería propiamente "infernal" o "satánico", y, en consecuencia, no podría depender sino del dominio de la "contra-iniciación" (5).

 

Dicho esto, es fácil comprender que el punto de vista en el que la realización al completo aparece como el recorrido de una vía en cierto modo "rectilínea" es aquel del propio ser que la cumple, puesto que, para este ser, no podría jamás tratarse de volver atrás y de entrar en las condiciones de alguno de los estados que ya ha superado. En cuanto al punto de vista donde esta misma realización adquiere el aspecto de dos fases "ascendente" y "descendente", no es en suma sino aquel bajo el cual ésta puede aparecer a los demás seres, que la consideran permaneciendo ellos mismos encerrados en las condiciones del mundo manifestado; pero aún puede plantearse cómo un movimiento continuo puede así revestir, aunque no sea sino exteriormente, la apariencia de un conjunto de dos movimientos sucediéndose en direcciones opuestas. Ahora bien, existe una representación geométrica que permite hacerse una idea tan clara como es posible: si se considera un círculo situado verticalmente, el recorrido de una de las mitades de la circunferencia será "ascendente", y el de la otra mitad será "descendente", sin que no obstante el movimiento deje jamás de ser continuo; además, no hay en el curso de este movimiento ningún "retorno hacia atrás", puesto que no vuelve a pasar por la parte de la circunferencia que ha sido ya recorrida. Hay aquí un ciclo completo, pero, si se recuerda que no pueden existir ciclos realmente cerrados, tal como hemos explicado en otras ocasiones, puede uno darse cuenta por ello que no es sino en apariencia que el punto final coincide con el punto de partida o, con otras palabras, que el ser vuelve al estado manifestado del cual ha partido (apariencia que existe para los demás, pero que no es la "realidad" de este ser); y, por otra parte, esta consideración del ciclo es aquí tanto más natural cuanto que esto de lo que se trata tiene su correspondencia "macrocósmica" exacta en las dos fases de "aspiración" y "expiración" de la manifestación universal. En fin, puede señalarse que una línea recta es el "límite", en el sentido matemático de la palabra, de una circunferencia que crece indefinidamente; la distancia recorrida en la realización (o mas bien lo que está figurado por una distancia cuando se emplea el simbolismo espacial), está verdaderamente más allá de toda medida asignable; no hay en realidad ninguna diferencia entre el recorrido de la circunferencia del que acabamos de hablar y el de un eje que permanece siempre vertical en todas sus partes sucesivas, lo cual acaba reconciliando las representaciones correspondientes respectivamente a los puntos de vista "interior" y "exterior" que hemos distinguido.

 

Pensamos que desde ahora se puede, después de estas pocas consideraciones, comprender suficientemente el verdadero carácter de la fase "descendente" o aparentemente tal; pero todavía nos falta por plantear lo que puede ser, con respecto a la jerarquía iniciática, la diferencia entre la realización que se detiene en la fase "ascendente" y la que además comprende la fase "descendente", y es esto sobre todo lo que vamos a examinar más particularmente a continuación.

 

Mientras que el ser que permanece en lo no-manifestado ha cumplido la realización únicamente "para sí mismo", aquel que "redesciende" después, en el sentido que anteriormente hemos precisado, tiene desde entonces, con respecto a la manifestación, un papel expresado por el simbolismo de la "irradiación" solar mediante el cual todo es iluminado. En el primer caso, como ya hemos dicho, Atmâ "brilla" sin "irradiar"; pero no obstante es necesario disipar todavía un error: se habla muy frecuentemente, a este respecto, de una realización "egoísta", lo que es un verdadero absurdo, puesto que ya no hay ego, es decir, individualidad, habiendo sido necesariamente abolidas las limitaciones que constituyen a ésta como tal, y de manera definitiva, para que el ser pueda "establecerse" en lo no-manifestado. Tal equívoco implica evidentemente una grosera confusión entre el "Si" y el "yo"; hemos dicho que este ser se ha realizado "para sí mismo", y no "para él mismo", y ésta es, no una simple cuestión de lenguaje, sino una distinción completamente esencial en cuanto al fondo mismo de aquello de que se trata. Hecha esta indicación, no deja de haber, entre ambos casos, una diferencia cuyo verdadero alcance puede ser mejor comprendido al referirnos a la manera en que diversas tradiciones consideran los estados que les corresponden, pues incluso aunque la realización "descendente", en tanto que fase del proceso iniciático, no esté generalmente indicada más que de una manera más o menos velada, se pueden no obstante encontrar fácilmente ejemplos que la suponen muy claramente y sin ninguna duda posible.

 

Para tomar en principio un ejemplo que quizá sea el mas conocido, si no el mejor comprendido habitualmente, la diferencia de que se trata es, en suma, la que existe entre el Pratyêka-Buddha y el Bodhisattwa (6); y es particularmente importante a este respecto señalar que la vía que tiene como término el primero de estos dos estados es designada como una "pequeña vía" o, si se quiere, una "vía menor" (hînayâna), lo cual implica que no está exenta de un cierto carácter restrictivo, mientras que la que conduce al segundo está considerada como siendo verdaderamente la "gran vía" (mahâyâna), luego aquella que es completa y perfecta bajo todos los aspectos. Esto permite responder a la objeción que podría ser extraída del hecho de que, de manera general, el estado de Buddha es considerado como superior al de Bodhisattwa; en el caso del Pratyêka-Buddha, esta superioridad no puede ser más que aparente, y es ante todo debida al carácter de "impasibilidad" que, también aparentemente, no tiene el Bodhisattwa; decimos aparentemente, porque debe distinguirse en ello entre la "realidad" del ser y el papel que ha de desempeñar con respecto al mundo manifestado, o, en otros términos, entre lo que en sí es y lo que parece ser para los seres ordinarios; encontraremos por otra parte la misma distinción en casos pertenecientes a otras tradiciones. Es cierto que, exotéricamente, el Bodhisattwa es representado como teniendo todavía que franquear una última etapa para alcanzar el estado de Buddha perfecto; pero, si decimos exotéricamente, es porque, precisamente, ello corresponde a la manera en que las cosas aparecen cuando son consideradas desde el exterior; y es preciso que sea así para que el Bodhisattwa pueda cumplir su función, en tanto que ésta consiste en mostrar la vía a los demás seres: es "aquel que ha obrado así" (tathâ-gata), y así deben obrar quienes puedan alcanzar como él el fin supremo; es preciso entonces que la existencia misma en la cual se cumple su "misión", para ser verdaderamente "ejemplar", se presente en cierto modo como una recapitulación de la vía. En cuanto a pretender que se trate aquí realmente de un estado todavía imperfecto o de un menor grado de realización, equivale a perder completamente de vista el lado "trascendente" del ser del Bodhisattwa; lo que quizá es conforme a ciertas interpretaciones "racionales" corrientes, pero torna perfectamente incomprensible todo el simbolismo concerniente a la vida del Bodhisattwa, que le confiere, desde su principio mismo, un carácter propiamente "avatárico", es decir, que la muestra efectivamente como un "descenso" (es el sentido propio de la palabra avatâra) por el cual un principio, o un ser que representa a éste porque está con él identificado, es manifestado en el mundo exterior, lo que, evidentemente, no podría en modo alguno alterar la inmutabilidad del principio como tal (7).

En la tradición islámica, lo que acabamos de decir tiene en gran medida su equivalente, teniendo en cuenta la diferencia de puntos de vista que son naturalmente propios a cada una de las diversas formas tradicionales: este equivalente se encuentra en la distinción que se realiza entre el caso del walî y el del nabî. Un ser puede no ser walî sino "para sí", si se permite la expresión, sin manifestar nada al exterior; por el contrario, un nabî no es tal sino porque tiene una función que desempeñar con respecto a los demás seres; y, con mayor razón, lo mismo es cierto del rasûl, que también es nabî, pero cuya función reviste un carácter de universalidad, mientras que la del simple nabî puede estar más o menos limitada en cuanto a su extensión y su objetivo propio (8). Incluso podría parecer que no debe existir aquí la aparente ambigüedad que hemos visto hace un momento a propósito del Bodhisattwa, puesto que la superioridad del nabî con respecto al walî es generalmente admitida e incluso considerada como evidente; y no obstante, a veces se ha sostenido también que la "estación" (maqâm) del walî es, en sí misma, superior a la del nabî, porque esencialmente implica un estado de "proximidad" divina, mientras que el nabî, por su propia función, está necesariamente vuelto hacia la creación; pero, aún aquí, no se ve más que una de las dos caras de la realidad, la exterior, y no se comprende que representa un aspecto que se añade al otro sin destruirlo en modo alguno y sin siquiera afectarlo verdaderamente (9). En efecto, la condición del nabî implica en primer lugar en sí misma la del walî, pero al mismo tiempo es algo más; hay entonces, en el caso del walî, una especie de "carencia" bajo determinado aspecto, no en cuanto a su naturaleza íntima, sino en cuanto a lo que se podría llamar su grado de universalización, "carencia" que corresponde a lo que hemos dicho sobre el ser que se detiene en el estadio de lo no-manifestado sin "redescender" hacia la manifestación; y la universalidad alcanza su plenitud efectiva en el rasûl, que es así verdadera y totalmente el "Hombre universal".

 

Se ve claramente, en casos tales como los que acabamos de citar, que el ser que "redesciende" tiene, frente a la manifestación, una función cuyo carácter en cierto modo excepcional demuestra que en absoluto se encuentra en una condición comparable a la de los seres ordinarios; así, estos casos son los de seres a los que se puede llamar "misionados" en el verdadero sentido de la palabra. En cierto sentido, se puede decir también que todo ser manifestado tiene su "misión", si se entiende simplemente por ello que debe ocupar su lugar propio en el mundo y que es así un elemento necesario del conjunto de que forma parte; pero es evidente que no es de esta manera como lo entendemos aquí, y que se trata de una "misión" de un alcance muy distinto, que procede directamente de un orden trascendente y principial y que expresa en el mundo manifestado algo de ese mismo orden. Como el "redescenso" presupone una "subida" previa, tal "misión" presupone necesariamente la perfecta realización interior; no es inútil insistir sobre ello, especialmente en una época en que tanta gente se imagina muy fácilmente tener "misiones" mas o menos extraordinarias, que a falta de esta condición esencial no pueden ser sino puras ilusiones.

 

Debemos todavía, después de todas las consideraciones que hemos expuesto hasta ahora, insistir sobre un aspecto del "redescenso" que nos parece explicar, en muchos casos, el hecho de que este tema se pase por alto o se rodee de reticencias, como si hubiera aquí algo por lo que se sintiera repulsión a hablar claramente: se trata de lo que podría llamarse su aspecto "sacrificial". Debe quedar entendido, ante todo, que, si empleamos aquí la palabra "sacrificio", no es en el sentido simplemente "moral" que vulgarmente se le da, y que no es sino uno de los ejemplos de la degeneración del lenguaje moderno, que empequeñece y desnaturaliza todo para rebajarlo a un nivel puramente humano y hacerlo entrar en los marcos convencionales de la "vida ordinaria". Por el contrario, tomamos esta palabra en su sentido original y verdadero, con todo lo que implica de efectivo e incluso de esencialmente "técnico"; está claro, en efecto, que el papel de seres tales como los que anteriormente hemos citado no podría tener nada en común con el "altruismo", el "humanitarismo", la "filantropía" y otras necedades "ideales" celebradas por los moralistas, y que no sólo están demasiado evidentemente desprovistas de todo carácter trascendente o supra-humano, sino que incluso están perfectamente al alcance del primer profano que aparezca (10).

 

El ser que ha realizado su identidad con Atmâ, y su "redescenso" en la manifestación, o lo que aparece como tal desde el punto de vista de ésta, no siendo efectivamente sino la plena universalización de esta misma identidad, no es entonces otro que "el Atmâ incorporado en los mundos", lo que significa que el "redescenso" no es en realidad, para él, diferente al proceso mismo de la manifestación universal. Ahora bien, precisamente, este proceso a menudo es descrito tradicionalmente como un "sacrificio": en el símbolo védico, es el sacrificio del Mahâ-Purusha, es decir, del "Hombre universal", al cual, según lo que ya hemos dicho, el ser de que se trata es efectivamente idéntico; y no solamente este sacrificio primordial debe ser entendido en sentido estrictamente ritual, y no en una acepción más o menos vagamente "metafórica", sino que es esencialmente el prototipo mismo de todo rito sacrificial (11).

El "misionado", en el sentido en que anteriormente hemos tomado esta palabra, es entonces literalmente una "víctima"; está por otra parte claro que esto no implica en absoluto, de manera general, que su vida deba terminar con una muerte violenta, puesto que, en realidad, es esta misma vida, en todo su conjunto, lo que es ya la consecuencia del sacrificio (12). Podrá notarse inmediatamente que en esto reside la explicación profunda de las vacilaciones y de las "tentaciones" que, en todas las leyendas tradicionales, y sea cual sea la forma especial que revistan según los casos, son atribuidas a los Profetas, e incluso a los Avatâras, cuando se encuentran en cierto modo en presencia de la "misión" que han de cumplir. Estas vacilaciones, en el fondo, no son otras que las de Agni al aceptar convertirse en conductor del "carro cósmico" (13), tal como afirma Coomaraswamy en el estudio que ya hemos citado, vinculando así todos estos casos al del "Avatâra eterno", con el cual no hacen sino uno en su "verdad" más interior; y, con seguridad, la tentación de permanecer en la "noche" de lo no-manifestado se comprende sin esfuerzo, pues nadie podría negar que, en este sentido superior, "la noche es mejor que el día" (14). Coomaraswamy explica además con ello, y con justa razón, el hecho de que Shankarâchârya se esfuerce siempre visiblemente en evitar la consideración del "redescenso", incluso cuando comenta textos cuyo sentido lo implica muy claramente; sería en efecto absurdo, en un caso como éste, atribuir tal actitud a una falta de conocimiento o a una incomprensión de la doctrina; no puede entonces comprenderse sino como una especie de retroceso ante la perspectiva del "sacrificio" y, por consiguiente, como una voluntad consciente de no alzar el velo que disimula "la otra cara de la oscuridad", y, generalizando, es la razón principal de la reserva habitualmente mantenida sobre esta cuestión (15). A ello se puede por otra parte unir, a título de razón secundaria, el peligro de que esta consideración mal comprendida pueda servir de pretexto a algunos para justificar, engañándose a sí mismos acerca de su verdadera naturaleza, un deseo de "permanecer en el mundo", cuando no se trata de permanecer, sino, lo cual es muy diferente, de volver tras haber ya salido, y esta "salida" previa no es posible sino para el ser en que no subsiste ya ningún deseo, al igual que ninguna atadura individual; es necesario tener cuidado de no olvidar este punto esencial, a falta de lo cual se correría el riesgo de no ver ninguna diferencia entre la realización última y un simple inicio de realización detenida en un estadio que ni siquiera supera los límites de la individualidad.

 

Ahora, volviendo a la idea del sacrificio, debemos decir que éste implica todavía otro aspecto, que es incluso el que expresa directamente la etimología de la palabra: "sacrificar" es propiamente sacrum facere, es decir, "hacer sagrado" lo que es objeto del sacrificio. Este aspecto no conviene aquí menos que el que se considera más ordinariamente, y al cual teníamos in mente en un principio al hablar de la "víctima" como tal; es el sacrificio, en efecto, lo que confiere a los "misionados" un carácter "sagrado", en el sentido más completo de la palabra. No sólo este carácter es evidentemente inherente a la función de la cual su sacrificio es verdaderamente la investidura, sino que aún, pues ello también está implicado en el sentido original de la palabra "sagrado", es lo que hace que estos seres estén "aparte", es decir, esencialmente diferentes a la vez del común de los seres manifestados y de aquellos que, habiendo llegado a la realización del "Sí", permanecen pura y simplemente en lo no-manifestado. Su acción, incluso cuando sea exteriormente semejante a la de los seres ordinarios, no tiene en realidad ninguna relación con ésta, yendo más lejos que esta simple apariencia exterior; es, en su "verdad", necesariamente incomprensible a las facultades individuales, pues procede directamente de lo inexpresable. Este carácter demuestra aún muy bien que se trata, como ya hemos dicho, de casos excepcionales, y, de hecho, en el estado humano, los "misionados" no son con seguridad sino una ínfima minoría con respecto a la inmensa multitud de seres que no podrían pretender tal papel; pero, por otra parte, siendo los estados del ser en multiplicidad indefinida, ¿qué razón puede haber que impida admitir que, en uno u otro estado, todo ser tenga la posibilidad de llegar a ese grado supremo de la jerarquía espiritual?

 

NOTAS:

 

(1). Ver L'Homme et son devenir selon le Vêdânta, caps. XII a XVII.

 

(2). Notes on the Katha Upanishad, 3ª parte.

 

(3). Cf. Brihad-Aranyaka Upanishad, II, 3.

 

(4). Conviene añadir, a este propósito, que algo semejante puede también tener lugar en un caso distinto al de los "estados místicos", caso que es el de una verdadera realización metafísica, pero incompleta y aún virtual; la vida de Plotino ofrece un ejemplo que sin duda es el más conocido. Se trata entonces, en el lenguaje del taçawwuf islámico, de un hâl o estado transitorio que no ha podido ser fijado y transformado en maqâm, es decir, en "estación" permanente, adquirida de una vez por todas, sea cual sea por otra parte el grado de realización al cual corresponda.

 

(5). El recorrido de tal vía "descendente", con todas las consecuencias que implica, no puede siquiera ser efectivamente considerado, en toda la medida en que ello es posible, más que en el caso extremo de los awliyâ es-Shaytân (cf. Le Symbolisme de la Croix, p. 186).

 

(6). El caso del Pratyêka-Buddha es un de aquellos a los cuales los intérpretes occidentales aplican de buen grado ese término de "egoísmo" del que acabamos de señalar su absurdo.

 

(7). Todavía podría decirse que un ser así, cargado de todas las influencias espirituales inherentes a su estado trascendente, se convierte en el "vehículo" por el cual estas influencias son dirigidas hacia nuestro mundo; este "descenso" de las influencias espirituales está indicado muy explícitamente por el nombre de Avalokitêshwara, y es también uno de los significados principales y "benéficos" del triángulo invertido. Añadamos que es precisamente con este significado que el triángulo invertido es tomado como símbolo de los más altos grados de la Masonería escocesa; en ésta, por otra parte, el grado 30º, considerado como nec plus ultra, debe lógicamente marcar por ello el término de la "subida", de manera que los grados siguientes no pueden referirse propiamente sino a un “redescenso", por el cual son aportados a toda la organización iniciática las influencias destinadas a "vivificarla"; y los colores correspondientes, que son respectivamente el negro y el blanco, son todavía más significativos desde la misma perspectiva.

 

(8). El rasûl manifiesta el atributo divino de Er-Rahmân en todos los mundos (rahmatan lil’âlamin), y no solamente en un determinado dominio particular. Se puede indicar que, por otra parte, la denominación de Bodhisattwa como "Señor de compasión" se refiere también a un papel similar, no siendo en el fondo la "compasión" hacia todos los seres sino otra expresión del atributo de rahmah.

 

(9). Volvemos con esto a lo dicho acerca de la noción del barzakh, y que permite comprender sin esfuerzo cómo deben ser entendidos estos dos aspectos de la realidad; la cara interior está vuelta hacia El-Haqq, y la cara exterior hacia El-Khalq; y el ser cuya función es de la naturaleza del barzaj debe necesariamente unir en él estos dos aspectos, estableciendo así un "puente" o un "canal" por el cual las influencias divinas se comunican a la creación.

 

(10). Tenemos que precisar que lo que decimos aquí se dirige al punto de vista específicamente moderno de la "moral laica"; incluso cuando ésta no hace en cierto modo, como a menudo ocurre a pesar de sus pretensiones, sino "plagiar" preceptos tomados de la religión, los vacía de todo significado real, apartándose de todos los elementos que permitirían religarla a un orden superior y, más allá del exoterismo simplemente literal, transponerlos como signos de verdades principiales; e incluso a veces, pareciendo mantener lo que podría ser llamado la "materialidad" de estos preceptos, esta moral, por la interpretación que hace de ellos, llega hasta a "invertirlos" verdaderamente en un sentido antitradicional,

 

(11). A propósito de esto, podemos incidentalmente hacer una indicación que no deja de tener importancia: la vida de ciertos seres, considerada según las apariencias individuales, presenta hechos que están en correspondencia con otros de orden cósmico y que son en cierto modo, desde el punto de vista exterior, una imagen o una reproducción de éstos; pero, desde el punto de vista interior, estar relación debe ser invertida, pues, siendo realmente estos seres el Mahâ-Purusha, son los hechos cósmicos los que verdaderamente están modelados sobre su vida o, para hablar con más exactitud, sobre aquello de lo cual esa vida es una expresión directa, mientras que los hechos cósmicos en sí mismos no son sino una expresión por reflejo. Añadiremos además que es esto lo que da realidad y hace válidos los ritos instituidos por los seres "misionados", mientras que un ser que no es más que un individuo humano jamás podrá, por su propia iniciativa, inventar sino "pseudo-ritos" desprovistos de toda eficacia real.

 

(12). Es necesario notar también que aquello de lo que se trata no tiene ninguna relación con el empleo que ciertos místicos hacen de buen grado de la palabra "víctima", o de la de "inmolación"; incluso en los casos en que entienden con ello una realidad propia y no se reducen a simples ilusiones "subjetivas", siempre posibles en ellos en razón de la "pasividad" inherente a su actitud, es una realidad cuyo alcance no supera en absoluto el orden de las posibilidades individuales.

 

(13). Rig-Vêda, X, 51.

 

(14). Esta expresión tiene también su aplicación, en otro orden, en el "rechazo de los poderes"; pero, mientras que esta actitud no solamente está justificada, sino que es incluso la única legítima para el ser que, no teniendo ninguna "misión" que cumplir, no tiene que aparecer al exterior, es evidente que, por el contrario, una "misión" sería inexistente como tal si no fuera manifestada exteriormente.

 

(15). Recordaremos, como "ilustración" de lo que acaba de ser dicho, un hecho cuyo carácter histórico o legendario importa poco desde nuestro punto de vista, pues no pretendemos acordarle sino un valor exclusivamente simbólico: se cuenta que Dante no sonreía jamás, y que la gente atribuía esta aparente tristeza a que "venía del infierno"; ¿no sería preciso más bien ver la verdadera razón de ello en que había "redescendido del Cielo"?

 

 

Publicado en "Etudes Traditionnelles", enero 1939.

 

 

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APÉNDICES

 

Capítulo V

 

El pasaje de las Páginas dedicadas a Mercurio de Abdul-Hâdi es el siguiente:

 

"Las dos cadenas iniciáticas.- Una es histórica, la otra espontánea. La primera se comunica en los Santuarios establecidos y conocidos, bajo la dirección de un Shaij (Gurú) viviente, autorizado, que posee las claves del misterios. Tal es El-Talîmur-rijâl, o la instrucción de los hombres. La otra es EI-Talîmur-rabbâni, o la instrucción dominical o señorial, a la que me permito denominar "la iniciación mariana", pues es la que recibió la Santa Virgen, la madre de Jesús, hijo de María. Siempre hay un maestro, pero puede estar ausente, desconocido, incluso fallecido desde hace numerosos siglos. En esta iniciación, extrae del presente la misma sustancia espiritual que los demás extraen de la antigüedad. Ella es en la actualidad muy frecuente en Europa, al menos en sus grados inferiores, aunque es casi desconocida en Oriente".

 

Este texto fue publicado en la revista "La Gnose", nº de enero de 1911. Al reimprimirlo en los "Etudes Traditionnelles", pedimos a René Guénon que redactara una nota para prevenir los posibles errores de interpretación. Él nos envió la nota siguiente, a la cual hace alusión en el capítulo V de la presente obra:

 

"Como este párrafo podría dar lugar a ciertas confusiones, nos parece necesario precisar un poco su sentido; y, en primer lugar, debe quedar entendido que aquí no se trata en absoluto de algo que pueda ser asimilado a una vía "mística", lo que sería manifiestamente contradictorio con la afirmación de la existencia de una "cadena iniciática" real tanto en este caso como en el que puede ser considerado "normal". Podemos citar, a este respecto, un pasaje de Jelâleddin Er-Rûmi que se refiere exactamente a lo mismo: "Si cualquiera, por una rara excepción, ha recorrido esta vía (iniciática) sólo (es decir, sin un Pîr, término persa equivalente al árabe Shaij), lo ha hecho con ayuda de los corazones de los Pîr. La mano del Pîr no es negada por ausente: esta mano no es sino el abrazo mismo de Dios" (Mathnawi, 1, 2974-5). Podría verse en las últimas palabras una alusión al papel del verdadero Gurú interior, en un sentido perfectamente conforme a la enseñanza de la tradición hindú: pero esto nos alejaría de la cuestión que ahora nos ocupa más directamente. Diremos, desde el punto de vista del taçawwuf islámico, que aquello de lo que se trata depende de la vía de los Afrâd, cuyo Maestro es Seyidna Al Jidr (1), y que está fuera de lo que podría llamarse la jurisdicción del "Polo" (El-Qutb), que comprende solamente las vías regulares y habituales de la iniciación. No se podría insistir más por otra parte sobre el hecho de que éstos no son sino casos excepcionales, tal como expresamente se declara en el texto que acabamos de citar, y que no se producen más que en circunstancias que hacen imposible la transmisión normal, por ejemplo, en ausencia de toda organización iniciática regularmente constituida. Sobre este tema, cf. también R. Guénon, Orient et Occident, pp. 230-231".

 

Sobre el mismo tema, extraemos algunas líneas de una carta dirigida a Marcel Clavelle por René Guénon el 14 de marzo de 1937:

 

"Al-Jidr es propiamente el Maestro de los Afrâd, que son independientes del Qutb e incluso pueden no ser conocidos por él; se trata, como usted dijo, de algo más "directo", y que en cierto modo está fuera de las funciones definidas y delimitadas, por elevadas que sean; y es la razón de que el número de los Afrâd sea indeterminado. Se emplea a veces esta comparación: un príncipe, aunque no ejerza ninguna función, no deja de ser, por sí mismo, superior a un ministro (a menos que éste no sea también príncipe, lo que puede ocurrir, pero no es necesario); en el orden espiritual, los Afrâd son análogos a los príncipes, y los Aqtâb a los ministros; esto no es más que una comparación, por supuesto, pero ayuda a comprender un poco las relaciones entre unos y otros".

 

NOTA:

 

(1). Al-Jidr es la denominación dada por el esoterismo islámico al personaje anónimo mencionado en el Qorân, sura XVIII (sura de la Caverna) y con el cual Moisés, considerado sin embargo por el Islam como enviado legislador y "Polo" de su época, aparece en una relación de subordinación. Esta subordinación aparece como siendo a la vez de orden jerárquico y del orden de Conocimiento, puesto que el personaje misterioso es presentado como poseedor de la ciencia más trascendente (literalmente: "la ciencia de entre Nosotros", es decir, de Allâh) y Moisés pide solamente a dicho personaje que le enseñe una "porción" de la enseñanza de la que es depositario. (Nota de Jean Reyor-Marcel Clavelle).

 

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Capítulo XXVIII

 

Damos a continuación unos extractos del estudio de Abdul-Hâdi titulado Al-Malâmatiyah a los cuales remite Guénon en la nota 1 de la página 218.

 

"He aquí, a este respecto, un extracto del Tratado sobre las Categorías de la Iniciación, por Moyihddin Ibn Arabí.

 

<el a="" ante="" de="" del="" el="" en="" es="" este="" estos="" exentos="" grado="" grandeza="" hieratismo="" humillan="" i="" imponen="" la="" los="" mundo="" n="" o="" ocupado="" otro.="" por="" que="" quinto="" recompensa="" se="" son="" toda="" una="">Malâmatiyah. Son los "hombres de confianza de Dios", y constituyen el grupo más elevado. Su número no es limitado, pero están colocados bajo la dirección del Qutb o del Âpogeo espiritual" (1). Su regla les obliga a no hacer ver sus méritos y no ocultar sus defectos. Ellos dicen que el Sufismo es la humildad, la pobreza, la "Gran Paz" y la contrición. Dicen que "el rostro de Sufí está abatido (literalmente: negro) en este mundo y en el otro", indicando así que la ostentación cae con las pretensiones, y que la sinceridad de la adoración se manifiesta por la contrición, pues se ha dicho: "Yo estoy cerca de los que tienen rotos los corazones a causa de Mí"... Las Gracias que poseen provienen siempre de la fuente misma de los favores divinos. No tiene ya más ni nombre ni rasgos propios divina, sino que están anulados en la verdadera prosternación>.</el><el a="" ante="" de="" del="" el="" en="" es="" este="" estos="" exentos="" grado="" grandeza="" hieratismo="" humillan="" i="" imponen="" la="" los="" mundo="" n="" o="" ocupado="" otro.="" por="" que="" quinto="" recompensa="" se="" son="" toda="" una=""></el>

 

Abdul-Hâdi cita seguidamente unos fragmentos del tratado titulado: PRINCIPES DES MALAMATIYAH por el docto Imâm, el sabio Iniciado,el Seyid Abu Abdur Rahmân (nieto de Ismael ibn Najib)

 

"Como ellos han realizado (lo "Verdadero divino) en los grados superiores (del Microcosmos), como se han afirmado entre las "gentes de la concentración" (2), de El-Qurbah, de El-Uns y de El-Waçl (3). Dios es (por así decir) demasiado celosos de ellos para permitirles revelarse al mundo tal como son en realidad. Él les da, consecuentemente, un aspecto exterior que corresponde al estado de "separación con el Cielo" (4), un exterior hecho de conocimientos ordinarios, de preocupaciones sharaitas -rituales o hieráticas- así como la obligación de obrar, de practicar y de actuar entre los hombres. Sin embargo, sus interiores permanecen en relaciones constantes con lo "Verdadero divino", tanto en la concentración (El-jam') como en la dispersión (El-jarq), es decir, en todos los estados de la existencia. Esta mentalidad es una de las más elevadas que el hombre pudiese alcanzar, a pesar de que nada aparezca de ella en el exterior. Se asemeja al estado del Profeta- ¡que Allah ore sobre él y lo salve!- el cual fue elevado a los más altos grados de la "Proximidad divina", indicados por la fórmula coránica: "Y él estuvo a la distancia de dos longitudes de arco, o incluso más cerca aún (5). Cuando volvió hacia las criaturas, no habló con ellas más que de las cosas exteriores. De su conversación íntima con Dios, nada apareció sobre su persona. Este estado es superior al de Moisés, del cual no se pudo mirar la figura tras que hubo hablado con Dios... el Shaij del grupo Abu-Hafç En-Nisabûri, decía: "Los discípulos malamitas evolucionan derrochándose. Ellos no se inquietan por sí mismos. El mundo no tiene ningún poder sobre ellos, y no puede alcanzarlos, pues su vida exterior está totalmente al descubierto, mientras que las sutilidades de su vida interior están totalmente ocultas... Abu Haf fue un día interrogado por el nombre de Malâmatiyah. El respondió: "Los Malâmatiyah están constantemente con Dios por el hecho de que se dominana siempre y no cesan de tener conciencia de su secreto dominical. Se censuran a sí mismos por todo lo que no pueden dispensarse de hacer aparecer acerca de la "Proximidad divina", en el oficio de la oración o en otros casos. Disimulan sus méritos y exponen lo que tienen de censurable. Entonces la gente les acusa por su aspecto exterior; ellos se censuran a sí mismos en su interior, pues conocen la naturaleza humana. Pero Dios les favorece por el descubrimiento de los misterios por la contemplación del mundo hipersensitivo, por el arte de conocer la realidad íntima de las cosas tras los signos exteriores (El-ferâsah), así como por milagros. El mundo termina por dejarlos en paz con Dios, alejado de ellos por su ostentación de lo que es censurable o contrario a la respetabilidad. Tal es la disciplina de la Tarîqah de las gentes de la censura" (6).

 

 

NOTAS:

 

(1). El número de los Afrâd o "Solitarios" no es limitado tampoco, pero estos no están limitados bajo la vigilancia del Qutb de la época. Ellos forman la tercera categoría de la jerarquía esotérica del Islamismo.

 

(2). Ahlul-Jam'i.

 

(3). La Unión espiritual.

 

(4). El-iftirâq.

 

(5). Véase Corán, cap. 53, v. 9. Los dos arcos son El-Ilm y El-wujûd, es decir, el Saber y el Ser. V. Francis Warrain sobre Wronski, La Synthèse concrète, p. 169.

 

(6). Estas palabras de Abu-Hafç han sido recogidas por Abdul-Hassan El-Warrâq que las transmitió a Ahmad ibn Aïssa, el cual, a su vez, ha sido el informador de Abu Abdur-Rahmân, el autor del presente tratado.

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